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Una de las personas que, de lejos, más puede hablar sobre interrupción voluntaria del embarazo en zonas de conflicto armado en Colombia es la enfermera Natalia Díaz, quien apoya la coordinación médica de la organización Médicos Sin Fronteras. Para adentrarse al tema, uno de los casos que recuerda es el de una niña migrante de 14 años que residía en Arauca. La menor enfrentó un embarazo no deseado tras ser víctima de trabajo infantil y de acceso carnal abusivo por parte de su “jefe”, un hombre mayor de edad que la amenazó con perder el “empleo” si no accedía. Díaz explica que la menor ya había tenido intentos de suicidio, se había golpeado en múltiples ocasiones el abdomen y manifestaba signos de depresión.
Su caso se dio antes de que la Corte Constitucional, el pasado 21 de febrero, despenalizara el aborto hasta la semana 24 de gestación. En ese momento en Colombia aplicaban todavía las tres causales: cuando existía acceso carnal violento, transferencia de óvulo fecundado o inseminación artificial no consentida; cuando existía grave malformación del feto, y cuando había un riesgo para la salud física y mental de la mujer. “En el caso de esa niña, a pesar de que había un claro abuso desmedido de poder de quien la embarazó, no aplicaba para la causal de acceso carnal violento porque le pedían la denuncia y, por seguridad, ella prefirió no hacerlo, así que apelamos a su salud mental por todos sus antecedentes”, explica Natalia Díaz, quien asesoró el caso.
Sin embargo, las barreras para acceder al aborto, aun en una de esas causales, eran latentes e injustificadas. “Nos decían que el certificado de psicología y psiquiatría que entregamos en Médicos Sin Fronteras no servía y que la IPS tenía que realizar otro. En algunos casos les decían a las mujeres que no tenían ningún problema de salud mental, sino que solo estaban confundidas”, menciona. Para que esa menor de edad pudiera realizarse el procedimiento tuvieron que trasladarla hasta Bogotá, donde fue atendida por Profamilia. “Lejos de lo que la gente se imagina, ella manifestaba que sí quería ser madre, pero no en ese momento de su vida ni de ese hombre”, señala la enfermera.
Justamente la decisión de la Corte Constitucional que despenaliza el aborto hasta la semana 24, es una respuesta a niñas y mujeres de zonas rurales y/o históricamente afectadas por el conflicto armado, cuyo acceso a la salud es mínimo o deben enfrentarse a muchos obstáculos. “En esos territorios el escenario es distinto. La gente no planifica en zonas rurales porque sencillamente no tiene cómo, no hay acceso o no sabe de eso. Hay poblaciones que quedan a ocho horas en lancha de una cabecera municipal y las brigadas de salud pueden llegar una vez al año, si mucho”, comenta.
Para dimensionarlo, la enfermera pone como ejemplo el caso de una mujer en Tumaco (Nariño) que quedó embarazada de su entonces pareja, un hombre que integraba un grupo armado. “Esa mujer sabía que tener un hijo con una persona como él era un riesgo, porque iba a estar inmersa en una situación de violencia adicional, ya que podrían tomar algún tipo de retaliación contra ella si llegaba a tener ese bebé”. Su caso también fue acompañado por Médicos Sin Fronteras, que desde 2015 ha asesorado interrupciones voluntarias del embarazo a mujeres en zonas con presencia de actores armados como Arauca, Norte de Santander, la Costa Pacífica nariñense, Guaviare y Valle del Cauca.
Diana Guzmán, subdirectora de Dejusticia y participante en 2015 de la realización del informe “El ejercicio de la interrupción voluntaria del embarazo en el marco del conflicto armado”, explica que aunque en todo el país hay obstáculos para acceder al procedimiento, en un contexto de guerra estas barreras se acentúan y se imponen obstáculos adicionales, bien sea por el tipo de órdenes de los actores armados o por las características culturales de esos territorios. En su análisis hace énfasis en que los altos índices de impunidad en contextos de conflicto y las limitaciones de movilidad son otras de las barreras más visibles para acceder a las interrupciones voluntarias al embarazo. “Eso sin contar que en algunos territorios rurales el personal médico no está necesariamente informado de la regulación del aborto, que además se mezcla con la posibilidad que tienen de objetar conciencia”.
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Una de las conclusiones de ese informe es que la educación sexual y reproductiva sobre estas comunidades debería priorizarse, sobre todo en grupos étnicos que suelen tener creencias culturales o religiosas que van en contravía de este derecho. En ello concuerda Remedios Uriana, lideresa feminista wayúu y quien desde La Guajira ha abanderado esta causa. “Hablar de aborto en una comunidad indígena es como hablar del pecado para nuestras autoridades, pero para nadie es un secreto que nuestras ancestras siempre han practicado abortos desde hace muchos años a través de plantas medicinales”, detalla.
