Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro
Estos territorios, ocupados a partir de la minería y la esclavitud desde tiempos coloniales, enfrentan un nuevo capítulo de violencia, esta vez provocado por el auge de los cultivos de coca y la presencia de nuevos grupos armados: disidencias, Eln y carteles mexicanos.
En el extremo occidental del río Cauca, antes de que bote sus aguas al Naya y de que salgan mezclados al océano Pacífico, se encuentran Buenos Aires y Suárez. Son parte de los quince municipios que componen el norte de Cauca y constituyen el corazón de los territorios negros de una región donde abundan el agua y el oro. Dos recursos que, sumados a la fertilidad de las tierras, han despertado la ambición de empresarios y grupos armados. Hace cuatros años, la firma del Acuerdo de Paz con las Farc esperanzó a sus habitantes de que la guerra había acabado, pero no ha sido así. Al salir la guerrilla entraron hombres en camuflado, llegaron gentes de Nariño y Valle a sembrar coca y comprar tierras; los paramilitares, ya sin uniformes pero aún armados, se reafirmaron en sus entables de oro, y volvieron el miedo y la zozobra.
En 2020, Buenos Aires vivió dos masacres en las que fueron asesinadas nueve personas, mientras en Suárez se registró una en la que hubo tres muertos. Esta semana se registró el asesinato de tres jóvenes en uno de los corregimientos de Suárez, la primera masacre del año en este municipio. Según las cifras de la Dijín en Cauca, en mayo se registraron dos homicidios en Buenos Aires y tres en Suárez, con lo cual suman ocho y once asesinatos, respectivamente, para 2021. Las cifras muestran un aumento en los casos de muertes violentas; por ejemplo, en Suárez ha habido cuatro asesinatos más que el año pasado. Además, que los crímenes en estos dos municipios son como los que se vieron en los peores tiempos de la incursión paramilitar, cuando el Bloque Calima al mando de H. H. dejó una huella indeleble por su sevicia e inhumanidad.
(Puede interesarle: Los reclamos de los cocaleros, otra cara del paro nacional en el Cauca)
A los dos municipios los une, y a la vez los separa, el río Ovejas. Están a una hora y media de Cali y a treinta minutos de Santander de Quilichao, atravesando los extensos cañaduzales. Para llegar a ellos hay que cruzar el puente de Timba, donde los paramilitares, en la década de 2000, pusieron su comando central y desde donde iniciaron su recorrido fratricida en lo que se denominó la masacre del Naya. Fue en Semana Santa de 2001 cuando H. H. y su gente decidieron responder al secuestro de los feligreses de La María, en Cali, perpetrado por el Eln, atravesando el Cauca, desde Timba hasta Puerto Merizalde, en el Pacífico, asesinando, violando y torturando al que se encontraban por el camino. Las comunidades hablan de más de cien muertos y la Fiscalía —parecida a la de hoy— solo reconoció treinta homicidios.
De estos tiempos, la gente de Yolombó, una vereda de Buenos Aires, recuerda cómo, en la espesura de la noche, los habitantes oían los ajusticiamientos que perpetraban los paramilitares. “En las noches, que no se oía ni un murmullo, ni prendía una luz, oíamos los tiros con que asesinaban a la gente, a nuestra gente. Se veían los fogonazos. Uno ya sabía que alguien había sido asesinado en La Corcovada, la hacienda de los Mosquera, donde los paras montaron su centro de mando”, recuerda un poblador de los tiempos en que un paramilitar con el alias de Bocanegra se hizo tristemente célebre en esta región.
El dulce rastro del despojo
Sebastián de Belalcázar, fundador de Cali y conquistador del Valle —al que hoy le derriban sus estatuas—, fue quien introdujo la caña de azúcar en estas tierras. Se dice que el primer sembrado estuvo en su estancia en Yumbo, pero la propagación de los cañaduzales estuvo asociada a la esclavitud y esta, a su vez, a la minería y la ganadería. Los esclavizados necesitaban miel, guarapo y carne; y el ganado, melaza. De ahí que uno de los engranajes de la economía colonial fuera la caña de azúcar. En 1851, cuando se abolió la esclavitud, las haciendas cañeras decayeron, pero sus propietarios se dedicaron a la producción de aguardiente, necesario para las fiestas y las guerras, actividades de las que en Colombia somos fanáticos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, las guerras civiles destruyeron la economía cafetera, cuyas exportaciones sostenían al Estado, mientras el consumo interno de azúcar creció. Al terminar la última gran guerra del XIX, la de los Mil Días, nacieron los primeros ingenios, que fueron fundados en Santander de Quilichao, donde la tierra estaba en manos de indígenas y negros.
