Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La operación Marquetalia y Riochiquito en la década de los sesenta triangula la disputa de gobernadores, comandantes del ejército, políticos nacionales y agencias estadounidenses orientados a desplazar unas familias campesinas de territorios codiciados. El destino de estas termina siendo fundar pueblos, caseríos y ranchos que cruzan las cordilleras hasta la selva. Su persecución entraña la imposibilidad de asentarse en la propiedad de la tierra y de producir; se convertirán en guerrillas.
60 años después la historia nos susurra al oído. En un hito histórico innegable, la firma del punto 4 “solución al problema de las drogas” plantea un nuevo tablero de ajedrez para resolver una de las cuestiones agrarias más importantes del país: domesticar la violencia en el mercado agroexportador de la cocaína. Competir contra un negocio que no exige grandes extensiones de tierra y que - salvo excepciones como está ocurriendo actualmente- asegura mercado, un ingreso básico, no es fácil, más cuando el modelo económico legalizado imperante tiene como objetivo debilitar la producción campesina.
Sin abandonar su carácter prohibicionista, el acuerdo asentó sus bases en la transformación rural integral que tenía como condición la reforma rural integral, reconoció la necesidad de la participación campesina y la urgencia del tratamiento penal diferenciado de los pequeños cultivadores. A pesar de lo firmado, el gobierno promulgó la resolución que mantuvo objetivos de disminución de hectáreas de coca bajo la estrategia de erradicación forzada.
Como si fueran cientos de mini operaciones Marquetalia o Riochiquito, las erradicaciones forzadas se multiplicaron durante la presidencia de Juan Manuel Santos. Posteriormente, Iván Duque lo desfinanció y le montó programas paralelos. Ambos se equivocaron en reducir la transformación rural integral en una estrategia de sustitución como la del Plan Colombia basada en asistencias condicionadas precarias, reproducción de injusticias jurídicas como la suspensión de cultivadores y la simple y llana destrucción de la economía familiar campesina tras la erradicación voluntaria en estos territorios. Para ellos no hubo transición.
Los comentarios de campesinos cocaleros en sur y occidente del país tienen varios puntos en común. Ahora se está pagando muy barato la pasta base y los insumos están muy caros. En algunas partes se vende oxidada y mercados como los de la panela o el coco entraron en franca crisis por bajos precios, lo que incentivó la coca. La implementación no fue concertada, ni gradual, se firmó una cosa y se implementó otra. Todo fue insuficiente, las restricciones de la Ley 2a no permitieron acceder al programa a mucha población en la Amazonia, hubo sobrecostos en los bienes que daban en el programa y que tenían mala calidad.
En otra conversación, crítico lo que firmaron en el punto 4 y un campesino del sur me contradice y lo defiende porque él, insiste, participó en su diseño, en su construcción y pedagogía, y cree con toda la convicción que está muy bien hecho. Me cuenta que vivía muy bien de la coca pero le apostó a los acuerdos y en seis meses de inscrito en el programa, no tenía ingresos. Le tocó jornalear por todo el país y en este momento no quiere saber nada del PNIS. En el Caquetá, un representante campesino afirmó que entre el 30%-50% de sus vecinos se desplazaron a otras regiones tras la crisis que detonó el PNIS y su incumplimiento. La insatisfacción es generalizada, en otro taller para plantear alternativas a la coca fueron claros y contundentes, “no queremos PNIS, ni mejorado ni renegociado”.
En Putumayo mucha gente desde un principio desconfió y no se suscribió al programa, y los que se suscribieron se vieron perjudicados. Las erradicaciones fueron repelidas con cercos humanitarios que se convirtieron en batallas campales asimétricas: la gente se llamaba de una vereda a otra, se hablaba, se conocía, comunicaba y defendía. Mientras la disputa aumentó, las fallas de la reincorporación se sumaron al caldo de cultivo. Nuevos y viejos combatientes y la urgencia de regular los precios, contratos, pactos y actores de un mercado que no se acabó, fortaleció la legitimidad de la regulación armada de esta economía. Algunas bases campesinas cocaleras cambiaron, otras encontraron nuevos líderes, y como ellos afirman “la sustitución lo que hizo fue aumentar los cultivos de coca”. Después de contar la historia de cómo llegaron a ser una organización campesina, alguien afirmó que “sentía admiración por la lucha ahí, no se dejaron enredar con los programas como nosotros”.
Los campesinos cocaleros son actores económicos y la posibilidad de su reproducción depende de que logre sacar la pasta base. Por ningún lado en los acuerdos de la Habana se habla del gremio campesino cocalero y aún las recomendaciones de gran parte de grupos expertos los excluyen de la organización de la Conferencia Global de drogas que propone el punto 4. Sus conatos de levantamiento, organización y tránsito armado solo son entendidos como temas de “narcos”, “peleas por rutas y corredores”, grupos multicrimen lo que impide entender que es más complejo, es la economía política del hambre y la guerra.
La proyección del futuro de los actores armados se juega en estos ríos y selvas, que no es solo una pelea por las finanzas sino también por la legitimidad, por el agua del pez diría la contrainsurgencia, por supuesto no sin dosis de arbitrariedad. En el PNIS el país se jugaba la necesidad de parar la guerra, pero la terminó de prender en muchas regiones del país, como la que tiene en este momento rodando imágenes escalofriantes de cuerpos de combatientes de los Comandos de Frontera después de un asalto por parte del frente Carolina Ramírez con unidades de los frentes Armando Ríos y Jorge Suárez Briceño.
60 años después podemos responder que la disputa por la posibilidad de vivir de la tierra y las respuesta a las prácticas violentas del Estado siguen siendo detonadores de resistencia y persistencia de las violencias. A la actual guerra que se sufre en el sur del país se suman los Estados Unidos buscando absorber las bases campesinas; el relanzamiento de la política “holística” de drogas financiada por USAID con anuencia del Ministerio de Justicia del gobierno de Gustavo Petro traerá un gran monto de dinero para el desarrollo alternativo y también componentes como la formación de policías encargados del tema de seguridad rural por una agencia de ese país. Esto enfrentará a todo el país- campesinos, gobierno, líderes- a nuevos dilemas y pone en tensión “la paz total” que, como la historia ha mostrado, exige parar las múltiples violencias en forma de erradicación, exclusión económica, de injusticias jurídicas, de la estigmatización o de incumplimientos enraizados en la prohibición de las drogas y el raquítico desarrollo rural del país.
*Investigadora del Centro de Pensamiento A la Orilla del Río.