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Cómo se menciona recientemente en un episodio del podcast de The Ezra Klein Show, estamos en un momento extraño en la política de drogas de Estados Unidos, pero también en el contexto de las Naciones Unidas y Colombia. La confluencia de múltiples fenómenos, asociados al cambio en las políticas, junto con la constante innovación de los mercados de drogas, puede generar una lectura errónea de la situación y, por lo tanto, llevar a la toma de decisiones, y al diseño e implementación de políticas públicas equivocadas.
Después de 60 años de una guerra global contra las drogas, en la que se abordó el problema como un asunto de seguridad, cuya estrategia principal fue la criminalización de cualquier actividad relacionada desde el consumo hasta la producción, en los últimos años hemos empezado a ver vientos de cambio frente a este paradigma. Sin embargo, estos cambios vienen acompañados de una enorme resistencia por parte de ciertos sectores, así como muchas dudas sobre su conveniencia.
Un ejemplo de esto es el caso de Estados Unidos, donde al menos tres fenómenos están ocurriendo al mismo tiempo y hacen que el panorama de la política de drogas sea confuso. Primero, el movimiento que busca regular el cannabis de uso adulto y recreativo comenzó en 2015 en Colorado. Casi una década después, ha llegado a 24 estados. En estos, se han diseñado diversas estrategias para distribuir licencias de producción y venta de cannabis y se han implementado diferentes políticas de salud pública, todas con resultados o niveles de éxito dispares que plantean preocupaciones particulares. Segundo, este país, que históricamente ha experimentado oleadas de muertes por sobredosis asociadas al consumo de opioides, atraviesa la peor crisis de salud pública en la historia contemporánea debido a la aparición del fentanilo no farmacéutico en los mercados no regulados de sustancias. Aunque esta sustancia empieza como un adulterante de otros opioides como la heroína, ahora se ha convertido en el principal opioide consumido. Esta crisis deja un saldo aproximado de 100.000 muertes por año desde el 2021, lo cual enciende las alarmas en los países del norte global, donde también hay evidencia de su presencia, y en otros países de la región, que se han visto obligados a prepararse ante una eventual llegada del fentanilo a sus territorios. Por último, estados como Oregón y Maine, que descriminalizaron el consumo de cualquier sustancia, incluida la heroína y la cocaína, no han obtenido los resultados esperados en términos de reducción del consumo, por lo que han empezado a reevaluar esta decisión.
La confluencia de estos tres fenómenos, que responden a situaciones y contextos distintos, ha llevado a ciertos sectores a querer posicionar en el debate público una única conclusión: el cambio de enfoque en las políticas de drogas, de la seguridad a la salud pública, no funciona. Por ende, se ha llegado a conclusiones absurdas: “por regular el cannabis llegamos a la crisis de opioides”, o “la reducción de daños es en realidad promoción del consumo”, aun cuando la evidencia dice todo lo contrario.
En cuatro estudios revisados por Anderson & Rees (2023), por ejemplo, se muestra que el efecto de la regulación del uso adulto del cannabis en consumo de otras sustancias, y en particular de opioides, es más bien positivo: un estudio no encuentra efectos en mortalidad por consumo de opioides; un estudio identifica efectos negativos en mortalidad entre el 16% y 21%; y dos estudios muestran reducciones en 2% a 12% en las prescripciones para consumo de opioides.
Por su parte, la reducción de daños, que pretende minimizar los impactos negativos del consumo en la salud, sin obligar o coaccionar a las personas a que dejen de consumir, ha demostrado ser una estrategia eficaz para detectar adulteración de sustancias y reducir en particular, la mortalidad de la sobredosis por consumo de opioides, a través de los servicios de análisis de sustancias y la distribución comunitaria de naloxona, un antagonista de los opioides, que revierte sus efectos.
Esto no quiere decir que no existan retos específicos y preocupaciones válidas que deban ser abordadas en el debate sobre la regulación y en el planteamiento de políticas y estrategias de reducción de daños. Por ejemplo, en el caso del cannabis regulado, asuntos como la captura del mercado por grandes industrias, el aumento del consumo o el aumento del contenido de THC en algunos productos, que sabemos que aumenta el riesgo para la salud, son ejemplos de los retos que se deben asumir. Ahora bien, quizás el reto más importante radica en cómo abordar la disminución de la percepción del riesgo asociado a una mayor exposición a información y a la sustancia, que también abre el debate sobre los límites entre la reducción de daños y la promoción del consumo.
La masificación de la información sobre reducción de daños también ha generado ruido dentro del debate público. La falta de estrategias específicas para la distribución de información ha encendido las alarmas en ciertos sectores, quienes critican que “a las personas se les enseñe a consumir a través de folletos informativos”, ignorando que dicha información está diseñada para una población específica de personas que ya son consumidoras y que pueden beneficiarse de aprender prácticas de menor riesgo. El caso de Oregón y Maine evidencia que la descriminalización no es suficiente si no se acompaña de políticas de salud pública adecuadas. Lo mismo puede ocurrir si no se focalizan adecuadamente las estrategias y la información sobre reducción de daños.