Con el crecimiento de la industria se necesitaba tierra y para conseguirla los hacendados acudieron a otra antigua práctica: el desplazamiento forzado, que produce dos efectos en favor del capital: de un lado obtienen la tierra, y del otro, el desplazado se convierte en asalariado, en mano de obra.
La presión contra campesinos, negros e indígenas del norte de Cauca fue brutal entre 1912 y 1938. Durante ese tiempo también llegó al Valle del Cauca capital estadounidense para invertir en los ingenios y en las obras de infraestructura, como el ferrocarril entre Cali y Buenaventura, en la década de 1920. Fue tanta la presión violenta sobre las tierras y la gente, que empezaron a surgir ligas campesinas, que, como hoy ocurre, fueron enfrentadas “preventivamente” por cuerpos especiales de policía creados a solicitud del gobernador de la época y los dueños de los ingenios. Superada la recesión de 1929, el hambre de tierra les volvió y lo que antes fueron haciendas ganaderas se convirtieron en ingenios azucareros. El proceso de transformación necesitaba tierra, y al tiempo que los latifundistas del Valle y de Cauca desbordaron su codicia, los campesinos intentaron resistir en ligas y sindicatos, que por esos días empezaban a ganar terreno.
El encuentro de estas dos fuerzas fue el germen de la violencia de la década de 1940. Los cañeros crearon grupos privados de seguridad que decían defender el orden, la familia y la propiedad. Y tras la muerte de Gaitán, en 1948, la guerra ya tenía lista la palestra. Sobre el norte de Cauca, en Caloto y Miranda, los conservadores —los mismos dueños de los ingenios— soltaron sus bandas de matones y chulavitas en una cruzada racista. Llegaban por la noche a los territorios negros —que en ese tiempo no eran concebidos así— para sacar a la gente de sus casas y matarla. La gente se defendió y casó la pelea, pero la perdió. En una década y media sacaron a colonos y campesinos de estas tierras del sur del Valle. Los indígenas se recogieron en la cordillera Central y los negros se desplazaron hacia la zona minera del norte del Cauca, principalmente a Suárez y Buenos Aires.
Yolombó, Suárez
En la casa de la prima Karen, la familia se reúne para celebrar la vida; comen, brindan y empieza la fiesta. Bailan. En un momento, Francia Márquez, nacida, criada y luchada en estas tierras, encabeza la pista. Uno a uno se le van uniendo, tomando de la cintura al del frente. Francia marca el paso y el que la sigue imita su movimiento. Todos forman una especie de tren en el que copian el movimiento del que va adelante. Avanzan impulsando el torso hacia adelante, la cabeza sobresale y la cintura va hacia atrás haciendo una pequeña inclinación. Los pies, uno adelante y otro atrás, se intercalan pero se mantienen a una distancia de unos cincuenta centímetros. El baile deja de ser un acto de eminente diversión y se convierte en un rito. Un baile que se llama la fuga y evoca los tiempos en que fueron esclavizados; el movimiento y la distancia entre pie y pie rememoran los grilletes. La energía de la fiesta se concentra en la cadena de hombres y mujeres que bailan tomados de la cintura y al son de una música que esencialmente es percusión, y quienes bailan están conectados y sincronizados —entre ellos y con sus antepasados— desde el primero hasta el último.
(Lea también: Corinto: donde opera la ley del silencio)
Uno de los hombres pasa de los sesenta años. Cuerpo de minero, fuerte, alto y con una sonrisa generosa, cuenta la historia de la comunidad. “En los tiempos de la Colonia esto se llamaba Jelima. Aquí los españoles metieron tres frentes de mina en 1636. Trajeron esclavizados del Congo, Malí y Nigeria. Esta es la única región de Colombia donde los negros conservamos nuestros apellidos originales: Mina, Mandinga, Carabalí (mineros); Ocoro, Balanta (agricultores); Lucumí (cazadores). Cada familia tiene una tradición. Es una comunidad que no perdió su vínculo africano ni ha olvidado la ignominia de la esclavitud. No ha llegado el reguetón, ni a la fiesta ni a las tiendas; es más, casi que no llegó ni el coronavirus. Tampoco el Estado, pero lo que sí llega es toda clase de intentos de despojo territorial y cultural.
