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Los hechos cayeron como un trueno en medio de la tregua que hace meses llevan las bandas criminales en los barrios y comunas del Valle de Aburrá. El 31 de julio el asesinato de dos hombres en Manrique despertó las sospechas sobre una eventual reactivación de la confrontación en la comuna 3 de Medellín, crimen agravado por un tiroteo el pasado 12 de agosto que dejó otra víctima, al parecer, como represalia por los homicidios ocurridos dos semanas antes.
Este último suceso tuvo lugar apenas un día después de que sesionara el viernes 11 de agosto una reunión del Espacio Dialógico para la Reconciliación Urbana, una mesa de paz que funciona en la cárcel de Itagüí entre el Gobierno Nacional y voceros de las estructuras armadas de la ciudad.
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Fernando Quijano, asesor externo de esta de mesa de paz y quizá una de las personas que mejor conoce los entramados de la violencia urbana en el Valle de Aburrá, se pronunció en el portal Análisis Urbano, a través de un video, en el que no dudó un instante al calificar los asesinatos y panfletos amenazantes como una estrategia para sabotear los esfuerzos de diálogo que los voceros y antiguos integrantes de las bandas criminales sostienen oficialmente con el Gobierno desde el 2 de junio.
La Oficina del Alto Comisionado para la Paz empleó la misma palabra, “saboteo”, para referirse a los acontecimientos, que incluyen comunicados apócrifos de supuesta “limpieza social”. Estos panfletos no son nuevos y ya habían circulado en otros años y otras regiones del país. El alto comisionado también se refirió a las rondas de camionetas con vidrios polarizados que han llegado intimidando en lugares puntuales del barrio.
“Sí hay enemigos de la paz, hay gente interesada en que no salga bien lo que se está dando en la cárcel de Itagüí”, declaró Quijano señalando que “a quienes están buscando dañar la paz hay que decirles que eso no les va a funcionar, hay una apuesta seria en lograr la reconciliación en Medellín y el Valle de Aburrá y todos sus habitantes”.
Entre el sábado 12 de agosto y el domingo 13 se registraron ocho homicidios en diferentes comunas de Medellín, este sería hasta ese momento el fin de semana más violento en lo corrido del año. Aunque la mayoría de casos fueron atribuidos por las autoridades a riñas callejeras y problemas entre vecinos, la escalada violenta contribuyó a incrementar la zozobra de las últimas dos semanas.
En Manrique, no obstante, impera desde entonces una calma boba interrumpida a cada instante por las redadas policiales. Las patrullas y los motorizados suben y bajan formando alboroto por las curvas estrechas, sin que nadie les ponga mucho cuidado. Algunos habitantes dijeron a Colombia+20 durante un recorrido por el barrio que todo fue una rencilla concreta entre miembros de la banda La Terraza, cuyo epicentro es ese sector de la capital antioqueña, negando que existiera una confrontación con otras estructuras armadas o una guerra entre combos, como las que han azotado a Medellín en otras épocas.
Coincidieron en que a casi nadie le sirve una escalada de la violencia: ni a las comunidades, ni a los antiguos jefes que tratan de acordar la paz en la cárcel de Itagüí, mucho menos ahora que por primera vez están “poniendo la cara” ante la opinión pública.
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Hace medio siglo Helí Ramírez lo escribió mejor y más breve: “Para llegar al rancho hay que subir unas escaleras de miseria”. El difunto poeta, ratero y camaján, habitante de Castilla, criado en aquellos ranchos que resistían aferrándose a la pendiente de la montaña, supo captar como nadie la paradoja cruel de Medellín, donde entre más arriba se trepa más abajo se llega.
“¿Se pasaba hambre duro en ese tiempo?”, le pregunto a Rubén Velásquez, vecino también de Castilla. Don Rubén saca de algún punto remoto de su infancia un recuerdo que todavía le parte la memoria: “Con decirle que el barrio que tenía una carnicería era una moda, eso uno se peleaba por lo que quedaba ahí cuando arreglaban una res, darse un gusto de un desayuno o un almuerzo completo en ese tiempo…”
Después el silencio es el que completa la frase. Velásquez, viejo líder barrial y defensor de derechos humanos, gastó sus rodillas y sus años trasegando los callejones que se empinan cuesta arriba por estas montañas.
