Universidad, conflicto y polarización

Columnista invitado
12 de julio de 2017 - 05:31 p. m.

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Por: Juan Sebastián Pacheco Jiménez

¡Reforma universitaria inminente! ¡Reforma a la educación ya! Algo está claro y es que la enseñanza en Colombia no va por buen camino. Más allá de las discusiones sobre presupuesto, infraestructura, reforma salarial, marchas de maestros, calendario escolar e incluso contenido pedagógico, estamos siendo, en términos generales: mal educados. La Ley 1732 de 2015 que implementa la Cátedra para La Paz  en Colombia, lastimosamente ha sido ignorada e insuficiente.

Por supuesto no comparto las tesis, socialmente aceptadas, que señalan que “Colombia es el país más violento del mundo” o que “aquí la gente es agresiva por naturaleza”. Estas conductas, naturales y generales de la humanidad, por supuesto,  no son endógenas de nuestro país, empero, tras poseer uno de las confrontaciones más largas del hemisferio occidental y una sucesión permanente de guerras y conflictos que son rastreables hasta la fundación de la República, si conviene reconocer, que tenemos una propensión a la violencia y al odio. No hay que ocultarlo, hemos sido educados para mostrar fuerza a partir del ataque. Entonces solo nos queda aceptar esta realidad, hacer un alto en el camino y adoptar  las medidas necesarias  para desarmar la palabra.

Nuestro país tiene profesionales bien formados, somos una sociedad que se preocupa por educarse y que evidencia mejoras constantes en las tasas de acceso y calidad de la educación universitaria, bien sea por la conciencia de formación personal o por la apremiante necesidad de no quedar relegado en el escenario laboral, lo cual nos ha llevado ante un auténtico frenesí educativo.

Recordemos que los programas académicos desde la escuela se concentran en la enseñanza de química, biología, cálculo, física y en general un cúmulo de saberes adscritos a las ciencias puras que terminan por eclipsar a la educación en humanidades, es por ello que hoy presenciamos perfectos eruditos, quizás la generación mejor formada en la historia del país. Diariamente se gradúan excelentes ingenieros, abogados, economistas y en general buenos profesionales, sin embargo, esto no nos libra de ser una sociedad de malcriados y, en general, de contar con una mala formación para la vida en sociedad.

La universidades públicas y  privadas, hoy son centros de estigmatización: unos por “guerrilleros” otros por “corruptos”, gradúan seres humanos incapaces de tener conciencia por el otro. Paradójicamente el cáncer de nuestra compleja sociedad proviene de la falla en el más sencillo y básico de los saberes: el de los valores. Basta ya de tener cientos de expertos y  millones de pésimos seres humanos. Volvamos a lo elemental.

La civilización es un sofisma que nos ha conducido a ser más incivilizados, develando una realidad de a puño: vivimos una actualidad de odio, insensibilidad y polarización en nuestro país. ¡Basta de divisiones y polarización! Busquemos un recorte en  erudición y un aumento en pedagogía para la construcción de sociedad.   

Si no hay reforma corremos el riesgo de caer en otras cinco décadas de conflicto, una espiral que no tiene fin, en los campos y en las ciudades producto de la violencia existe un inmenso grupo de personas que su único saber está en la conducción de la guerra y en el ostentar poder por medio de las armas, por lo tanto, si no hay una verdadera mutación hacia la cultura de la paz, el porvenir no cambiará. Es una autentica carrera entre dos culturas: la de la ilegalidad y la de la paz.

No más reformas académicas a medias, campañas de culturización efímera y políticas gobiernistas,  detengamos los cambios mediocres.  Requerimos transformaciones a profundidad, responsables y de Estado, propugnemos  por un gran pacto social que solucione este problema de raíz, una  autentica transformación cultural.  

Esta oportunidad que nos lega el proceso de paz, con sus virtudes y limitaciones, debe ser aprovechada, para trasegar en la senda de la reconciliación. Por nuestra historia y legado Colombia debe iniciar un proceso para constituirse en la sociedad más pacífica de Latinoamérica. Si no hay cambio todos seremos cómplices. Las generaciones futuras nos juzgarán con el mismo rigor que nosotros evaluamos a las precedentes: como incapaces y cavernícolas que no supieron construir un país diferente.

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