La historia dice que luego de la abolición de la esclavitud, los libertos negociaron con la familia Concha, de Popayán, las Minas de Adentro, como se conocía a los tres frentes de mina: Cerro Teta, Asuazú y La Toma. Según las historiadoras Andrea Catalina Buenaventura y Daniela Trujillo, los libertos pagaron $314.000. En 1920 empezaron a llegar empresas mineras a la zona. Primero la Gold Dreadging, luego la Asnazú Company. A mediados de la década de 1930 llegaron particulares, los hermanos Visso González, los Garcés Giraldo y otros acaudalados de Antioquia y Valle del Cauca. En 1950 el Gobierno compró a los particulares los derechos sobre las tierras y las minas y las repartió entre la gente, y así se formó Suárez como centro urbano donde vivían los mineros.
Hidroeléctrica
Al tiempo que crecieron los ingenios del Valle del Cauca y se extendieron hacia Cauca, Colombia entró en la moda de la generación de energía. Deslumbrados, una vez más, por lo que ocurría en Estados Unidos, algunos empresarios se propusieron adelantarse a la crisis energética y proyectaron la necesidad de crear una hidroeléctrica utilizando la fuerza del río Cauca. Así, en la segunda mitad de la década de 1970 empezó a llegar la maquinaria que daría vida al embalse de Salvajina. La construcción, propiamente dicha, empezó en 1981 y terminó en 1985. Una presa de 35 kilómetros capaz de generar 270.000 kW. La historia del proyecto hidroeléctrico alberga un capítulo de fuertes enfrentamientos entre mineros y constructores. El conflicto se zanjó con un período de gracia en el que la compañía permitió que quien quisiera mineara sobre el lecho del río, que quedó seco cuando frenaron el cauce. Esto dio paso a una fiebre del oro en la que alcanzó a haber 8.000 personas de toda la región, y hasta de otros departamentos, rascando la tierra mientras la maquinaria de la presa avanzaba en la construcción. Fueron tiempos de riqueza que la gente recuerda como los tiempos del kilo de oro. Pronto esta situación se convirtió en un conflicto donde terminaron por meter el Ejército y tras un pulso violento, con muertos, bonanza, corrupción administrativa y todo lo que atrae la riqueza, en enero de 1985 empezó la inundación de las tierras y el llenado del vaso.
Aunque la presa se llenó, el mito de la riqueza aurífera de la región quedó dando vueltas como un fantasma. La gente que vino de pueblos y municipios lejanos, principalmente del Pacífico y Antioquia, buscó minear en los tributarios del río Cauca. Descubrieron así el río Ovejas, que desemboca en el Cauca, aguas abajo de la presa a la altura de Suárez. El oro fue atrayendo mineros artesanales y luego gente con más ambiciones, plata y armas. Estos fueron quienes en 1994 metieron 16 retroexcavadoras al río. La gente se alertó porque las máquinas llegan respaldadas por un fusil o un empresario, que muchas veces vienen juntos. Al poco tiempo apareció un proyecto para la desviación del río Ovejas al embalse de Salvajina para aumentar el caudal y, por lo tanto, la generación de energía. Así vino un nuevo pulso entre la gente y el Gobierno —que actúa en representación de los intereses empresariales— y finalmente, tras un estudio socioambiental y un intento de consulta previa, el proyecto tuvo que ser archivado. En 2004 el entonces presidente Uribe volvió a intentarlo sin éxito, pero la gente sabe que es una idea que en cualquier momento desempolvan.