Rubén Velásquez fue además uno de los líderes comunales que acompañó los pactos de no agresión de la cárcel de Bellavista a finales de los años 90, que permitieron una paz temporal en Medellín y el Valle del Aburrá, cuando las bandas criminales de la época y las milicias lograron acuerdos para detener la violencia: de más de 6.000 homicidios registrados en 1995 se llegó a una cifra cercana a los 1.500 en el 2000. Un camino semejante al que se emprende ahora, cuando los miembros de las estructuras armadas del Valle de Aburrá aseguran que la caída en los índices de criminalidad obedece a su voluntad de hacer la paz.
Ahí están los números: la Alcaldía de Bello confirmó que este año los homicidios tuvieron una asombrosa disminución del 184% en relación a las estadísticas del 2019, mientras que en Medellín la reducción ha sido del 40% para el mismo periodo.
Don Rubén fue testigo de cómo se levantaron con latas y tablones, con adobes y terrazas maltrechas el Picacho y el Picachito, el Doce de Octubre, el Pedregal, el Palenque, Castillita... Asentamientos hechos a sí mismos, sin orden ni ley, construidos como reza un poema de Beatriz Eugenia Valencia: “A pulso y a ladrillos”.
Los ojos de niño de Rubén descubrieron ese relámpago que destella y enceguece entre los machetazos, durante las reyertas de la caseta, y los atracos y las violaciones de jovencitas en recodos oscuros, donde nunca llegaba la Policía, y la furia silvestre, primitiva, de los primeros combos y bandas que “a mano limpia” hacían “respetar a nuestras familias, a las mujeres”. Una defensa metro a metro de la calle, de la cuadra, de la esquina.
“Por aquí / no tenemos carro de basura / ni árboles en las esquinas / ni lámparas en la frente de las casas / no hay nomenclatura / no hay agua / la sed se hace de las suyas / cuando recibe un beso”, anotó en otra página Helí Ramírez.
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Las manos de niño de Rubén cargaron el cemento para construir la casa de sus padres, campesinos desplazados de una vereda de Envigado, con la tutela del célebre albañil Gregorio Tripa, famoso en todos los barrios de la comuna 5 porque dirigía el vaciado de vigas y columnas vestido de cachaco. Unas manos de niño que también cargaron el agua que no llegaba por tubería y los galones de petróleo con que calentar en la olla el hambre de cada noche.
Rubén cargó a cuestas, además, el peso inerte de los que ya no están. “Hubo un tiempo en la quebrada La Quintana en que a mí me tocó sacar mucho cadáver de allá, arrojaban mucho joven que se quedaba hasta tarde de la noche y cuando menos pensaba aparecía un muchacho ahí apuñaleado o degollado”, cuenta con un tono natural, el mismo tono con el que contaría cómo era el color terracota de adobe en la fachada de su casa.
“Ya supiste lo que era la muerte y te moriste, ¿no?”, se lee en un fragmento del diario que escribió el adolescente Ramón Correa en los ratos libres que le dejaban los atracos, las bandereadas y los puñales, y que sirvió como insumo para el guión de Rodrigo D: No Futuro, la película de culto de Víctor Gaviria que devino en clásico de los barrios altos: “¿Quién es el siguiente? ¿Y por qué? Cualquiera se muere ¿O no?”. El siguiente era él: a Ramón lo mataron en 1991 después de sucesivos carcelazos, aunque alcanzó a ver la cinta que, según anotó en su cuaderno, “tanta parte de mí tiene”.
“¿Cómo es posible que en este momento todavía estemos bajo una cuarta generación de Los Triana, de Los Mondongueros, de La Terraza, de Los Pachelly, de los Mesa, de los de la Oficina?”, se pregunta Rubén, sin dejar que nadie le conteste porque ofrece a sí mismo una respuesta: “Eso hay que cambiarlo, pero ¿por qué no se ha cambiado? Por falta una cultura en el tema de seguridad”.
