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Hace algunos días Colombia+20 de El Espectador presentó la más reciente medición de percepción ciudadana sobre la paz elaborada por el PNUD. El informe es muy interesante y sus resultados deberían servir de insumo para hacer ajustes en la implementación del Acuerdo y en las negociaciones en marcha. De los muchos temas que trata esta medición, hay uno que llama poderosamente la atención: solo una de cada cuatro personas estaría cómoda teniendo a un excombatiente como vecino. El dato es desalentador, pero lamentablemente no es nuevo. En las encuestas de cultura ciudadana que se hacían en Bogotá hace un par de décadas, por ejemplo, la gente prefería tener como vecino a un político corrupto o aún mafioso que a un desplazado o a un desmovilizado. Parece ser que en Colombia nos seguimos moviendo en un relativismo moral que acomodamos dependiendo de nuestros intereses.
Ahora bien, datos como estos también reflejan lo poco que se ha trabajado por construir la reconciliación en el posacuerdo. Pareciera ser que, de alguna manera, bastante ingenua, se asumió que la reconciliación “vendría por añadidura” una vez firmado el Acuerdo. Es así como, ninguno de los gobiernos que han tenido a su cargo la implementación, ha adelantado una política seria en términos de reconciliación. La palabrita se usa en muchos discursos, se expresa como necesidad y como aspiración, pero luego de invocar la reconciliación, seguimos actuando al mejor estilo que, según se dice tenía Voltaire, quien hablaba y escribía sobre tolerancia, pero estaba siempre dispuesto a “romperse la madre” con cualquiera.
¿Qué hacer con la polarización? ¿Cómo avanzar entonces en reconciliación en medio de todas estas permanentes polarizaciones? La respuesta fácil sería volver a la cantinela del deber moral, de la hermandad, del proyecto país, de que unidos somos más, etc. Todas estas han sido narrativas fallidas hasta ahora. El filósofo pragmático Richard Rorty planteó hace algunos años el concepto de provincias racionales que considero bastante pertinente para proponer alternativas a nuestra eterna confrontación. Esto en la medida que deberíamos reconocer, de una vez por todas, que no estamos de acuerdo y probablemente no lo vamos a estar nunca. Esta afirmación no es un fracaso, al contrario, el desacuerdo es vitalidad para la democracia; esto, claro está, si antes de pontificar sobre mi punto de vista correcto y el erro del otro, nos detenemos un momento para hacer un esfuerzo solo por distinguir mejor las posiciones, es decir, por lo menos tener claro en qué es en lo que no estamos de acuerdo. Eso ya sería un gran avance.
Siguiendo a Rorty, en primer lugar sería importante delimitar el alcance de la discusión política interna. Para esto es necesario desmarcar las confrontaciones de sus aspiraciones grandilocuentes, casi metafísicas, sobre quién es el portador de la verdad y valores absolutos y, ubicar esta cuestión, más bien, en términos de una discusión práctica, donde el contexto, la argumentación y el lenguaje son definitivos. En segundo lugar, está el papel de la comunidad. La racionalidad de las discusiones, aun de las pugnas y de los desacuerdos, se puede dar en comunidades de diálogo. Las posiciones de los actores no se dan en el éter, sino en medio de comunidades con realidades concretas donde siempre se puede dialogar.
En tercer lugar, se hace necesario reconocer que existen múltiples perspectivas racionales, cada una de ellas tiene aciertos y limitaciones, es difícil definir si una está por encima de otra y ese no debería ser el camino. Finalmente, está la posición pragmática como tal, en la medida que las opiniones y las posiciones políticas se deberían evaluar en función no de sus aspiraciones intangibles, sino de sus consecuencias prácticas y su capacidad para mejorar la comprensión, pero sobre todo la acción dentro de una comunidad. En este contexto, una discusión que no lleve a mejorar la acción no sirve de mucho.
Estar en una provincia racional no me hace sectario ni autista, eso debería respetarse, pero a la vez esto me pone en la obligación de comprender las características de la provincia racional del otro. No tengo que necesariamente cambiar de provincia racional si no quiero, tampoco es mi deber hacer que el otro se cambie de su provincia. Con procurar comprender la contingencia propia y la del otro sería suficiente. En Colombia esta disposición tiene mayor pertinencia, en la medida que, las polarizaciones son formas de sobre simplificar las discusiones a nivel nacional. En los territorios, en las provincias, valga el término, por lo general hay mayor disposición a escuchar, discutir y concertar con el otro. Conozco decenas de casos sobre, los que en otrora fueron enemigos políticos, incluso actores armados, que hoy conviven en el territorio y no entienden por qué los voceros de los partidos de los extremos estarían dispuestos a irse a los golpes para defender su “ideales”.
No se trata de erigir un relativismo político, ni de propugnar por un supuesto centro, sino de reconocer que cuando no nos basamos en esas posiciones político-metafísicas y le damos la oportunidad al pragmatismo, es más en lo que estamos de acuerdo que en lo que no. Tal vez no se alcance nunca el sueño de una Colombia unida, pero si en cada una de nuestras provincias, racionales y territoriales, hacemos el esfuerzo pragmático de apertura, quizá logremos dormir tranquilos sin importar a quién tenemos de vecino.