Hoy la Salvajina, además de hidroeléctrica, es un balneario que aun en tiempos de pandemia recibe cientos de personas cada fin de semana. Las familias de Buenos Aires, Suárez y los municipios vecinos van a pasar el domingo, a nadar, cocinar en una olla al fuego de leña o almorzar en alguno de los tantos restaurantes que hay. También venden recorridos en lanchas por la presa, y entran y salen lanchas de línea que transportan a la gente de las comunidades que quedaron aisladas por la hidroeléctrica y que deben atravesar la laguna para llegar a sus casas. Con excepción de estas familias que minean detrás de la presa, los que van a la Salvajina lo hacen en plan familiar y festivo; por lo que, como en cualquier balneario, el ambiente es de música —reguetón o popular— a todo volumen, gritos y risas. La gente en vestido de baño y caminando de puntas en el pedregal de la ladera con la que se encerró el río Cauca. Del otro lado se alcanzan a ver los toldos de los mineros que hacen túneles en la montaña, también se ve el muro de la presa custodiado por Ejército y guardas de seguridad privada. La hidroeléctrica está en poder de una multinacional.
La lucha por el reconocimiento
Aun así, por el río Ovejas han aparecido los problemas. Su cuenca baja está en el área minera que fue concesionada a empresas internacionales como la Anglo Gold Ashanti (hoy Prodeco), la cual viene amenazando con irse del país si no se les entregan títulos, permisos de explotación y rebajas tributarias. La concesión entre Suárez y Buenos Aires fue de 50.000 hectáreas divididas en 33 títulos mineros. Uno de estos fue entregado en 2002 al señor Héctor de Jesús Sarria. Se trata de 99 hectáreas que habían sido entregadas a dedo a un particular y sobre las cuales la gente exigía una consulta previa. La queja llegó a los tribunales y el Gobierno mandó a un funcionario del Ministerio del Interior, que no dudó en descartar la presencia de comunidades negras en la zona. Sarria se frotó las manos, pidió un amparo administrativo y una orden de desalojo. “Coincidencialmente”, pasaban por allí los paramilitares con brazaletes de Águilas Negras, que decidieron amenazar a la gente y sacar a los mineros. El ambiente se puso tenso y mucha gente tuvo que abandonar la zona. Unos se fueron para Cali y otros a Bogotá. Quienes se quedaron a pelear tuvieron que enterrar a los ocho mineros asesinados el 7 de abril de 2010 en Suárez.
(También lea: Vientos de guerra en el Norte de Cauca)
“Estuvimos a punto de ser desalojados por la Anglo Gold Ashanti. Cuando el Ministerio del Interior certificó que en este territorio no había comunidades negras, porque no teníamos título colectivo, nos metieron 1.500 efectivos del Esmad. Teníamos temor, pero también valor de sobra para pelear por lo que nos dejaron nuestros abuelos. Para nosotros el oro es la recompensa que nos dejó la vergüenza de la esclavitud. Lo trabajamos de a poquito para que nos sirva para comer, pero también les quede a nuestros hijos y a nuestros nietos. El oro es celoso y se esconde de los codiciosos. Debe ser por eso que cuando ya todo parecía perdido para nosotros y ganado para el señor Sarria, la Corte revisó la tutela que habíamos puesto con la comunidad y nos dio la razón”, recuerda un viejo minero de La Toma. Estaban saliendo de esa batalla cuando se vino un nuevo pleito. A la derrota de Sarria en la Corte le siguió la llegada de las retros a escarbar las orillas del Ovejas y en esta parte de la historia surge Francia Márquez, en ese entonces una jovencita de una familia de larga tradición de liderazgos.
“En 2009 arrancamos la lucha dura contra la minería ilegal y contra unos títulos mineros que le entregaron a la Anglo Gold. Tutelamos ante la Corte Constitucional y ganamos. Ahí se me vinieron las amenazas y luego llegó la minería ilegal. Con las retroexcavadoras. Esta viene abriéndole camino a la gran minería. En 2013 murieron 23 personas en un derrumbe de la mina. En 2014 el río estaba lleno de retroexcavadoras y la gente se envalentonó y se fue a sacarlas. Yo, que estaba en Cali, iba para la universidad y me tocó bajarme del bus y devolverme para Suárez. Después de eso empezaron a llegar amenazas a todos diciendo que iban a matar a los hijos. Un día un compadre vino a decirme que me estaban buscando para matarme. La cosa se empezó a poner fea, pero no aflojamos. Nos fuimos al río a sacar a esa gente y como la respuesta fue la violencia, decidimos irnos caminando hasta Bogotá”, recuerda Francia, quien lideró esta lucha contra la minería ilegal, a partir de la cual se dio a conocer nacionalmente, al punto de ser premiada con el Goldman y hoy esta mujer, nacida de la entraña de las minas ancestrales de Buenos Aires, es una lideresa de discurso potente que quiere ser presidenta de Colombia.
