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Desde hace décadas, cada semana, alguna comunidad en Colombia entierra a uno de sus líderes. Son asesinatos que en las ciudades suelen pasar desapercibidos, pero en los territorios nunca se olvidan ni se superan: crean zozobra y miedo, llevan a desplazamientos forzados, frenan procesos y ralentizan o lapidan reclamaciones. Entre 2002 y 2022, las organizaciones de derechos humanos denunciaron el asesinato de más de 9.130 de ellos, a pesar de que desde 1997 el Estado empezó a formular programas de prevención y protección.
La paradoja salta a la vista: si Colombia se jacta de ser el país pionero en implementar medidas de protección y tener el más avanzado programa de alertas tempranas, ¿por qué, tras más de 25 años, no se ha podido frenar el asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos?
Con esa pregunta como base, la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) realizó un informe que analiza el período 2016-2021, cuyo título refleja la realidad de los mecanismos de seguridad y prevención de esta población: “Garantías de papel”.
“Si el Estado no resuelve temas de carácter estructural, pensar en garantías para las personas defensoras de derechos humanos va a ser imposible”, explica Juan Carlos Botero, coordinador de Prevención y Protección del Programa de Víctimas de Codhes, una iniciativa apoyada por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID).
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Aunque el país está lejos de cifras como las del año 2002, cuando según el CINEP fueron asesinados 1.649 defensores, 20 años después la persecución contra esta población no se detiene. El jueves pasado la Defensoría del Pueblo alertó que en el primer trimestre de 2023 hubo 35 homicidios de defensores. En todo el 2022, de acuerdo con esa entidad, fueron 215 asesinatos: la cifra más alta desde que se firmó el Acuerdo de Paz con las FARC, que incluso creó instrumentos para redoblar las garantías.
“Las políticas públicas se han enfocado en lo ‘fácil’ del problema, que es proteger, pero ese enfoque está colapsado porque otorgar un carro blindado o un chaleco antibalas no hace que el riesgo desaparezca, solo lo mitiga. Debe haber un cambio de paradigma que se enfoque en la prevención (sin dejar de hacer protección). Cuanto más exitosa sea la prevención, más presión económica se le quitará a la protección y mayores garantías tendrán los líderes para ejercer su labor”, dice Botero.
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¿Qué está fallando?
El informe contrastó las bases de datos del Programa Somos Defensores, Codhes e Indepaz, y encontró que durante el período 2016-2021 fueron asesinadas 1.559 personas defensoras en Colombia. En ese rango de tiempo, la Defensoría del Pueblo emitió 311 alertas tempranas, de las cuales el 82,4 % identificó riesgo para esta población. Contrario a lo esperado, la existencia de las alertas no implicó una respuesta estatal que contrarrestara el daño. Un dato que evidencia esta situación es que en el 26 % de los municipios con alerta efectivamente se identificó el riesgo para la vida de los defensores, se advirtió, pero aun así los homicidios ocurrieron.
Sin embargo, es aún más alto el porcentaje de municipios donde ni siquiera se pudo identificar que estas personas estaban en peligro. Esto ocurrió en 122 de los 348 municipios del país donde hubo homicidio de líderes en ese período; es decir, en el 35 % de los casos el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) no tuvo la capacidad de identificar ni advertir el riesgo.
A pesar de que desde 2017 se reglamentó la Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida a las Alertas Tempranas (Ciprat) —conformada por los ministros del Interior y Defensa y varias entidades de alto nivel—, el informe deja ver que hay limitaciones en el seguimiento a los riesgos advertidos y las recomendaciones para atenderlos. Entre 2016 y 2018, la Ciprat dio seguimiento a un porcentaje menor al 18 % de las alertas, que incrementó en 2019 al 65 %, se redujo al 38 % en 2020 y volvió a caer al 12 % en 2021.
“En algunos niveles, la respuesta inmediata a las alertas es efectiva, pero luego de que se desarrolla la reunión de la Ciprat no hay un plan de acción que logre mitigar lo expuesto en la alerta. Hemos hecho énfasis en que el Estado debe mejorar la respuesta al sistema e incluso rediseñar el modelo de la Ciprat para que se enfrenten de forma estructural los temas”, dijo Ricardo Arias, defensor delegado para los DD. HH. del Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo.
De otro lado, el informe de Codhes también le hace duras críticas a la gestión de la Unidad Nacional de Protección (UNP), organismo del Estado encargado de brindar medidas de seguridad individuales y colectivas. Según los hallazgos de Codhes, hay “una debilidad del programa de protección para actuar en donde existe el riesgo de afectación a la vida”, pues “el 37,3 % de los municipios donde ocurrieron homicidios de defensores de DD. HH. no registran beneficiarios de la UNP”.
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A eso se suma que el 72 % de los líderes que cuentan con medidas de protección individual de la UNP están ubicados en ciudades y aglomeraciones urbanas, “a pesar de que las agresiones se concentran en municipios catalogados como zona rural o zona rural dispersa”. De hecho, en esas zonas dispersas de alto riesgo hay apenas un 7 % de beneficiarios. “Resulta evidente que los esfuerzos de protección no llegan a los lugares donde es más necesaria la intervención del Estado”, dice el informe al respecto.
