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Mientras en la comunidad de Lana, a unas 12 horas de Bojayá (Chocó), los pobladores llevan más de dos años evitando salir de sus casas de madera, palma y zinc por temor a las minas antipersonales, el reclutamiento y el control de los actores armados, Carlos** no encontró otra opción que huir con su familia. Tenían miedo de morir, pues habían recibido amenazas de los paramilitares de las Agc o Clan del Golfo, luego de que uno de sus hijos, reclutado por el grupo armado, se había entregado al Ejército.
“Desde ahí no hemos hecho sino pasar trabajos aquí”, dice Carlos sentado sobre un banquito de madera, rodeado por su esposa y sus hijos que lo miran con los ojos bien atentos y de vez en cuando afirman con la cabeza.
Están en Casa Grande, un espacio inmenso de paredes y piso de tablas, construido inicialmente para una gasolinera y luego convertido en un lugar para recibir temporalmente en Bellavista, cabecera urbana de Bojayá, a los indígenas que bajan de sus comunidades. Este lugar, apenas habitable, está deteriorado por el clima, el paso del tiempo y la falta de mantenimiento.
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Bojayá, un municipio que ha tenido los reflectores de la sociedad colombiana por la violencia sistemática que ha sufrido y que tuvo su máximo detonante el fatídico 2 de mayo de 2002, cuando ocurrió la masacre de 98 personas, aún no supera los efectos de la violencia que se transforma y se normaliza peligrosamente, carcomiendo el tejido social y desintegrando los territorios étnicos.
Para el comisionado de la Verdad, Leyner Palacios, esta situación es vergonzosa. “Lamentablemente tengo que decir que en los últimos años hemos recibido noticias del suicidio de más de 40 niños y jóvenes en el departamento de Chocó. La mayoría han tomado esa decisión porque ven desesperanza en la falta de decisión del Estado de garantizar que estén fuera del conflicto armado, pero también en la falta de oportunidades que tienen para estudiar y poder acceder a salud y educación”, dijo.
El 3 de agosto de 2021, la Defensoría del Pueblo emitió la Alerta Temprana 016 para la subregión del Medio Atrato, en la que se señalaban los hechos que son el pan de cada día para las comunidades: homicidios, amenazas, reclutamiento forzado, extorsiones, enfrentamientos armados, restricciones a la movilidad, minas antipersonales y municiones sin explosionar en los territorios colectivos, tanto en consejos comunitarios como en resguardos.
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Más de ocho meses después la situación no ha cambiado. En Bojayá no se vive en paz y la población más expuesta son los adolescentes y jóvenes, a quienes los seduce la promesa de una mejor vida en medio de la incertidumbre que genera la falta de empleo, la baja oferta de educación superior y el hambre.
Según reportes de la Personería de Bojayá, 26 comunidades sufrieron confinamiento en el año 2021. De estas, 22 son pueblos indígenas asentados en los ríos Bojayá, Uva, Pogue, Cuía, Chicúe y Napipi, y cuatro son afros: Pogue, Jesús, Piedra Candela e Isla de los Palacios. Para 2022 el panorama parece mejorar, pero no deja de ser preocupante, porque en los registros de la Personería Municipal hay reporte de 12 comunidades confinadas, 11 indígenas y una afro (Pogue).
Quienes viven de primera mano el flagelo del confinamiento y el desplazamiento padecen física hambre, porque en las zonas rurales se vive de lo que se cultiva y de lo que provee la naturaleza para la caza y la pesca. Carlos ha sufrido las dos situaciones.
Su comunidad es una de las afectadas por el encierro forzoso, pero él tuvo que desplazarse el 10 de julio de 2020, porque los paramilitares reclutaron a su hijo y tiempo después el muchacho se entregó al Ejército Nacional. “Antes del ingreso del pelao me tocó enfrentarme dos veces con ellos. Les decía que no: ‘A mi hijo no le permito ingresar a ningún grupo’. Pero en ese tiempo yo estaba trabajando en Corazón de Jesús (comunidad afro sobre el río Bojayá) y empezaron a controlarlo hasta que se lo llevaron. Y a mi otro hijo, el mayor, también lo llamaron, pero él dijo que no; por eso digo que al primero lo obligaron”, afirmó.
Un día, al regresar del trabajo, recibió la noticia de que no podía entrar a la comunidad donde había vivido toda su vida. “Cuando al hijo mío lo cogieron yo estaba en una comunidad que se llama Puerto Antioquia, visitando a otra hija que tengo allá, y cuando salí a La Loma (Bojayá) me informaron que ya no podía subir porque me estaban buscando y en ese momento apareció un indígena que trabaja con ellos que andaba en busca de mí”, narró.
Le dije a mi esposa que si nos van a matar, que nos maten a todos; cogimos los niños y nos fuimos.
Buscando refugio recurrió a una opción que no lo convencía, pero era la única que le podía salvar la vida. “Me tocó irme a la base del Ejército con todos mis hijos. Estuvimos como una semana donde no nos podíamos mover, hasta que nos dijeron que no podíamos estar ahí porque nuestras vidas corrían peligro. Me dieron cien mil pesos para que pagara el pasaje, y le dije a mi esposa que si nos van a matar, que nos maten a todos; cogimos los niños y nos fuimos”, contó.
Leyner Palacios asegura que en los territorios siguen viviendo la situación de atropello por la presencia del Eln, pero también del paramilitarismo en sus diferentes versiones. “Hoy estas comunidades, sus vidas, dependen de la voluntad de un armado que está ahí en el territorio, están sufriendo situaciones de violencias en sus cuerpos y sus vidas de una manera desgarradora”, señaló, e insistió en que es necesario reconocer su drama y “posibilitar un mínimo de protección”.
Las comunidades exigen acciones reales para combatir fenómenos como el reclutamiento forzado y la normalización de la violencia, donde los jóvenes son seducidos por el “dinero fácil”, el licor y la promesa de una mejor vida para ellos y sus familias, donde los emborrachan y amanecen en los campamentos de los grupos ilegales, donde todos, incluidas las autoridades, viven con miedo, ahí es donde falta el Estado.
* Periodista de la emisora de Paz de Bojayá - Radio Nacional de Colombia.
** Nombre cambiado por seguridad de la fuente.