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En esta última semana nos han invadido declaraciones públicas un tanto comprometedoras en relación con las mujeres y la población LGTBI. Por un lado, Amparo Grisales señalando que el feminismo le “importa un pito” y que las mujeres violentadas “se vuelven lesbianas”; por el otro, la señorita Colombia haciendo afirmaciones que dan lugar a desconocer el abanico de diversidad en donde se encuentran las mujeres transexuales; y finalmente, un candidato presidencial de nuestra región, quien alude a la violencia sexual como si este fuese un acto merecido por la víctima. Todo esto nos remonta a cuestiones feministas.
El feminismo no es un enemigo por criminalizar, es aquel movimiento que imagina una sociedad en donde no haya supremacía, ni sumisión de un sexo sobre el otro, sin división sexual del trabajo, y donde haya opciones y no condiciones. Ahora bien, esta transformación no se da hasta tanto no se sea consciente de la existencia de estereotipos y normas de género cuya transgresión implica discriminación y, por tanto, violencia.
Son estos persistentes estereotipos sobre las características de una persona, en razón del sexo biológico, las que dictan la pauta sobre lo que es femenino y masculino, y alimentan un desequilibrio revelador de un dominio masculino, reconocido por la misma Corte Constitucional (T- 878 de 2014), en los espacios tradicionales de poder. Dicha persistencia, cuyo efecto puede verse desde el insulto diplomáticamente disimulado detrás del piropo, las diferencias de escala salarial y la violencia sexual, se agravan al entrecruzarse con otras formas de violencia como lo es la violencia armada.
El pasado viernes 5 de octubre fue anunciada Nadia Murad como una de las ganadoras del Premio Nobel de Paz 2018. Esta mujer es sobreviviente de las técnicas de yihad sexual empleadas por el Estado Islámico (EI) contra las mujeres de la minoría étnica yazidí de la región de Sinjar en el norte de Irak. Con esto, el mundo pone sus ojos en la zona, así sea por un instante, y, para sorpresa de algunos, este conflicto armado en el Medio Oriente, que parece lejano, se asimila más de lo que creemos al nuestro.
Ambos contextos comparten una característica de las nuevas guerras: el uso de la población civil como blanco principal. El desplazamiento forzado, la limpieza social (o étnica en el caso yazidí), y la violencia sexual, han sido métodos centrales de ambos conflictos. En relación con esta última, tanto allá como acá, la violencia sexual ha sido empleada, aunque no de manera homogénea, pues esta se manifiesta de múltiples formas según su uso, persona y/o territorio.
En nuestro caso, todos los actores armados la han ejercido con una modalidad de uso particular, por ejemplo, como herramienta de humillación simbólica del enemigo al considerar la mujer como propiedad masculina; el cuerpo femenino no solo se constituye como premio sino como arma para aniquilar el bando opuesto (en el caso del EI, eliminar a los infieles) o para controlar la vida comunitaria en tanto castigo (la mujer no puede usar determinadas prendas o frecuentar ciertos lugares). Por temible que suene, estos hechos muchas veces son aceptados, normalizados e ignorados, generando con esto la negación de derechos cruciales como el acceso a la justicia porque “quien la manda salir a esas horas”.
Dicho esto, el conflicto armado subraya los roles masculinos hegemónicos, teniendo un papel detonante para el aumento de vulnerabilidad de una población frente a los abusos de quienes adquieren una sensación mayor de autoridad a través de las armas. Así, ni el Estado puede ser ajeno a la necesidad de tomar medidas estructurales que permitan modificar patrones culturales, ni el ciudadano de a pie puede ignorar su papel en esta modificación. En todo caso, el primer paso es el reconocimiento de su existencia.
Por todo esto, a mí sí me importan las feministas, de hecho, soy una de ellas. A este movimiento, que inició siglos atrás, y que en Colombia ha sido muy bien representado por mujeres como María Teresa Arizabaleta, le debo el estar hoy escribiendo sin temor a ser guillotinada como Olypme de Gouges en el siglo XVIII. Ahora bien, aunque hayamos logrado derechos claves como el sufragio, la educación y el trabajo, la discriminación y la violencia contra la mujer y la población LGTBI persiste en todas sus tonalidades. Me atrevo a decir que Murad representa la necesidad de visibilizar realidades, de continuar la conquista de derechos y el logro del reconocimiento de la mujer como ser humano, en oposición a la continua cosificación de su cuerpo y el uso de este como instrumento de guerra. Por eso insistimos ¡La paz sin mujeres no va!