*Lea en nuestra edición de lunes festivo, la segunda parte de este reportaje, centrada en la violencia producto de la coca.
En el extremo occidental del río Cauca, antes de que bote sus aguas al Naya y de que salgan mezclados al océano Pacífico, se encuentran Buenos Aires y Suárez. Son parte de los quince municipios que componen el norte de Cauca y constituyen el corazón de los territorios negros de una región donde abundan el agua y el oro. Dos recursos que, sumados a la fertilidad de las tierras, han despertado la ambición de empresarios y grupos armados. Hace cuatros años, la firma del Acuerdo de Paz con las Farc esperanzó a sus habitantes de que la guerra había acabado, pero no ha sido así. Al salir la guerrilla entraron hombres en camuflado, llegaron gentes de Nariño y Valle a sembrar coca y comprar tierras; los paramilitares, ya sin uniformes pero aún armados, se reafirmaron en sus entables de oro, y volvieron el miedo y la zozobra.
En 2020, Buenos Aires vivió dos masacres en las que fueron asesinadas nueve personas, mientras en Suárez se registró una en la que hubo tres muertos. Esta semana se registró el asesinato de tres jóvenes en uno de los corregimientos de Suárez, la primera masacre del año en este municipio. Según las cifras de la Dijín en Cauca, en mayo se registraron dos homicidios en Buenos Aires y tres en Suárez, con lo cual suman ocho y once asesinatos, respectivamente, para 2021. Las cifras muestran un aumento en los casos de muertes violentas; por ejemplo, en Suárez ha habido cuatro asesinatos más que el año pasado. Además, que los crímenes en estos dos municipios son como los que se vieron en los peores tiempos de la incursión paramilitar, cuando el Bloque Calima al mando de H. H. dejó una huella indeleble por su sevicia e inhumanidad.
(Puede interesarle: Los reclamos de los cocaleros, otra cara del paro nacional en el Cauca)
A los dos municipios los une, y a la vez los separa, el río Ovejas. Están a una hora y media de Cali y a treinta minutos de Santander de Quilichao, atravesando los extensos cañaduzales. Para llegar a ellos hay que cruzar el puente de Timba, donde los paramilitares, en la década de 2000, pusieron su comando central y desde donde iniciaron su recorrido fratricida en lo que se denominó la masacre del Naya. Fue en Semana Santa de 2001 cuando H. H. y su gente decidieron responder al secuestro de los feligreses de La María, en Cali, perpetrado por el Eln, atravesando el Cauca, desde Timba hasta Puerto Merizalde, en el Pacífico, asesinando, violando y torturando al que se encontraban por el camino. Las comunidades hablan de más de cien muertos y la Fiscalía —parecida a la de hoy— solo reconoció treinta homicidios.
De estos tiempos, la gente de Yolombó, una vereda de Buenos Aires, recuerda cómo, en la espesura de la noche, los habitantes oían los ajusticiamientos que perpetraban los paramilitares. “En las noches, que no se oía ni un murmullo, ni prendía una luz, oíamos los tiros con que asesinaban a la gente, a nuestra gente. Se veían los fogonazos. Uno ya sabía que alguien había sido asesinado en La Corcovada, la hacienda de los Mosquera, donde los paras montaron su centro de mando”, recuerda un poblador de los tiempos en que un paramilitar con el alias de Bocanegra se hizo tristemente célebre en esta región.
El dulce rastro del despojo
Sebastián de Belalcázar, fundador de Cali y conquistador del Valle —al que hoy le derriban sus estatuas—, fue quien introdujo la caña de azúcar en estas tierras. Se dice que el primer sembrado estuvo en su estancia en Yumbo, pero la propagación de los cañaduzales estuvo asociada a la esclavitud y esta, a su vez, a la minería y la ganadería. Los esclavizados necesitaban miel, guarapo y carne; y el ganado, melaza. De ahí que uno de los engranajes de la economía colonial fuera la caña de azúcar. En 1851, cuando se abolió la esclavitud, las haciendas cañeras decayeron, pero sus propietarios se dedicaron a la producción de aguardiente, necesario para las fiestas y las guerras, actividades de las que en Colombia somos fanáticos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, las guerras civiles destruyeron la economía cafetera, cuyas exportaciones sostenían al Estado, mientras el consumo interno de azúcar creció. Al terminar la última gran guerra del XIX, la de los Mil Días, nacieron los primeros ingenios, que fueron fundados en Santander de Quilichao, donde la tierra estaba en manos de indígenas y negros.
