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Por Luisa Fernanda Uribe Larrota
El incumplimiento del Acuerdo de Paz firmado en el 2016 es preocupante. Hoy Colombia es el país más peligroso para ejercer la defensa de los derechos humanos con más de 1.000 líderes y lideresas asesinados desde la firma del Acuerdo. Además, medidas como los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) están supeditadas a la implementación de mecanismos paralelos como las “zonas futuro” que priorizan la estrategias militares de control territorial.
Una de la dimensiones más alarmantes de este renovado ciclo de violencias es el asesinato a líderes sociales, y en particular a los pertenecientes a comunidades étnicas. Según Indepaz, en el 2020 fueron asesinados más de 47 líderes indígenas y alrededor de 25 líderes afrodescendientes en todo el país.
De hecho, en una entrevista reciente a un líder indígena del Norte del Cauca, cuando le preguntamos por esta situación nos dijo: “eso no fue tanto firmar la paz como una dejación de armas. La paz la construían con nosotros, en los territorios, reconociendo el trabajo que hemos hecho desde hace décadas y fortaleciendo las capacidades locales para impedir que nos sigan matando y desplazando”. A estas consideraciones se suma el asesinato de Sandra Liliana Peña, gobernadora y líder ambiental del Resguardo de la Laguna en Caldono, Cauca, el pasado martes 20 de abril. De ahí las manifestaciones de líderes indígenas en todo el departamento, así como los pronunciamientos de líderes del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) sobre la importancia de una “minga hacia adentro”: una estrategia que incluye el fortalecimiento de puestos de control y de espacios de participación en diversos niveles de las comunidades.
Este contexto evidencia que la inclusión de un Capítulo Étnico en el Acuerdo Final de Paz con los principios transversales de autonomía, gobierno propio y el derecho a la restitución y fortalecimiento de la territorialidad, no ha sido suficiente para frenar los incumplimientos y la persecución sistemática a estos líderes y a sus comunidades: ¿qué ha pasado con estas premisas?, ¿por qué es necesario un análisis diferenciado de los impactos del incumplimiento en comunidades indígenas y afrodescendientes?
Para responder a estas preguntas propongo partir de un acercamiento de al menos dos de las diversas nociones de paz, que, si bien no eran explícitas en el texto del Teatro Colón, fueron negociadas y defendidas tanto por las partes en La Habana como por las organizaciones sociales en todo el territorio nacional. Un acercamiento a ellas permite analizar el impacto diferenciado del incumplimiento, así como la articulación de la promesa de paz con disputas históricas de las comunidades étnicas.
Por un lado, las propuestas institucionales y el proceso de implementación de los últimos cuatro años, han estado determinados por la denominada “paz liberal”. Una conceptualización y conjunto de prácticas que, tras el fin de la Guerra Fría, han determinado la intervención internacional y los acuerdos nacionales de construcción de paz en los llamados países del tercer mundo. A través de la Agenda de 1992 y diversas intervenciones, la cooperación internacional, en cabeza de Naciones Unidas, ha orientado los esfuerzos por la consolidación de un régimen internacional guiado por una noción particular de desarrollo como primer paso para la consolidación de escenarios de paz. Esta noción de paz ha sido criticada por los supuestos universalizantes del liberalismo que trae consigo (democracia y modernidad como progreso económico, por ejemplo), por ser un enfoque predominantemente técnico y despolitizado que deja de lado los conflictos sociales y las luchas identitarias y por el desconocimiento que puede traer de los efectos diferenciados de las políticas intervencionistas en temas de paz. Desde el marco de la paz liberal los actores constructores de paz son los estados, sus instituciones y diferentes tipos de organizaciones internacionales, dejando de lado y excluyendo otros tipos de procesos que se dan al interior del estado, en los escenarios en donde se desarrollan los conflictos.
Durante las negociaciones, este enfoque de “paz liberal” no fue explícito e incluso se introdujo el concepto de “paz territorial” como la combinación de un enfoque de derechos con un enfoque territorial. Una novedad de las negociaciones de La Habana y supuesta garantía de consolidación de las instituciones en las regiones más afectadas por el conflicto armado. Lo que los últimos años revelan, sin embargo, es el fracaso de este enfoque, según un informe de la Comisión de Paz del Congreso en octubre de 2020: “tras dos años del gobierno Duque se han invertido $141 mil millones (en obras de infraestructura comunitaria de municipios parte de los PDET) que equivalen al 0,2% del costo total requerido para su materialización. Para lograr la estabilización del territorio y el cumplimiento de las metas del Acuerdo, se deberían estar ejecutando por lo menos $4,67 billones al año.”
Por otro lado, la paz étnico-territorial, una noción promovida con el Capítulo Étnico pero articulada a demandas históricas de las comunidades étnicas, promovía principios básicos de respeto por sus cosmovisiones, modos de vida y el reconocimiento de las condiciones de racismo estructural e institucional, la estigmatización y la injusticia social. Esta noción partía de los principios a la libre determinación; la autonomía; el gobierno propio; la participación y los derechos de las comunidades étnicas sobre sus tierras, territorios y recursos. El Acuerdo de Paz era el primer paso para el fortalecimiento de iniciativas por la defensa territorial y la gobernabilidad propia o lo que diversas comunidades indígenas y afrodescendientes en el país han denominado “luchas étnico-territoriales”.
Las luchas étnico-territoriales son los espacios, estrategias y demandas definidos en torno a la comprensión que las comunidades étnicas tienen de territorio: un espacio de vida y para esta, es decir, para la consolidación de escenarios efectivos de paz. Estas luchas parten de una noción que trasciende la objetivación del espacio físico. Un líder comunitario del Consejo Nacional de Paz Afrocolombiano decía en una entrevista del 2016: “en el territorio tejemos y construimos relaciones familiares, comunitarias, económicas y administrativas, simbólicas, religiosas, espirituales (...) en el territorio escribimos y reescribimos nuestra historia.”
Lo que este breve acercamiento permite entender es cómo, además de las dificultades institucionales y el aumento de la violencia ligada al narcotráfico, las afectaciones a comunidades étnicas en los últimos cuatro años, también han estado atravesadas por las diferencias profundas entre una y otra noción de la paz. No son diferencias irreconciliables, pero la predominancia de un enfoque técnico de esta aspiración deja de lado las apuestas y preguntas de fondo que se hacen las comunidades étnicas sobre autonomía, identidad e integridad social, económica y cultural.
Además, la paz étnico-territorial presenta más obstáculos para las maquinarias de guerra: al partir de reclamos históricos y ancestrales por la tierra y proponer usos y apropiación de los territorios para las comunidades que los habitan, y no para la producción agrícola tecnificada o empresarial, por ejemplo, cuestionan de frente los modelos únicos del desarrollo. Los escenarios locales en departamentos como el Cauca o el Valle del Cauca están llenos de disputas por los modelos de producción y desarrollo agrícola, la gestión y el manejo ambiental y los niveles de participación que unos y otros actores tienen en cada una de estas dimensiones.
Esa fue la discusión pendiente que no se zanjó en la mesa de negociación y que a pesar del planteamiento del entonces Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, sobre la paz territorial, quedó a medias. Construir paz o “infraestructuras” para la paz requiere de debates a profundidad sobre modelos de desarrollo encontrados, sobre el poder y valoración diferenciada que tienen los actores en los contextos regionales y los modos de vida que entran en conflicto cuando la paz se equipara a un desarrollo que resulta excluyente de las apuestas étnico-territoriales.