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Los recientes escándalos del Inpec han originado debates en cuanto a su liquidación o no. Al mismo tiempo, han (re) puesto sobre la mesa la develación de problemas macro que vienen fraguándose décadas atrás, entre ellos, la notoria ausencia de condiciones para la resocialización, entendida como uno de los fines de la pena.
Casualmente, la semana pasada estuve visitando la cárcel La Picota en la ciudad de Bogotá. Un espacio que acentuó mi desaprobación de la política criminal reaccionaria que se basa en la institucionalización del miedo y el aislamiento. Los balsámicos olores una vez se entra al establecimiento, los relatos de roedores merodeadores en las noches, los bloques de cemento generadores de un frío quiebra huesos, espacios asimilables a cajas de fósforo sin sol ni ventilación, la inexistencia de colchoneta y el valor para un acceso a esta, el recrudecimiento de la violencia física y psicológica, así como los patrones de dominio económico y relaciones de poder en este micro espacio, son parte del terror diario de aquellas personas privadas de la libertad. Este terror es el que merece ser contado para exhibir otra de las tantas realidades que nos son ajenas.
Vivimos en una sociedad selectiva que no solo jerarquiza, sino que estratifica mediante la existencia de grupos inferiores y superiores según una serie de características que terminan siendo tan solo ficciones. Al parecer, la población carcelaria pertenecería entonces a aquella población inferior residual a causa de la comisión de un crimen (o la acusación de haberlo cometido), cualquiera que este sea. Así, la persona condenada o sindicada es sinónimo de peligro, riesgo e inseguridad, y es el sentimiento de inseguridad el que nos aleja de la otredad.
Siguiendo a autores como Sharon Zukin, la política del miedo cotidiano se podría entender como aquella que corrompe y alimenta nuestra conocida cultura de violencia. El resultado de la fidelidad a una tal política son las propuestas que aún siguen siendo populares entre candidatos para las próximas elecciones del 27 de octubre.
¿Nuevas cárceles? No, esa no es la solución ante un comportamiento por fuera de la ley, ni ante el hacinamiento, siendo este una de las situaciones que han acarreado la declaración del estado de cosas de inconstitucionalidad (ECI) del Sistema Penitenciario y Carcelario por la Corte Constitucional en dos oportunidades (en 1998 y 2013).
Este tipo de respuesta es la herramienta previsible de dicha política del miedo, la cual va ligada a la necesidad de la compra de protección, el estímulo del crecimiento de la industria de la seguridad privada, y la militarización del espacio público. De su mano, las medidas de sanción penal se han basado en una estrategia émica, en los términos de Claude Lévi-Strauss en Tristes Trópicos. Con esto, las prisiones son una medida, de castigo y sujeción social, que ha logrado expulsar a quienes las componen, tras ser etiquetados como ajenos a o el residuo de. Por lo mismo, esta institución prevé el aislamiento físico, prohíbe el diálogo, quebranta los lazos familiares y todo tipo de relación social.
La seguridad y defensa de una comunidad no puede definirse mediante el establecimiento de guardias gigantes en la puerta de ingreso ante la cual el paso es denegado a aquellos considerados como malhechores. Se requiere una negociación de la vida en común y la no criminalización de las diferencias residuales, luego de comprender que las acciones de gran parte de quienes hoy están en un establecimiento carcelario corresponden a dinámicas socioeconómicas feroces que requieren transformación de carácter estructural.
Afrontar la crisis carcelaria implica también una reconstrucción de las formas de relacionamiento con quienes se encuentran privados.as de la libertad. Lo anterior, con el fin de contra atacar la segregación social y la delincuencia que este modelo genera, en oposición a su fin resocializador. Ejemplo de ello son iniciativas como las lideradas por la Fundación Acción Interna cuya misión se basa en creer en las segundas oportunidades. Para que lo vean con sus propios ojos, y si se encuentran en la ciudad de Cartagena, les invito a que vayan a la cárcel de mujeres de San Diego. Allí, esta Fundación promueve la reconstrucción de las relaciones entre las mujeres privadas de la libertad con la población no carcelaria, siendo las primeras quienes cocinan y atienden uno de los restaurantes más conocidos de la zona al día hoy. Por cada dos días de trabajo, obtienen una reducción de su pena. Este tipo de espacios son aquellos que entrevén y potencian las similitudes para apreciar la diferencia y edificar a partir de ello.
Con todo, un Estado que garantice la dignidad del ser humano y la democracia no puede ser un caldo de cultivo para la hostilidad, la exclusión, la aversión y el repudio de la otredad.
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