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Las curules de paz se constituyen en una oportunidad para las comunidades que han sido excluidas de las dinámicas sociales, políticas y culturales de la nación. En efecto, se han creado como espacios para que las víctimas logren el acceso a espacios de decisión y contribuyan a transformar sus condiciones. Pero algunas sombras aparecen en el horizonte: en algunos territorios, las campañas para aspirar a estas curules estuvieron marcadas por el miedo y la violencia, en otros, por los esfuerzos de las maquinarias que buscan cooptar dichos espacios con el propósito de ganar fuerza en el legislativo. Los territorios de dónde provienen los nuevos congresistas no sólo han vivido la violencia de la guerra, sino que han sido tratados por el Estado colombiano como lugares donde el enemigo interno se ha refugiado, lugares en los que las políticas contra la insurgencia se han desplegado desde mediados de los años cincuenta. Dado que se los ha considerado como territorios en los que las guerrillas han logrado cierto control, las poblaciones han sido señaladas de ser sus colaboradoras, lo que ha contribuido a afianzar una relación de desconfianza mutua. En todo caso, estos territorios han sido objeto de intensas disputas entre paramilitares, el ejército nacional y los insurgentes. Sin embargo, en ellos se han desplegado muchos esfuerzos por resistirse a las dinámicas de los actores armados y por construir experiencias de paz en medio de la guerra, incluso en los peores momentos de la confrontación.
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En el sur del Tolima, las mujeres, los jóvenes, los cafeteros y los indígenas han desarrollado procesos de paz complejos y significativos. Lograron crear un acuerdo entre los Nasa y las Farc en 1996, que terminó con una cruenta guerra iniciada a finales de los años sesenta, cuando un grupo de indígenas cobra venganza, con el apoyo del ejército nacional, del asesinato de algunos miembros de su comunidad. Las negociaciones fueron difíciles, pero permitieron que el Cabildo se constituyera en una entidad capaz de garantizar la vida de su comunidad y poner fin a los ataques y al derramamiento de sangre. Sin embargo, para 2006, con ocasión de la celebración de los diez años del pacto, el gobierno nacional lo declaró ilegal en consideración a que, en su criterio, los únicos autorizados para adelantar negociaciones y eventualmente llegar a un acuerdo eran los funcionarios del gobierno. Ante esta situación, la comunidad declaró sagrado a este pacto, destacando con ello otra visión de lo que la vida y la paz pueden significar para un territorio.
La Red de Mujeres Chaparralunas por la paz han ido creando una dinámica en favor de comunidades indígenas, campesinas y afros, que cuestiona las relaciones de dominación patriarcal y promueve la solidaridad, el trabajo colectivo y la transformación de la violencia en los hogares, los barrios, las veredas, los municipios y la región. Desarrollaron procesos de formación de lideresas y aportaron a la construcción de políticas públicas de mujer y género, incluso en los momentos de mayor confrontación y peligro, cuando todos los actores en contienda consideraron su labor como peligrosa porque cuestionaban los principios de su control sobre la población.
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En una dirección similar, los jóvenes han planteado que, a pesar de ser hijos de la guerra, quieren ser creadores de paz. Para ellos, la paz no se limitaba al cumplimiento de los acuerdos, sino que incluía la construcción de otra relación con el medioambiente, centrada en el cuidado del territorio y de sí mismos, en la construcción de otra identidad capaz de transformar la idea de que ellos hacen parte de una zona roja, y en la dinamización de una economía cafetera generadora de oportunidades para los hombres y las mujeres jóvenes en la región.
Este conjunto de paces plurales con rostro y manos de mujer, ambientales, movilizadoras de nuevas identidades y de nuevas oportunidades económicas, son solo un ejemplo de los cientos de experiencias de paz en Nariño, Cauca, Chocó, Magdalena Medio, Córdoba, Bolívar, Magdalena, Caquetá, Guaviare, Meta, Putumayo, entre otras regiones. Todas estas experiencias también hacen parte de nuestro patrimonio cultural, porque representan la enorme capacidad para enfrentar condiciones adversas. Debemos desarrollar esfuerzos para conocerlas, visibilizarlas, aprender de ellas y aprovecharlas; para enriquecer nuestra identidad y fortalecer el papel de los nuevos congresistas que ocuparán las curules de paz. Para generar otros mundos posibles, otras posibilidades de ser Colombia.
Esta columna hace parte del proyecto sobre democracia de la educación y la ciencia del Instituto CAPAZ.
*Director del grupo de investigación Zoon Politikon. Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales. Docente e investigador de la Universidad de Ibagué y vocero de esta universidad en el Instituto CAPAZ.
Esta columna recoge los resultados de varios proyectos de investigación: Observatorio Regional de Paz -financiado por la Universidad de Ibagué entre 2017 y 2018- y Escuela territorio y posconflicto, financiado por el fondo Newton Caldas con recursos de Colombia y el Reino Unido; y con la participación de Eureka Educativa y las Universidades de East Anglia y de Ibagué, entre 2019 y 2021. Agradecemos los aportes de Nohora Barros, Santiago Padilla, Iokiñe Rodríguez, Cristina Sala, Mónica Álvarez y Pilar Salamanca, quienes trabajaron en los proyectos mencionados.