Podría entonces recitar como propias otras líneas de su vecino Helí Ramírez: “La colina es de cuatro o cinco cuadras / en adobe pelado el frente de las casas / Encima del barrio hay un puente sobre la quebrada esa / bajo ese puente a más de uno le han dado en la cabeza / y nadie ha dicho que ha visto espantos o ha oído quejidos / En la ciudad a los espantos les da miedo salir”.
¿Dónde queda el futuro?
Una buena radiografía de todo este proceso ocurrió en la plaza de Bello en junio, cuando habían corrido apenas unas horas desde que en la cárcel de Itagüí los delegados del Gobierno Nacional y voceros de paz de las estructuras armadas del Valle de Aburrá anunciaron la instalación formal de una mesa de diálogos que pretende, igual que en otras épocas, encarar el omnipresente problema de la violencia y la criminalidad urbana.
“La ciudadanía es la única que nos puede llevar a un puerto seguro en un diálogo desde los barrios, desde las comunas, sobre todo con esos actores que hoy están delinquiendo”, declaró entonces desde aquella misma plaza la senadora Isabel Zuleta, delegada por el Gobierno para encabezar este proceso: “Queremos llegar con las voces adecuadas, ganando su confianza, conversando con la gente, haciendo lo que deberían haber hecho otros gobiernos, esta no es una paz aislada tras las rejas [...] No tenemos la receta, pero la vamos a construir”.
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Sebastián Murillo “Lindolfo”, antiguo miembro de la banda de Caicedo y ahora vocero de paz desde la prisión, leyó antes en la cárcel un manifiesto proclamando que el éxito dependería de que la sociedad colombiana reconociera “la necesidad de entablar diálogos reales” que permitan resolver “los problemas de las comunidades” de las cuales los jóvenes de las bandas hacen parte.
“Hemos visto la cara de la guerra”, se le oyó con una voz cristalina, “sabemos hasta dónde nos conduce este camino trazado con dolor, por eso queremos intentar un sendero distinto”.
“La historia de esta violencia tiene otra versión que no ha sido escuchada: la de los muchachos de los barrios que han hecho y padecido la guerra, que en la delincuencia han encontrado caminos de supervivencia”, prosiguió Lindolfo: “Nosotros queremos sumar nuestra versión, nuestro relato, a la historia de este conflicto, que ha sido contado por otros. Somos parte de estos dolores y la sangre de nuestra gente en los barrios, a esos donde no llega la educación, la salud, ni el trabajo, donde somos hijos, padres, hermanos”.
Lo más probable es que Lindolfo no conozca, aunque lo parezca, aquella columna que el escritor paisa Alberto Aguirre consignó el 17 de septiembre de 1979 en el diario El Mundo, a propósito del infame ordenamiento urbano de Medellín en el que multitudes acababan expulsadas a los asentamientos informales de las montañas, donde había niños que crecían sin conocer una escuela, para morirse temprano de intoxicación tras comer los desechos podridos que desenterraban del basurero de Moravia.
Una ciudad que había sido “construida para que los pobres tengan que pegarse de laderas jabonosas, en condiciones hoscas e inseguras”, los pobres, a los que Aguirre llamó “nuestras víctimas”, obligados a “pararse en cualquier pedazo de tierra, sin arma alguna para defender sus espacios”.
Bajo un sol que prometía derretir las baldosas de la plaza de Bello, se agitaba una constelación de banderas, pancartas y camisas blancas. Muchachos que habían bajado de todas esas montañas -y de todas las bandas- recibieron ese 2 de junio al comisionado para la paz Danilo Rueda como si fuera una celebridad. Querían sacarse fotos con él, tocarlo para comprobar que su visita era real y no la aparición salida de una pantalla, querían apretarle la mano entre los árboles acalorados del parque.
En la mitad de la plaza me encontré con media docena de integrantes de Los Chatas, una de las estructuras armadas más poderosas del Valle de Aburrá, fundada hace décadas por “Tom” o “Carlos Chatas”, quien pocas horas antes tomó un asiento tan protagónico como silencioso, fungiendo de vocero de paz de la Oficina de Envigado desde la cárcel de Itagüí. “Queremos resocializarnos, mi señor”, dijo detrás de su tapabocas uno que parecía el líder, los demás asentían callados entre el gentío que pasaba.