Remedios se convenció de que la lucha por la despenalización del aborto en Colombia debía tener enfoque étnico, cuando empezó a conocer y a documentar casos de niñas y mujeres indígenas que -por no tener las condiciones económicas para tener un bebé o simplemente por tratarse de un embarazo no deseado- han recurrido a quitarse la vida. “Hubo una niña de 14 años, que era compañera de mi hija, que quedó embarazada en la ranchería. Cuando le contó a su mamá, ella le respondió que no tenía forma de alimentar una boca más. Varios días después, esa niña se suicidó”, cuenta, agregando que ese ha sido uno de los casos que más le ha impactado no solo como mujer, sino como madre.
La lideresa denuncia que, en algunos centros de salud de La Guajira, las mujeres que han intentado acceder a un aborto seguro son obligadas a consultar su decisión con la autoridad indígena que, en la mayoría de los casos, son hombres. Eso, además de la estigmatización social y el señalamiento que puede conllevar en algunas comunidades haber decidido interrumpir un embarazo. “Colombia tiene un reto con hacer cumplir la decisión de la Corte Constitucional y hacer valer los derechos individuales de la mujer, sobre todo en comunidades indígenas como esta, para que el personal de salud entienda que estas decisiones no deben consultarse con nadie más que con la mujer gestante”, asevera.
Para hablar sobre salud sexual en comunidades étnicas, Remedios Uriana necesariamente tiene que referirse a una práctica ancestral, propia de los indígenas, y es el encerramiento. Cuando una niña vive su primera menstruación, las mujeres de su familia por tradición la aíslan de la comunidad en su habitación y se dedican durante un periodo de tiempo que puede ser de seis meses a un año, a enseñarle los roles de las mujeres en la comunidad: aprende cómo hacer artesanías, cómo cocinar, cómo mantener un hogar y se enseñan métodos anticonceptivos con plantas medicinales, “pero a esa practica del encierro le hace falta hablar sobre nuestros derechos sexuales y reproductivos, hace falta hablar sobre el aborto y sobre los riesgos de intentar una interrupción del embarazo sin garantías médicas”, reconoce.
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Lo dice porque, aunque es fiel defensora del gobierno propio y las tradiciones culturales de su comunidad, en 2020 vio parir a una niña de 14 años de su ranchería que había sido embarazada por su padrastro mientras cuidaba a sus hermanos menores cuando su madre trabajaba como empleada doméstica en Maicao (La Guajira) para sostener a su familia. “Ella tuvo una maternidad forzada. Intentó abortar, le dieron plantas medicinales y pastillas en la comunidad, pero se enfermó, estuvo varios días hospitalizada y en riesgo de ser judicializada”. No lo logró y a sus 16 años es madre de un bebé de 2 años de su padrastro.
Criminalizadas por abortar
En Colombia, hasta el año pasado, había 5.737 mujeres con casos activos en la Fiscalía por del delito de aborto. En etapa de indagación había 4.754 casos, 346 mujeres en etapa de investigación preliminar e instrucción, 450 más en ejecución de penas y 102 en juicio. Apenas 11 lograron la terminación anticipada del proceso judicial, lo que significa que acordaron con la Fiscalía la sanción que pagarían por el delito. En el mejor de los escenarios, esa posibilidad podría descartar la cárcel como pena, pero en otros casos simplemente se negocia la condena.
La organización Causa Justa por el Aborto, el movimiento que presentó la demanda que logró la despenalización parcial del aborto en Colombia, presentó un informe titulado “La criminalización del aborto en Colombia”, que expone que San Andrés y Providencia, Quindío, Amazonas, Casanare y Boyacá son los departamentos donde hay más judicializaciones por cada 100.000 mujeres. El 21,1 % de todas las investigaciones en el país por este delito son contra menores de edad, dice el documento. A pesar de eso, según la abogada Mariana Ardila, de la organización Women’s Link Worldwide, el 43 % de las mujeres que aparecen como investigadas por aborto, también lo están como víctimas de otros delitos, según la Fiscalía. “Eso quiere decir que esas mujeres que están siendo investigadas por abortar y que son criminalizadas, casi la mitad de ellas han sido víctimas -con denuncia- por violencia intrafamiliar, violencia sexual u otro tipo de violencias”.
