¿Reinventar la Comisión de la Verdad?

José Antequera Guzmán
26 de agosto de 2020 - 09:01 p. m.

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La propuesta de reinventar la Comisión de la Verdad que viene haciendo Eduardo Pizarro (ver: ¿Debe reinventarse la Comisión de la Verdad?) merece un debate abierto. Sobre todo, amerita algunas anotaciones acerca del propósito de reconciliación nacional que, según su planteamiento, debería animar a la Comisión a escribir su informe final en un código distinto al “código de la memoria”.

La base de la afirmación general de Pizarro es un recuento de las Comisiones de la Verdad que han existido en diferentes lugares del mundo. Según él, se podría concluir que, con la excepción de Sudáfrica, la mayoría de ellas, especialmente las que se han creado en América Latina, han puesto un énfasis en la memoria que las han condenado a la intrascendencia cuando no a su instrumentalización con resultados indeseables: han sido más un campo de batalla que un escenario de reconciliación, han funcionado con las lógicas justificadoras de la propaganda de guerra, se han atribuido funciones judiciales como la publicación de nombres o han servido más para dividir la sociedad.

Esa conclusión no es completa ni justa.

Sin desconocer que ciertamente se han cometido errores importantes en diferentes países, no se puede tampoco ocultar que comisiones de la verdad citadas por Pizarro como la de Argentina, y otras que no cita como la Comisión chilena de Verdad y Reconciliación, han sido esenciales para afirmar la existencia de graves violaciones a los derechos humanos con responsabilidad estatal, lo que apoya la reconfiguración de las relaciones de poder autoritario. Gracias también a estas comisiones, el negacionismo no ha podido imponerse como se ha pretendido tantas veces y acontecimientos que son aceptados públicamente han sido reconocidos con un rango de autoridad que los saca de la marginalidad la vivencia particular para avanzar hacia su consideración como parte de la experiencia histórica de los pueblos.

Por otro lado, no es cierto que las Comisiones de la verdad mencionadas como el informe Sábato de Argentina no se hayan propuesto, a su manera, reconciliar a las sociedades. El prólogo de ese informe promovió para ello el relato los dos demonios (el demonio de izquierda contra el demonio derecha), que es todo lo contrario a la propaganda que sintetiza Arthur Ponsonby. Más bien habría que analizar por qué ese relato ha sido tan criticado como fórmula para reconciliar a la sociedad.

Tampoco lo es que Sudáfrica pueda ponerse como caso exitoso de las comisiones de la verdad en contraste con El Salvador, por ejemplo, sin considerar la profundidad de las reformas políticas de transición en un país y en el otro, y sobre todo, la ausencia en ambos casos de reformas estructurales que debieron haber terminado con la explotación y la violencia, y que son mucho más importantes para la reconciliación que la forma como se redactan los informes de las comisiones de la verdad.

La reconciliación en Colombia no debe prescindir de los costos del esclarecimiento efectivo que víctimas, jueces, periodistas o defensores de derechos humanos conocemos perfectamente, por el hecho de que haya sectores que se opongan a esa posibilidad, tanto como se han opuesto al proceso de paz mismo y al Acuerdo que creó la Comisión de la verdad. Entre otras, la Comisión tiene que significar que en el país deje de estar proscrito el llamar a las cosas por su nombre, lo que aplica para los casos de secuestro como de crímenes de Estado, genocidio o masacre.

La sociedad colombiana, incluyendo a los intelectuales, debe comprender que la reconciliación es un resultado global del proceso de paz y que la Comisión y su trabajo es sólo un instrumento enmarcado en el conjunto de la decisión transicional. Sin esta decisión o con la decisión contraria de retroceder a la guerra, cualquier Informe final resultará insuficiente para el propósito mencionado.

A la propuesta de una Comisión en “código de reconciliación” y no en “código de memoria” que hace Pizarro, yo plantearía la alternativa de un “código de democratización”, en el que las proyecciones a futuro no sean proclamas ideales, como éste propone, sino soluciones reales para la no repetición. Para empezar, que nunca más en Colombia se eliminen las garantías para la participación política, que no se trate con medidas de guerra a la protesta social, o como se acepte el carácter imperativo, sin ambigüedades, de la concentración de la tierra.

 

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