Fueron insistentes y cada que pudieron remarcarlo volvieron a decir que desean abandonar la ilegalidad. Aseguraron luego que están “muy esperanzados en tener apoyo de las instituciones municipales en un futuro cercano” y que su propuesta para acabar con la violencia es convertir “una economía ilegal en una economía solidaria, legal, no perseguida por la justicia” que además “le daría un impulso a la percepción de seguridad y progreso a todas nuestras comunidades”.
Ya tienen los números hechos: hablan de 100 barrios y 8 veredas en Bello, con cerca de 2.500 beneficiarios, entre jóvenes y madres cabeza de familia.
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Proyectos productivos, empleo, educación, programas sociales, “pero que incluyan a toda la comunidad, no solo a los jóvenes inmersos en el conflicto o la ilegalidad, sino también a madres cabeza de familia y jóvenes desescolarizados: la idea es que estos conflictos no se reciclen en otras generaciones o entornos cuando los ilegales estén dentro de la legalidad”, aclaran Los Chatas solicitando a las empresas de la zona que aporten “su grano de arena para que a través de unas cooperativas de trabajo asociado que funcionarían en las diferentes comunas, se comercialicen y distribuyan para todas las tiendas y comercios sus productos”.
La receta se ha envejecido: ya la había propuesto en la cárcel de Bellavista durante una reunión con representantes de los gremios y empresarios antioqueños César Augusto Sanmartín “El Tino”, jefe de una banda del barrio París, en el lejano año de 1998, mientras se acordaban los primeros pactos de no agresión entre los grupos delincuenciales de Medellín cumplida la hecatombe sangrienta de los noventa.
“Ustedes no nos dan empleo, porque nosotros robamos y matamos; y nosotros robamos y matamos porque ustedes no nos dan empleo, entonces, ¿qué vamos a hacer? Dígame, ¿cómo resolvemos esa vuelta?”, propuso El Tino, sin que nadie se atreviera a responderle, de acuerdo con las memorias del investigador Juan Guillermo Sepúlveda.
Según informó a la revista SEMANA Juan Gómez, alcalde de la época, en el año 2000 se le había garantizado trabajo a 28.000 jóvenes de los barrios, pero en realidad necesitaban 300.000 cupos de empleo que evidentemente no hubo manera de cubrir.
Poco después llegaron los paramilitares y exterminaron junto al Ejército a las milicias populares en las comunas, lanzando una andanada de ofensivas entre las cuáles la Operación Orión de la comuna 13 fue la más famosa, aunque no la única. Luego las bandas quedaron a merced del manto omnímodo de las Autodefensas Unidas de Colombia, el resto de la historia es de sobra conocida.
Ahora el presidente Gustavo Petro plantea el programa “Jóvenes en Paz”, con el cuál emplear a los muchachos de los barrios, mientras los asesores del proceso calculan que hay al menos 14.000 personas dentro de las estructuras armadas organizadas del Valle de Aburrá, una cifra muy parecida a la de los antiguos miembros de las FARC que dejaron sus fusiles en 2017.
El 11 de marzo de 1998 El Tino salió de la cárcel de Bellavista y fue acribillado a tiros en el barrio Doce de Octubre, apenas un día después de pisar la calle de nuevo. “¿Sabe qué parce...? Que les garanticen el estudio a todos estos pelaos y un trabajo fijo, decente, cuando terminen”, le había dicho al reportero José Navia, meses antes de que las balas lo encontraran a la vuelta de un poste.
Suyas fueron las palabras de la poeta Beatriz Eugenia Valencia, ella también hija de estos callejones: “Aquí la muerte es joven y no tiene experiencia / Se para en las esquinas con todos los muchachos / Se mete en las cantinas y conversa… y hasta nos hace guiños la coqueta”.
Suyos serán otros versos de Beatriz que dicen que el porvenir no llega pues hay que “forjarlo con metales y con fuegos”, como se levantaron y se levantan aún las comunas construidas “a pulso y a ladrillos”, de espaldas a una ciudad obligada a encontrar el futuro. Porque el futuro “hay que buscarlo con fuerza en el pasado, hay que traerlo manilibre o maniatado, solo no llega, o al menos lo que llega no es futuro”.