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Llevamos un par de días hablando sobre la evaluación de los dos años de implementación del Acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC-EP firmado en el Teatro Colón a finales de noviembre de 2016. Estas evaluaciones, sin duda importantes, se han enfocado de manera casi exclusiva en estadísticas indicadoras de la existencia o ausencia de cumplimiento por las partes. Lo anterior, deja a un lado de la mesa una evaluación cualitativa de estos dos años, idónea de revelar acciones que han iniciado su itinerario “desde abajo”, sin dependencia alguna del cumplimiento de las obligaciones estatales consagradas en dicho Acuerdo y en la normativa que de este se desprendió.
Es cierto que todo Estado tiene obligaciones irrefutables en términos de garantía y protección de derechos de las personas, en principio, bajo su jurisdicción. Sin embargo, tenemos la tendencia patológica de percibirlo como un ente único responsable, aplicando las normas comportamentales de autoridad asimilable a la figura de cabeza de hogar. Esta peligrosa idea paternalista y asistencialista genera la enfermedad de “la espera al auxilio” cuya consecuencia deriva en una clara restricción de libertades y el estancamiento en el desarrollo de proyectos de vida. Ahora bien, no todas las personas ni comunidades de nuestro territorio sufren de esta aparatosa enfermedad. Hoy, más que una columna de opinión, les quiero compartir un ejemplo que laceró toda frustración y resucita la ilusión y la esperanza por esa Colombia sin armas que muchos imaginamos.
Remitiéndonos al punto 3 del Acuerdo Final, en el que se estipulan medidas de Desarme, desmovilización y reintegración de las FARC-EP, cabe decir que, sin perjuicio a la amplia experiencia de Colombia en estos procesos tanto individuales como colectivos, las limitaciones legales y administrativas afloraron desde un comienzo. Dicho esto, el 16 de agosto de 2017 se inició oficialmente el proceso de reincorporación de las FARC-EP con el fin de las zonas veredales transitorias de normalización-ZVTN y su transformación en espacios territoriales de capacitación y reincorporación-ETCR. Con todo, las zonas no estaban listas para acoger a personas que dieron un voto de confianza para reiniciar sus vidas sin un arma a las espaldas. Lo que se encontraron fueron terrenos vacíos sin ningún tipo de servicios básicos aptos para ser habitados y la poca certeza de lo que ocurriría después.
Gran parte de las personas que habitan los ETCR se han quedado a la espera gradual de la oferta gubernamental acordada; otros han salido de manera individual en la búsqueda de oportunidades migrando a grandes ciudades, tal y como millones de colombianos lo han hecho en las últimas décadas; y otros, bajo el estigma de ser disidencias y reincidentes en la violencia, han salido en comunidad para desarrollar su proyecto de vida sin darle espera a dicha oferta.
El Frente 58 del Bloque Efraín Guzmán de las FARC-EP, tuvo su ETCR en la vereda Gallo, municipio de Tierra alta en el Sur de Córdoba. Para llegar allí tuvieron que embarcarse en lancha acompañados por diversas instituciones como la misión de verificación de la ONU. Al llegar al espacio, pareciere que hubiesen embarcado en un enorme galeón que los dejó a la deriva en medio de la lucha política de titanes en el Congreso y entre instituciones gubernamentales. La solución para mantenerse a flote y poner sus pies en tierra firme, brotó poco después, no por parte del Estado sino de sus mismos miembros. Para ello, se reubicaron entre los territorios de los indígenas Embera Katio en la Serranía de Abibe, el pomposo Río la Fortuna y la rica flora y fauna que se pregunta por quienes llegan a convivir con ellos.
Así, fueron 45 ex guerrilleros, junto a sus familias, que hicieron parte de ese Frente 58, quienes han decidido reedificar sus vidas apartadas de las vibraciones y estruendos de un arma, helicópteros a su acecho y temores que muchos conocemos en películas de acción. Este excepcional caso, además de hacer evidente las trabas que ha tenido el cumplimiento del Acuerdo para la reintegración y reincorporación de los ex miembros de las FARC, demuestra que esta comunidad, alejada de los centros políticos y de toma de decisiones, le apuesta a la terminación de una guerra “que no puede ser eterna” como bien me insistió uno de sus líderes.
Pese a la estigmatización, armas absurdas que utilizamos como salida fácil para excluir y justificar la guerra, estas familias hicieron “una vaca colectiva” con los recursos de la renta mensual, para comprar las hectáreas que hoy habitan; y aunque sus recursos son mínimos y requieren de una sostenibilidad económica y alimentaria, el pasado 1 de octubre cumplieron un año de haberle apostado a la paz sin dar espera a cumplimientos estatales. A un año de fundación, al mejor estilo de José Arcadio Buendía en 100 años de soledad, han construido más de 40 casas de madera cortada con sus manos, una caseta comunitaria en donde se capacitan para poder validar la primaria y el bachillerato, piscinas colectivas para la cría de tilapia y cachama, y vías de acceso que construyen desde que sale hasta que se esconde el sol.
Estoy segura de que el sociólogo Norbert Elias podría extasiarse al ver como, en este caso, el trabajo comunitario y el deseo de recuperar años sin tranquilidad al dormir, nace como factor de cohesión colectiva.
Desde una vista al río la fortuna que imita las culebras de la zona, un cielo despejado y una neblina que renace dentro de los árboles espesos que acogen el agua que cae a cántaros a partir de las 2 de la tarde, esta comunidad no oculta su vocación campesina y su deseo de alejarse del combate tal y como lo hace la corriente del agua que los arrulla cada noche.
No cabe duda de la existencia de los mil y un riesgos para lograr la reincorporación, pues los problemas estructurales que han generado y reproducido el conflicto armado colombiano persisten. Limitaciones de recursos humanos, presupuestales, la corrupción, el facilismo, pero sobre todo el egoísmo y la apatía se constituyen como los principales obstáculos. Esta llamada paz es un proceso de largo alcance en el que tenemos un rol activo a la hora de transformar nuestras relaciones con el y con la otra. En otras palabras, la exitosa reincorporación de las FARC-EP también le corresponde a usted y a mí, iniciando desde la apertura a escuchar.
No vi asesinos, no vi criminales, no vi disidentes, solo madres, padres, niños correteando por las carreteras de piedra que la misma comunidad ha abierto para poder transitar; solo seres humanos cálidos con las ganas de asegurar alimento a sus familias, una vida digna y, sobre todo, pacífica; seres serviciales que me acogieron en sus casas con un chocolate en la mañana, con una hamaca con toldillo para evitar los zancudos que devoran a todo cachaco, con una cachama de almuerzo criada en sus piscinas que han construido de a poco con su capacidad de autogestión; solo personas con las ansias de vivir; solo personas. Uno de ellos me dijo “todo tiene que tener una memoria” y es aquí donde esta memoria de la comunidad macondiana de San José de León comienza.