Con el crecimiento de la industria se necesitaba tierra y para conseguirla los hacendados acudieron a otra antigua práctica: el desplazamiento forzado, que produce dos efectos en favor del capital: de un lado obtienen la tierra, y del otro, el desplazado se convierte en asalariado, en mano de obra.
La presión contra campesinos, negros e indígenas del norte de Cauca fue brutal entre 1912 y 1938. Durante ese tiempo también llegó al Valle del Cauca capital estadounidense para invertir en los ingenios y en las obras de infraestructura, como el ferrocarril entre Cali y Buenaventura, en la década de 1920. Fue tanta la presión violenta sobre las tierras y la gente, que empezaron a surgir ligas campesinas, que, como hoy ocurre, fueron enfrentadas “preventivamente” por cuerpos especiales de policía creados a solicitud del gobernador de la época y los dueños de los ingenios. Superada la recesión de 1929, el hambre de tierra les volvió y lo que antes fueron haciendas ganaderas se convirtieron en ingenios azucareros. El proceso de transformación necesitaba tierra, y al tiempo que los latifundistas del Valle y de Cauca desbordaron su codicia, los campesinos intentaron resistir en ligas y sindicatos, que por esos días empezaban a ganar terreno.
El encuentro de estas dos fuerzas fue el germen de la violencia de la década de 1940. Los cañeros crearon grupos privados de seguridad que decían defender el orden, la familia y la propiedad. Y tras la muerte de Gaitán, en 1948, la guerra ya tenía lista la palestra. Sobre el norte de Cauca, en Caloto y Miranda, los conservadores —los mismos dueños de los ingenios— soltaron sus bandas de matones y chulavitas en una cruzada racista. Llegaban por la noche a los territorios negros —que en ese tiempo no eran concebidos así— para sacar a la gente de sus casas y matarla. La gente se defendió y casó la pelea, pero la perdió. En una década y media sacaron a colonos y campesinos de estas tierras del sur del Valle. Los indígenas se recogieron en la cordillera Central y los negros se desplazaron hacia la zona minera del norte del Cauca, principalmente a Suárez y Buenos Aires.
Yolombó, Suárez
En la casa de la prima Karen, la familia se reúne para celebrar la vida; comen, brindan y empieza la fiesta. Bailan. En un momento, Francia Márquez, nacida, criada y luchada en estas tierras, encabeza la pista. Uno a uno se le van uniendo, tomando de la cintura al del frente. Francia marca el paso y el que la sigue imita su movimiento. Todos forman una especie de tren en el que copian el movimiento del que va adelante. Avanzan impulsando el torso hacia adelante, la cabeza sobresale y la cintura va hacia atrás haciendo una pequeña inclinación. Los pies, uno adelante y otro atrás, se intercalan pero se mantienen a una distancia de unos cincuenta centímetros. El baile deja de ser un acto de eminente diversión y se convierte en un rito. Un baile que se llama la fuga y evoca los tiempos en que fueron esclavizados; el movimiento y la distancia entre pie y pie rememoran los grilletes. La energía de la fiesta se concentra en la cadena de hombres y mujeres que bailan tomados de la cintura y al son de una música que esencialmente es percusión, y quienes bailan están conectados y sincronizados —entre ellos y con sus antepasados— desde el primero hasta el último.
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Uno de los hombres pasa de los sesenta años. Cuerpo de minero, fuerte, alto y con una sonrisa generosa, cuenta la historia de la comunidad. “En los tiempos de la Colonia esto se llamaba Jelima. Aquí los españoles metieron tres frentes de mina en 1636. Trajeron esclavizados del Congo, Malí y Nigeria. Esta es la única región de Colombia donde los negros conservamos nuestros apellidos originales: Mina, Mandinga, Carabalí (mineros); Ocoro, Balanta (agricultores); Lucumí (cazadores). Cada familia tiene una tradición. Es una comunidad que no perdió su vínculo africano ni ha olvidado la ignominia de la esclavitud. No ha llegado el reguetón, ni a la fiesta ni a las tiendas; es más, casi que no llegó ni el coronavirus. Tampoco el Estado, pero lo que sí llega es toda clase de intentos de despojo territorial y cultural.