Sumado a eso, en regiones como la Pacífica, en la que hay presencia de grupos posparamilitarismo, disidencias de las Farc, guerrilla del Eln y bandas criminales como La Local, “el 40 % de las mujeres que han intentado acceder de forma insegura los abortos en esa zona han tenido complicaciones de salud por esa decisión”, como denunció Mariana Ardila, que también señaló que según el informe de Causa Justa, cuando hay judicialización a mujeres que abortaron de forma insegura, en menos del 3 % de los casos se abre algún tipo de indagación o investigación contra los sitios que prestan ese servicio, “entonces la persecución es contra las mujeres, no contra el negocio de los lugares de aborto inseguro”.
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Las barreras para acceder al aborto
A pesar de que no es posible saber cuántos de esos casos ocurrieron en zonas de presencia de actores armados, Liliana Ortiz Coral, de la Dimensión de Derechos Sexuales y Reproductivos del Instituto Departamental de Salud de Nariño, asegura que en la Costa Pacífica nariñense, en municipios como Tumaco, Barbacoas, Ricaurte y Policarpa, “las mujeres víctimas de violencia sexual no tienen las garantías de seguridad para denunciar que fueron violadas o abusadas, menos cuando se trata de un actor armado. Llegar a una institución de salud a decir: soy víctima del conflicto y fui violada sin ningún documento formal no es ninguna garantía para que ellas pueden acceder al aborto, así estuvieran dentro de la causal”.
Liliana advierte que en muchos casos, cuando las mujeres han decidido denunciar, por alguna razón esa información se filtra a los actores armados y terminan siendo doblemente victimizadas. Por eso, reconoce que uno de los desafíos como entidad territorial de salud pública es capacitar al personal médico de esos territorios para que las mujeres puedan acceder a las interrupciones del embarazo sin mayores obstáculos y, sobre todo, con garantías de acompañamiento médico y psicológico.
Juliana Puerta, psicóloga clínica de Médicos Sin Fronteras, señala que la decisión de interrumpir un embarazo no es sencilla para ninguna mujer por múltiples razones, incluyendo los prejuicios sociales y morales. “Las mujeres en zonas rurales apartadas, que suelen coincidir con zonas de conflicto, frecuentemente tienen poco o nulo acceso a métodos de planificación, muchas viven en contextos donde su voluntad está sometida a la del hombre y esto supone en muchos casos relaciones sexuales no consentidas. Son mujeres abandonadas por sus parejas con varios hijos y expuestas a situaciones de violencia y control social que existe por los actores armados. Eso, además de la violencia simbólica que puede llegar a ejercerse por los señalamientos de la decisión”.
Puta”, “fácil”, “por andar abriendo las patas por ahí”, son algunos de los insultos que Remedios Uriana ha oído sobre mujeres wayúu que toman esta decisión. Para la psicóloga ese tipo de riesgos psicosociales pueden conllevar a tener trastornos de estrés, ansiedad, depresión y estrés postraumático. “Las mujeres en zonas de conflicto armado no solo se enfrentan con las barreras que viven todas las mujeres para acceder a servicios de salud mental, sino que también viven las barreras geográficas, estructurales e institucionales que no facilitan los procesos de acceso en el menor tiempo posible”.
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Aunque antes del 21 de febrero en el país estaba en vigencia la sentencia C-355 de 2006, que era la que regulaba las tres causales permitidas para abortar, en zonas de conflicto armado donde usualmente hay comunidades étnicas y campesinas hay una barrera lingüística y de alfabetización poco abordada. La enfermera Natalia Díaz cuenta la vez que tuvieron que sacar a una mujer indígena del departamento de Guaviare hacia Villavicencio para que se le realizara la interrupción del embarazo bajo la causal de salud física y mental de la gestante, en compañía de una traductora de su lengua indígena para que pudiera ayudarle en el proceso.
“Esa mujer no sabía hablar español y el personal médico no está capacitado para recibir a esa población, entonces a ella la tuvo que acompañar otra mujer de su comunidad que sí entendía el idioma y nos contó que antes de autorizar el proceso fueron obligadas a entrar a una sala de parto con otras mujeres y a escuchar la frecuencia cardíaca de su propio feto. A ella le dijeron que después del aborto debía encargarse del cuerpo del bebé y conseguir el servicio funerario por su cuenta porque la “asesina” era ella”.
La discusión de fondo para las organizaciones en los territorios ahora mismo no es solamente sobre la aplicación de la sentencia de la Corte Constitucional en zonas afectadas por el conflicto armado, sino empezar a cerrar las brechas de desinformación y apostarle a la política pública integral sobre salud sexual y reproductiva a la que la misma corte exhortó. Natalia Díaz está convencida de que “esta decisión, en el fondo, tiene que ser sobre todo para ellas, para las mujeres rurales que ni siquiera con causales pudieron acceder a su derecho al aborto seguro”.