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Hace un año, mientras regresaba a Bogotá en un vuelo nacional, escuché una conversación, bueno, conversación es un decir, se trataba del reclamo de uno hacia la otra: ¿No entiendo por qué revisas mi whats app? Respuesta: ¿Acaso no eres mi novia? O ¿es que me escondes algo?
Una profesora de universidad, le controla hasta el suspiro a su pareja; la hija de una amiga, permite que su novio revise su celular para no tener problemas y recientemente, mientras caminaba por La Candelaria, una pareja discutía: Ella le dijo: ¿Entonces quieres revisar mi celular?. Él con toda frescura dijo: “Pues sí, me quedaría más tranquilo”
Estos episodios me recordaron escenas vistas y escuchadas cuando el celular no existía e historias contadas por una y otra o uno más otro. El problema desde luego no es el celular, no es del Facebook, ni…no es la tecnología. Son relaciones posesivas, de dominación, son…un ejercicio de poder.
No cabe aquí el número de libros leídos o títulos acumulados, no vale ser de izquierda, de derecha o da igual si se hace llamar de centro, si es ingeniero, mecánico, abogada o un conocido político. Es una forma violenta de relacionamiento, es un paso para “salirse de los chiros” y transitar a otras manifestaciones que podrían ser violencia verbal, psicológica, física, porque la emocional ya la está ejerciendo.
Es preocupante que personas jóvenes estén repitiendo esquemas de comportamiento que admiten hombres y mujeres, que asumimos en el día a día pero que poco importan o parecen poco visibles ante necesidades mayores como la falta de agua en Buenaventura, carreteras en Chocó o el lastimoso pago a maestros y maestras.
Y, ¿será que este relacionamiento tiene que ver con el conflicto armado? Háganme el favor y no echemos todo en el mismo costal. Es cierto que dentro de unas condiciones sociales y políticas de violencia generalizada existe una mayor probabilidad para esconder otras formas de violencias, normalizamos, naturalizamos acciones, términos, dichos, chistes excluyentes; aprendemos la estética como la impuesta por el narcotráfico y la música melosa o popular con sabor a despecho en la que todo vale y el macho reaparece en todo su esplendor con el desengaño como pretexto.
Con este panorama, preocupa toda la juventud que pronto entregará sus armas. Las relaciones dentro de la guerrilla no son tan distintas a las que vemos en las calles de Bogotá, Medellín o Cartagena. Pueden ser más, o menos sutiles pero siempre con el sabor patriarcal que nos da esta cultura que, aunque a veces nos parece que cambia, en otros momentos parece que sigue igual.
No es suficiente que los Acuerdos tengan el debatido enfoque de género en sus 307 páginas, precisan de herramientas pedagógicas y acompañamiento en su cotidianidad para irse desprendiendo no sólo de sus aprendizajes como guerreros o guerreras (dentro del concepto de guerra) sino de los sellos autoritarios que deja la vida militar, del sentido de poder de quien tiene el mando y que se transmiten en las relaciones de parejas, amigos o amigas. El enfoque de género va mucho más allá de lo que nuestros ojos ven, más allá de la palabra y muy en el centro, sí, el cómo me relaciono, cómo manejo mi independencia y cómo admito la de la otra persona.
Juventud, gente adulta, precisamos de otra mirada, otro sentir para las relaciones interpersonales, de pareja, amistad, padre, madre…podemos hacerla desde el respeto, la igualdad, la inclusión, la diferencia, la independencia, la autonomía. Es una recomendación para usted y para mí. La paz se construye en el día a día y en la vida cotidiana y posiblemente mañana no tengamos que asistir a la degradación y corrupción de instituciones, políticos, de personas o sectores de la sociedad.
No le tengamos tanto miedo a la palabra revolución que se puede hacer mientras construimos la paz, el cambio de raíz de valores rancios que han alimentado la desigualdad. Hagamos la paz pero llenémosla de contenido.