Por primera vez, en la Convención de Estupefacientes de las Naciones Unidas en Viena, se rompió el consenso. Esto, al incluir, mediante votación, el concepto de reducción de riesgos y daños en una de las resoluciones de la 67ª conferencia. Además, Colombia lideró un comunicado paralelo sobre la necesidad de replantear la guerra contra las drogas, un hecho que también se ha discutido internamente. Hasta ahora, esto ha resultado en una política de drogas con nuevos principios asociados al tema y con avances moderados en los ejes de reducción de riesgos y daños.
En nuestro país, además de las dificultades usuales al hablar de estos temas, se les suma la violencia asociada a las economías ilícitas, que incluye los objetivos de captura de rentas de los grupos armados. Esto hace que el debate público sea muy difícil de moderar y que rápidamente lleguemos a lugares comunes tales como la idea de que “la inseguridad en las ciudades está asociada al consumo de estupefacientes”.
Los recientes decretos emitidos por algunos gobiernos locales, por ejemplo, que en la práctica prohíben el consumo de sustancias psicoactivas en cualquier espacio público, así lo demuestran. Como lo mencionamos recientemente desde el CESED en una audiencia pública a propósito de la conmemoración de los 30 años de la Sentencia 221 de 1994 del Magistrado Carlos Gaviria (que protegió el derecho a la dosis mínima), estas medidas no solo restringen los derechos de las personas usuarias de sustancias, sino que también aumentan su criminalización y discriminación sin ningún efecto en los indicadores de criminalidad y convivencia que pretenden mejorar. De hecho, en una investigación realizada por el CESED, encontramos que el Código Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana (Ley 1801 de 2016) que imponía penalizaciones de multas y destrucción de la sustancia a quienes consumían en el espacio público no tuvo ningún impacto en el número de incautaciones realizadas a los 6 y a los 9 meses posteriores a su entrada en vigencia. Si bien se identificaron reducciones en hurtos con arma blanca a partir de esta disposición, no se generó un efecto sobre otros delitos. Por lo tanto, lo que sugiere esta evidencia es que el endurecimiento de las medidas para restringir el porte y el consumo no tienen ningún efecto en el microtráfico ni en la criminalidad.
Hoy sabemos además que las medidas restrictivas y criminalizantes frente al consumo de sustancias psicoactivas suelen aplicarse de forma desigual, afectando principalmente a poblaciones vulnerables como jóvenes, minorías étnicas o personas de bajos ingresos. Por tanto, la aplicación de este tipo de medidas profundiza estas desigualdades. Estas estrategias, además, generan tensión entre la Policía Nacional y estas poblaciones, lo que disminuye la probabilidad de que cuando pase una situación que requiere la atención de autoridades estatales, los jóvenes y personas de bajos ingresos se acerquen a ellas.
Las directrices internacionales sobre derechos humanos y política de drogas establecen la igualdad y no discriminación como uno de los principios fundamentales. En este sentido, el aumento de las restricciones frente al consumo en el espacio público vulneran este principio y exponen a los consumidores a ser discriminados e impiden que puedan disfrutar del espacio público plenamente y con garantías.
La prohibición y la criminalización del consumo no nos ha llevado a ningún lado. Abordar el consumo de sustancias como un tema de salud pública cada vez toma más fuerza, pero aún seguimos criminalizando la producción, venta y comercialización de las mismas drogas que se pueden consumir, lo que genera entornos violentos y grupos ilegales que se lucran de la ilegalidad. Los recientes hechos de violencia en el Cauca (mayor productor de cannabis del país) y en otros lugares del país (incluidas regiones cocaleras), nos recuerdan la necesidad de continuar el debate sobre la regulación global de estos mercados ilegales. Es necesario comenzar a discutir modelos regulatorios y la relación entre diferentes mercados. Parece obvio empezar con el cannabis, la sustancia más consumida en el mundo y en Colombia. Sin embargo, mientras las otras drogas sean ilegales, incluida la cocaína, los efectos de las regulaciones en términos de seguridad serán, cuando menos moderados, pero nunca peores que la situación actual como lo muestra la evidencia disponible.
Las autoridades, la sociedad civil, la academia y los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad al transmitir los mensajes sobre estos temas, para no revolver asuntos distintos y evitar confundir al público. La regulación se debe formular utilizando la mejor evidencia disponible, separando los fenómenos, entendiendo cada contexto y no metiendo todas las drogas en el mismo paquete. Además, es clave evaluar y ajustar los modelos regulatorios en el tiempo. Si algo nos ha enseñado el momento confuso sobre la política de drogas en Estados Unidos es la necesidad de aprender tanto de los casos de éxito como de los fracasos. Adoptar modelos de regulación cuyo principio rector sea la reducción de riesgos y daños, es la mejor manera de reorientar los recursos de la fuerza pública y asegurar que los grupos criminales no se beneficien de las rentas asociadas con mercados ilícitos, mientras protegemos a las personas que deciden consumir.
* Carolina Pinzón, Maria Alejandra Vélez, & Michael Weintraub