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Que las contribuciones ante la Comisión para la Esclarecimiento de la Verdad sean una oportunidad y no la mera constatación de la barbarie normalizada, depende en gran medida de la disposición de los y las intelectuales del país. Se trata de asumir en serio las implicaciones que tiene lo que se está conociendo ahora sobre lo que se ha pensado y dicho siempre. Sobre todo, de emprender la campaña que corresponde para que se amplifiquen las comprensiones nuevas contra el ruido que todo lo reduce a la polémica o la culpa.
Tomo como ejemplo las contribuciones del excomandante paramilitar Salvatore Mancuso a la Comisión, para resaltar dos consecuencias que son especialmente importantes. La primera es el giro necesario que tiene que significar el hecho de comprender la dinámica de la violencia política entre la maraña de lo que está por esclarecerse. La segunda es la consideración de la verdadera magnitud del genocidio como criminalidad de Estado.
Hay un consenso sobre la existencia de varias guerras recientes en Colombia. La guerra contrainsurgente o antiterrorista es una de ellas. La guerra del o contra el narcotráfico es otra. La mayoría de los y las intelectuales han debatido sobre el carácter de ambas. Su caracterización, sobre la que existen estudios, tesis y opiniones, ha fundamentado las políticas gubernamentales de apertura a la solución política y negociada del conflicto armado o de ataque frontal a la amenaza terrorista; de ofensiva total contra el narcotráfico en sentido amplio o de relativo reconocimiento de la necesidad de alternativas.
A pesar de los debates, el consenso incluye la afirmación según la cual, en todo caso, la guerra contra la guerrilla es la misma que contra las y los militantes, sindicalistas o dirigentes campesinos de izquierda, en la medida en que éstos, en el marco de la combinación de las formas de lucha, habrían actuado como sujetos funcionales a un bando en confrontación. La violencia política es así un derivado o consecuencia de la violencia armada, que no tiene por qué constituir un capítulo particular en los análisis, y mucho menos en las políticas públicas.
Las afirmaciones de Mancuso deben ser, en primer lugar, la invitación a un giro al respecto. Lo que va saliendo a la luz ya ha sido dicho, pero no reconocido: la guerra contra guerrillas es diferente a lo que en los años 80 se llamó “guerra sucia” y que no se ha ejercido por confusión, sino como estrategia autónoma de ofensiva antidemocrática.
Por otro lado, cuando se ha hablado de genocidio y responsabilidad del Estado, las protagonistas han sido las posiciones que dudan sobre esa tipología por falta de evidencia o temor a la exageración, reclamándose moderadas frente a sus contrarias, las extremas.
Cuando se hace el recuento de la racionalidad empresarial y de los “planes, programas y proyectos”—confesados por Mancuso— implementados para asesinar militantes de la Unión Patriótica con participación de múltiples integrantes del Ejército, la Policía, el DAS, etc., se está esclareciendo el genocidio como el producto de una empresa criminal necesariamente estatal. Y que se plantee que la responsabilidad es del Estado no significa una atribución al ente abstracto, sino el señalamiento de responsables que han hecho parte de gobiernos concretos.
Lo que se dijo antes en muchos libros, cuando no había contribuciones públicas, tiene que cuestionarse y acaso replantearse ahora. Esos momentos de contribución no pueden ser vistos solo como la excusa para una nueva pelea en un programa de opinión o como una oportunidad para la pregunta sobre si el contribuyente pidió o no perdón. El pensar mejor lo que sabemos del conflicto, y la guerra, y la violencia y las víctimas, es fundamental para que las experiencias que se están contando adquieran sentido impulsando cambios. Para eso es la verdad, al fin y al cabo.