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Hay una gran tensión en las funciones que cumple el INPEC. Uno de sus funcionarios me la describió, en una entrevista, así: “Lo que pasa es que nosotros los del INPEC somos policía bueno y policía malo al mismo tiempo. Nosotros tenemos que encargarnos de la seguridad de todos, de que no haya armas, de que no haya drogas, tenemos que esculcarte y vigilarte. El policía malo. Pero también estamos encargados de la “rehabilitación”, que la gente entienda que el crimen no es el camino, y que aprendan oficios o adquieran habilidades que les sirva para la vida. El policía bueno. Y eso hace que no podamos hacer bien la rehabilitación, porque a los ojos de los PPL [personas privadas de la libertad], cuando uno es policía malo, ya no puede aspirar a ser policía bueno”.
Por rehabilitación, el guardia se refería a la función rehabilitadora de la pena. El principio de la privación de la libertad según el cual, más que un castigo, la cárcel tiene que ser un espacio para que la persona que rompe el “pacto social” (representado en las leyes) se pueda “reintegrar” a la sociedad y no vuelva a delinquir. Más allá de la tensión que pueda haber en las funciones del INPEC, o de la utilidad del concepto de “reintegración a la sociedad” (como si alguien pudiese existir fuera de esta), los procesos de reintegración efectiva son una deuda histórica con la población privada de la libertad en Colombia y una de sus principales demandas en prácticamente todos los centros penitenciarios del país.
Dos de los principales mecanismos de reintegración, el trabajo y la educación, funcionan pobremente y de manera desarticulada con las necesidades de las personas privadas de la libertad. Las oportunidades laborales en el mundo de los penados están reducidas a labores asistenciales dentro de las cárceles, como una forma de aliviar la falta de recursos del sistema penitenciario, a la vez que, de taquito, se “cumple” con la función restaurativa. Adicionalmente, las plazas de trabajo son escasas y son mediadas por el tráfico de influencias de los caciques o plumas, los jefes de los patios y quienes imponen las reglas, así como del guardia ocasional que “vende” el cupo.
Los procesos educativos, por su parte, son aún más escasos y dependen de la infraestructura física y la capacidad logística de cada centro penitenciario, por lo que en pocas ocasiones se cuentan con suficientes computadores o conexión a internet para quienes avanzan en carreras técnicas o profesionales; o profesores para quienes validan su educación básica y secundaria.
Tomar las banderas de la población carcelaria es una lucha costosa que pocos políticos y organizaciones de la sociedad civil están dispuestas a enfrentar. En últimas, en el imaginario de una buena parte de la población colombiana, pocas (o ninguna) deberían ser las garantías que debería recibir una persona que rompió la ley. Las carencias, los abusos y, en general, una vida indigna son parte del “castigo” que deben enfrentar “a ver si así aprenden”. Sin embargo, ya es hora de que las personas privadas de la libertad dejen de ser atendidas por “policías malos”, es decir, los funcionarios especializados en mantener el control y la seguridad de los reclusos, y tengan más acceso a “policías buenos”: profesionales en distintas áreas del cuidado físico, psicológico y emocional, a los cuáles se les permita (y se les financie) el trabajo psicosocial y educativo con los presos.
Por el diseño de ascenso del INPEC, la organización cuenta con miles de profesionales en distintas áreas: abundan los abogados, psicólogos, trabajadores sociales y pedagogos. Sin embargo, el área de tratamiento en cada cárcel suele estar reducido a un pequeño grupo de salones con decoraciones noventeras y pupitres vacíos y muy rayados, junto una sala con unos cuantos computadores, donde tres guardianes reclutas se aseguran de que unas pocas personas privadas de la libertad estén en clase o en un requerimiento judicial de última hora.
Urge hacer un mejor uso de las capacidades con las que ya cuenta el INPEC para transformar la vocación de tratamiento en la institución. Dos cambios sencillos podrían tener un gran impacto en la población privada de la libertad. Uno, fortalecer los vínculos ya existentes con instituciones educativas, como el SENA, universidades regionales y a distancia, para masificar la cantidad de cupos ofertados. Y dos, integrar las ofertas de trabajo con la formación técnica en oficios, como las personas privadas de la libertad que trabajan en los “ranchos” (la cocina de cada patio), y quienes podrían estudiar gastronomía, por poner tan sólo un ejemplo.
El “policía malo” cumple una función fundamental. La seguridad y el control de los patios son actividades necesarias y sobre estas se erigen los centros penitenciarios. La labor del INPEC, sin embargo, no tiene porqué restringirse únicamente a ello. Entre más se diversifique y se abogue por un tratamiento efectivo, nos alejaremos más de las cárceles como un LinkedIn de la delincuencia y más al espacio rehabilitador que, en principio, debería ser.