Los testimonios de los líderes entrevistados reflejan que las estrategias de protección no son pertinentes y hay barreras de acceso al programa. “Las medidas no son oportunas, porque mientras la UNP surte todos sus trámites, el peticionario sigue sin protección. Además la comunicación no es fluida, y los formularios son engorrosos para diligenciar”, dijo un líder afro. “En vez de pagar arriendo para chalecos que nadie usa, que usen este dinero para auxilios de transporte. Las medidas son inoperantes, dan los teléfonos, pero no la antena para ampliación de señal, así que falta muchas veces cobertura”, denunció un defensor del Chocó.
Otra de las quejas es que las medidas implementadas no contrarrestan el riesgo y a veces, incluso, lo exacerban: “Cuando los grupos armados ven que alguien en lo rural tiene esquema de protección, saben que los denunció”, dijo un líder durante un taller de autoprotección en Tumaco.
Todo este panorama refleja grandes vacíos de efectividad, sobre todo si se tiene en cuenta la cantidad de recursos que se le ha inyectado a la UNP (entre 2012 y 2019 su presupuesto aumentó más del 300 %, alcanzando casi $1 billón). De acuerdo con el informe, poco ha servido la inversión en personal y cobertura de la Unidad, pues no se refleja una reducción de los asesinatos.
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A todo eso hay que sumarle un asunto al que se le ha restado visibilidad: en su afán por garantizar protección, el Estado ha descuidado otros derechos que deben tener los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Por eso, uno de los llamados de Codhes es que trasciendan las medidas materiales de prevención y protección, enfocadas en los derechos a la vida, la libertad, la integridad y la seguridad personal, y diseñar las medidas necesarias para garantizar los derechos de asociación, reunión, opinión, expresión, manifestación pacífica, el acceso a recursos administrativos, judiciales, financieros y de comunicación con organismos internacionales de defensa.
Gobierno buscaría un revolcón a la política
Uno de los temas que ralentizan la respuesta estatal a los riesgos que enfrentan los defensores de DD. HH. es que hay más de 30 mecanismos de coordinación y articulación que, como dijo un líder del norte del país durante la presentación del informe, se solapan en funciones y se convierten en “una madeja imposible de desenredar”.
Se trata de un tema que también tiene identificado el gobierno Petro. “Lo que estamos buscando es construir políticas más robustas y que no estén llenas de espacios de reuniones, que es lo que tenemos ahora: mesas y mesas que se consumen el presupuesto de la nación solo para hacer actas”, contó Franklin Castañeda, director del área de Derechos Humanos del Ministerio del Interior.
El funcionario agregó que el Ejecutivo planea hacer “un revolcón” de las políticas públicas, en diálogo con la sociedad civil, que comenzará en un mes con un proceso de concertación en 15 regiones. “Hay un consenso en que hay que transformar el programa de protección en uno mucho más preventivo, que brinde medidas en los territorios, sobre todo en contextos rurales donde somos conscientes de que hay un alcance limitado. Algo importante es que esa será una política con enfoque de género y feminista, que le debemos a Colombia”, dijo Castañeda. También contó que se está avanzando en la política de desmantelamiento de grupos criminales que atentan contra los líderes sociales, así como la de seguridad y defensa y la de sometimiento a la justicia, que buscan garantizar mecanismos integrales que permitan no solo proteger a los líderes y fortalecer capacidades de autoprotección, sino también desarticular a los grupos armados que los afectan.
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Las recomendaciones
El informe de Codhes plantea más de 20 recomendaciones que resultan claves en el marco de la apuesta del Gobierno por transformar las políticas públicas de prevención y protección. Además de orientar las acciones a remover los factores causales de la violencia contra líderes, se proponen medidas como adoptar un sistema de información para identificar patrones, tendencias y factores de riesgo; revisar y ajustar los instrumentos para advertir anticipadamente las afectaciones, fortalecer los mecanismos de monitoreo y seguimiento, e implementar mecanismos de rendición de cuentas, entre otras.
Para Juan Carlos Botero, investigador de Codhes, hay acciones urgentes que el Gobierno puede empezar a ejecutar. Lo primero es asegurar que los programas que buscan resolver las causas estructurales estén funcionando adecuadamente y con el presupuesto necesario. Lo segundo, readecuar esos 30 mecanismos de protección y prevención: “Hay que reducir esa cantidad de comités y centralizarlos para que tengan un espacio de decisión estratégico”.
De otro lado, se debe cambiar en la UNP el mecanismo de demanda por uno de oferta y afinar las medidas de protección según los contextos, territorios, poblaciones y análisis de riesgo. Sobre el desarrollo de sistemas de información robustos, Botero explica que deben recoger datos relevantes, “porque si se quieren prevenir los homicidios lo clave no es saber cuántos hay, sino cuáles son los fenómenos que los detonan (amenazas, entre otras afectaciones)”. Para el coordinador del Programa de Protección, una de las principales falencias de los últimos años son los indicadores, que necesitan modificarse. “Hoy son sobre cuántas reuniones y talleres se hicieron, cuántas personas fueron, cuánto se gastó en refrigerios, pero no sobre si la situación de las personas ha mejorado o no. Si no medimos adecuadamente para saber qué tenemos que cambiar, pasarán otros 20 años con más de lo mismo”, sentencia Botero.