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“Lo que mal empieza, mal acaba”. Esta sentencia del refranero popular hispanoparlante parece caerle como anillo al dedo a una de las políticas bandera de la presidencia de Gustavo Petro Urrego. Claro que me refiero a la llamada Paz Total, una arriesgada apuesta para dar a Colombia una paz general, “estable y duradera”.
Es un hecho indiscutible que la Paz Total atraviesa una de sus crisis más profundas. Vientos huracanados soplan en la proa y la popa de este barco que se hunde al mejor estilo del Titanic, en tanto que las olas de la incertidumbre golpean por babor y estribor y se llevan por delante a tripulantes y pasajeros.
A la confirmación del secuestro del papá del futbolista ‘Lucho’ Diaz y de al menos otros 30 colombianos por parte del ELN, el fin de semana pasado se sumó un comunicado de las disidencias de las Farc en el que informan sobre la suspensión unilateral de diálogos con el gobierno, aduciendo “incumplimientos” y expresando su decepción por los recientes resultados electorales.
Considero que las motivaciones de la Paz Total son irrefutables, pero su arquitectura deja mucho que desear. ¡Quién no quiere acaso vivir en el paraíso de la paz y dejar en el pasado los horrores de esta guerra intestina de más de sesenta años! El almendrón del asunto está en pasar de la retórica discursiva a los hechos.
Allanar los caminos para hacer realidad el artículo 22 de la Constitución Nacional –que consagra a la paz como “un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”– es un asunto que de debe asumir con la más absoluta responsabilidad.
No es admisible que en aras de consolidar este proceso se pase por encima del imperio de la ley, se socaven las bases del Estado de Derecho, se renuncie a la persecución penal del delincuente, se desista del control efectivo del territorio nacional y se limite el accionar de los organismos de seguridad de dicho Estado, entre otros tópicos.
Cuando se reviste de privilegios a quien actúa por fuera del orden legal para obtener algún tipo de provecho pasa sí o para una minoría –léase ELN, disidencias o bandas criminales–, se manda un claro mensaje al conjunto de la sociedad: “ser pillo, paga”.
En este orden de ideas, debo decir que la Paz Total ha carecido de rigor en todos sus frentes. Carencia de rigor del propio presidente Petro y de su escudero Danilo Rueda, su comisionado de Paz, quienes no tienen cursos de acción definidos para las variantes que necesariamente surgen en los procesos de esta naturaleza. La terquedad tozuda es su brújula.
Falta de rigor técnico en la concepción de modelos de DDR que se acomoden a las circunstancias propias de las organizaciones al margen de la ley convocadas a sumarse a la Paz Total y a las dinámicas de los territorios que constituyen su área de influencia.
De ahí que la improvisación ha sido la rosa de los vientos que viene guiando las decisiones de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz en su propósito de formalizar diálogos con el ELN y las disidencias de las FARC y celebrar acuerdos con estas organizaciones armadas ilegales.
En ambos procesos y tras alcanzar sendos acuerdos bilaterales de cese al fuego, los Mecanismos de Veeduría, Monitoreo y Verificación (MVM) han brillado por su ausencia. ¿Qué han hecho los miembros designados por estos grupos y los delegados de la Fuerza Pública, del Ministerio de Defensa, de la Oficina del Comisionado de Paz, de la Iglesia Católica, de la MAPP-OEA y de la Misión de Verificación de la ONU? Nada.
Es necesario anotar que, por regla general, el país se ha venido enterando a través de terceros de las continuas violaciones a los ceses bilaterales al fuego, tanto de las estructuras elenas como de aquellas pertenecientes a las disidencias farianas.
Al final del día y luego de esbozar tres o cuatro aspectos cardinales de la Paz Total, más de uno podría augurar en prospectiva que, tal y como va, esta iniciativa difícilmente tocará puerto en lo que queda del mandato del presidente Petro.