La historia dice que luego de la abolición de la esclavitud, los libertos negociaron con la familia Concha, de Popayán, las Minas de Adentro, como se conocía a los tres frentes de mina: Cerro Teta, Asuazú y La Toma. Según las historiadoras Andrea Catalina Buenaventura y Daniela Trujillo, los libertos pagaron $314.000. En 1920 empezaron a llegar empresas mineras a la zona. Primero la Gold Dreadging, luego la Asnazú Company. A mediados de la década de 1930 llegaron particulares, los hermanos Visso González, los Garcés Giraldo y otros acaudalados de Antioquia y Valle del Cauca. En 1950 el Gobierno compró a los particulares los derechos sobre las tierras y las minas y las repartió entre la gente, y así se formó Suárez como centro urbano donde vivían los mineros.
Hidroeléctrica
Al tiempo que crecieron los ingenios del Valle del Cauca y se extendieron hacia Cauca, Colombia entró en la moda de la generación de energía. Deslumbrados, una vez más, por lo que ocurría en Estados Unidos, algunos empresarios se propusieron adelantarse a la crisis energética y proyectaron la necesidad de crear una hidroeléctrica utilizando la fuerza del río Cauca. Así, en la segunda mitad de la década de 1970 empezó a llegar la maquinaria que daría vida al embalse de Salvajina. La construcción, propiamente dicha, empezó en 1981 y terminó en 1985. Una presa de 35 kilómetros capaz de generar 270.000 kW. La historia del proyecto hidroeléctrico alberga un capítulo de fuertes enfrentamientos entre mineros y constructores. El conflicto se zanjó con un período de gracia en el que la compañía permitió que quien quisiera mineara sobre el lecho del río, que quedó seco cuando frenaron el cauce. Esto dio paso a una fiebre del oro en la que alcanzó a haber 8.000 personas de toda la región, y hasta de otros departamentos, rascando la tierra mientras la maquinaria de la presa avanzaba en la construcción. Fueron tiempos de riqueza que la gente recuerda como los tiempos del kilo de oro. Pronto esta situación se convirtió en un conflicto donde terminaron por meter el Ejército y tras un pulso violento, con muertos, bonanza, corrupción administrativa y todo lo que atrae la riqueza, en enero de 1985 empezó la inundación de las tierras y el llenado del vaso.
Aunque la presa se llenó, el mito de la riqueza aurífera de la región quedó dando vueltas como un fantasma. La gente que vino de pueblos y municipios lejanos, principalmente del Pacífico y Antioquia, buscó minear en los tributarios del río Cauca. Descubrieron así el río Ovejas, que desemboca en el Cauca, aguas abajo de la presa a la altura de Suárez. El oro fue atrayendo mineros artesanales y luego gente con más ambiciones, plata y armas. Estos fueron quienes en 1994 metieron 16 retroexcavadoras al río. La gente se alertó porque las máquinas llegan respaldadas por un fusil o un empresario, que muchas veces vienen juntos. Al poco tiempo apareció un proyecto para la desviación del río Ovejas al embalse de Salvajina para aumentar el caudal y, por lo tanto, la generación de energía. Así vino un nuevo pulso entre la gente y el Gobierno —que actúa en representación de los intereses empresariales— y finalmente, tras un estudio socioambiental y un intento de consulta previa, el proyecto tuvo que ser archivado. En 2004 el entonces presidente Uribe volvió a intentarlo sin éxito, pero la gente sabe que es una idea que en cualquier momento desempolvan.
Hoy la Salvajina, además de hidroeléctrica, es un balneario que aun en tiempos de pandemia recibe cientos de personas cada fin de semana. Las familias de Buenos Aires, Suárez y los municipios vecinos van a pasar el domingo, a nadar, cocinar en una olla al fuego de leña o almorzar en alguno de los tantos restaurantes que hay. También venden recorridos en lanchas por la presa, y entran y salen lanchas de línea que transportan a la gente de las comunidades que quedaron aisladas por la hidroeléctrica y que deben atravesar la laguna para llegar a sus casas. Con excepción de estas familias que minean detrás de la presa, los que van a la Salvajina lo hacen en plan familiar y festivo; por lo que, como en cualquier balneario, el ambiente es de música —reguetón o popular— a todo volumen, gritos y risas. La gente en vestido de baño y caminando de puntas en el pedregal de la ladera con la que se encerró el río Cauca. Del otro lado se alcanzan a ver los toldos de los mineros que hacen túneles en la montaña, también se ve el muro de la presa custodiado por Ejército y guardas de seguridad privada. La hidroeléctrica está en poder de una multinacional.
