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La reciente investigación de la FLIP que denunció el falso ataque cibernético que usó el Ministerio de Defensa para justificar una nueva estrategia de ciberpatrullaje dejó claro que nuestra información, la de cualquier ciudadano, publicada en redes sociales se ha convertido en objetivo primordial para la fuerza pública.
Son ya varias las denuncias que han mostrado cómo militares y policías husmean en fotografías, post e interacciones entre usuarios recogiendo enormes volúmenes de datos. Pero,¿no es peligroso que un Estado, que insiste en justificar el uso de la violencia de sus agentes en la persecución de un supuesto ‘enemigo interno’, disponga como le dé la gana de la información sobre nuestra vida personal y nuestras opiniones?
En varias ocasiones, los voceros de turno de las instituciones vinculadas en las denuncias han salido a defender estas prácticas, señalando que es información pública que han puesto los mismos ciudadanos en sus redes y por lo tanto no es un ejercicio de espionaje que viole la privacidad de nadie. Pero es evidente que nos convierte en objetivos de vigilancia y nos gradúan de sospechosos de siempre, simplemente por cuestionar públicamente las políticas de gobierno. Lo más grave, es que estas mismas entidades han sido muy poco claras sobre el uso que les dan a estos datos.
La investigación de las carpetas secretas, publicada por el periodista Ricardo Calderón el año pasado, expuso esta práctica por parte del Ejército, con información de más de cien personas, entre los que se encontraban cerca de 40 periodistas, incluida toda la redacción del medio Rutas del Conflicto, el cual tengo la fortuna de dirigir.
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Lo poco que se sabe de este caso, permite entender qué hacen con la información de nuestras redes sociales: ‘perfilarnos’. En otras palabras, seleccionar información puntual de nuestras cuentas para construir, con un peligroso sesgo, el perfil de lo que estos militares o policías consideran, un potencial enemigo del Estado.
¿Es acaso esta información artificial, construida con propósito particular, la cuota inicial de lo que se conoce como un ‘falso positivo judicial’? ¿En algún caso, estos ‘perfiles’ van a dar a la Fiscalía para abrirle una investigación a estos ‘potenciales enemigos del Estado’?
Si es así, es una situación muy grave. Históricamente, desde distintas fiscalías se han abierto procesos por terrorismo contra periodistas, líderes sociales y otros actores sociales que no han conducido a ninguna parte. Luego de un par de años de cárcel, salen por vencimiento de términos, sin que se les haya comprobado culpabilidad alguna, pero sus vidas y sus reputaciones quedan profundamente afectadas, señalados con un estigma imborrable.
Por ejemplo, esta semana fue dejado en libertad el líder social de Arauca, José Vicente Murillo, luego de pasar dos años en la cárcel. La Fiscalía lo acusaba de rebelión y de tener vínculos con el ELN, pero nunca mostró pruebas sólidas ante un juez, por lo que el proceso llegó a vencimiento de términos.
Cuando Murillo fue capturado, la noticia se publicó en varios medios nacionales y regionales. Su libertad, la semana pasada, apenas fue referenciada en redes sociales, por un par de organizaciones no gubernamentales de Arauca.
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En las últimas semanas la Fiscalía capturó a más de 200 personas acusándolas de terrorismo, en relación con las protestas del paro nacional, entre abril y junio de este año. Como periodistas, hay que revisar en detalle las pruebas que presenta la entidad en estos procesos y, especialmente, su relación con estos ‘ciberpatrullajes’ promovidos por el ministro Molano.
Con las capturas, muchos medios abren los micrófonos de los funcionarios públicos que dan por sentada la culpabilidad de los detenidos, sin cuestionar siquiera las pruebas y la manera cómo las obtuvieron.
Los ‘ciberpatrullajes’ se convierten en una grave amenaza contra la libertad de expresión. ‘Stalkear’ opositores para graduarlos de enemigos del Estado es una práctica más que sigue limitando las condiciones de esta democracia tan maltrecha.