La lucha por el reconocimiento
Aun así, por el río Ovejas han aparecido los problemas. Su cuenca baja está en el área minera que fue concesionada a empresas internacionales como la Anglo Gold Ashanti (hoy Prodeco), la cual viene amenazando con irse del país si no se les entregan títulos, permisos de explotación y rebajas tributarias. La concesión entre Suárez y Buenos Aires fue de 50.000 hectáreas divididas en 33 títulos mineros. Uno de estos fue entregado en 2002 al señor Héctor de Jesús Sarria. Se trata de 99 hectáreas que habían sido entregadas a dedo a un particular y sobre las cuales la gente exigía una consulta previa. La queja llegó a los tribunales y el Gobierno mandó a un funcionario del Ministerio del Interior, que no dudó en descartar la presencia de comunidades negras en la zona. Sarria se frotó las manos, pidió un amparo administrativo y una orden de desalojo. “Coincidencialmente”, pasaban por allí los paramilitares con brazaletes de Águilas Negras, que decidieron amenazar a la gente y sacar a los mineros. El ambiente se puso tenso y mucha gente tuvo que abandonar la zona. Unos se fueron para Cali y otros a Bogotá. Quienes se quedaron a pelear tuvieron que enterrar a los ocho mineros asesinados el 7 de abril de 2010 en Suárez.
(También lea: Vientos de guerra en el Norte de Cauca)
“Estuvimos a punto de ser desalojados por la Anglo Gold Ashanti. Cuando el Ministerio del Interior certificó que en este territorio no había comunidades negras, porque no teníamos título colectivo, nos metieron 1.500 efectivos del Esmad. Teníamos temor, pero también valor de sobra para pelear por lo que nos dejaron nuestros abuelos. Para nosotros el oro es la recompensa que nos dejó la vergüenza de la esclavitud. Lo trabajamos de a poquito para que nos sirva para comer, pero también les quede a nuestros hijos y a nuestros nietos. El oro es celoso y se esconde de los codiciosos. Debe ser por eso que cuando ya todo parecía perdido para nosotros y ganado para el señor Sarria, la Corte revisó la tutela que habíamos puesto con la comunidad y nos dio la razón”, recuerda un viejo minero de La Toma. Estaban saliendo de esa batalla cuando se vino un nuevo pleito. A la derrota de Sarria en la Corte le siguió la llegada de las retros a escarbar las orillas del Ovejas y en esta parte de la historia surge Francia Márquez, en ese entonces una jovencita de una familia de larga tradición de liderazgos.
“En 2009 arrancamos la lucha dura contra la minería ilegal y contra unos títulos mineros que le entregaron a la Anglo Gold. Tutelamos ante la Corte Constitucional y ganamos. Ahí se me vinieron las amenazas y luego llegó la minería ilegal. Con las retroexcavadoras. Esta viene abriéndole camino a la gran minería. En 2013 murieron 23 personas en un derrumbe de la mina. En 2014 el río estaba lleno de retroexcavadoras y la gente se envalentonó y se fue a sacarlas. Yo, que estaba en Cali, iba para la universidad y me tocó bajarme del bus y devolverme para Suárez. Después de eso empezaron a llegar amenazas a todos diciendo que iban a matar a los hijos. Un día un compadre vino a decirme que me estaban buscando para matarme. La cosa se empezó a poner fea, pero no aflojamos. Nos fuimos al río a sacar a esa gente y como la respuesta fue la violencia, decidimos irnos caminando hasta Bogotá”, recuerda Francia, quien lideró esta lucha contra la minería ilegal, a partir de la cual se dio a conocer nacionalmente, al punto de ser premiada con el Goldman y hoy esta mujer, nacida de la entraña de las minas ancestrales de Buenos Aires, es una lideresa de discurso potente que quiere ser presidenta de Colombia.
*Lea en nuestra edición de lunes festivo, la segunda parte de este reportaje, centrada en la violencia producto de la coca.