Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro II
Estos territorios, ocupados a partir de la minería y la esclavitud desde tiempos coloniales, enfrentan un nuevo capítulo de violencia, esta vez provocado por el auge de los cultivos de coca y la presencia de nuevos grupos armados: disidencias, Eln y carteles mexicanos.
Como dice el dicho popular: mucha agua ha pasado bajo el puente. La pelea contra los paras que se plantaron en el puente de Timba a asesinar a la gente, el pleito con el señor Sarria, el pulso con un Estado que quería entregar sus minas a la Anglo Gold y la cruzada contra las retros. Luego vino para Buenos Aires el último envión, en la guerra contra las Farc. Allí mataron a Alfonso Cano en un operativo militar de grandes proporciones; en abril de 2015, ya en medio del proceso de paz, la guerrilla emboscó al Ejército, acampado en un colegio de Buenos Aires, y le mató catorce soldados. Luego vino un breve tiempo de ilusión y alegría. El proceso de paz hizo soñar a la gente de Buenos Aires, que tanta guerra ha vivido, que por fin volvería al río sin miedo. Con la firma hubo fiestas, urras, bailes y comidas, pero antes que la institucionalidad, un profesor o un médico, a Suárez llegó lo que nunca había llegado: la coca.
(Lea la primera parte: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro)
“Aquí nunca hubo coca. La coca llegó después del Acuerdo de Paz. Hoy, en Suárez se vive la época más violenta en los últimos años. Han matado más gente que en la masacre del Naya. El doble ya. Ya pasaron de 200 desde 2016. Cuando había Farc la cosa estaba mejor. Con ellos se podía hablar, uno podía hacer un acuerdo para que dejaran trabajar, pasar para un lado o pagar la vacuna. Ahora tenemos Eln, disidencias de la tal Jaime Martínez y hasta carteles mexicanos. La economía legal no puede con la ilegal. Los mexicanos están pagando cuatro cosechas por adelantado. Eso ha traído cosas para las que no estábamos preparados: plata y conflictos internos. Lo único que le puede hacer frente a la coca es el oro y ahí aparece el problema del mercurio. Esta es una zona estratégica que conecta Buenaventura con el Patía, Corinto y por ahí directo a Nariño, Tumaco y el Pacífico. Por eso nos tienen tanta gana”, señala el viejo minero que le hizo frente a la defensa del territorio en 2009.
En Buenos Aires hay minas de oro y mujeres valientes. Ellas han sido las que han liderado los grandes procesos de defensa del territorio y dicen las cosas como son. Un grupo —la mayor de unos sesenta años y la más joven de unos 16—, me confió la situación que se vivía en sus veredas. Yulisa tiene unos cincuenta años, el pelo perfectamente trenzado y peinado como un dibujo, explica lo que ocurre: “Aquí no hay esperanza para los jóvenes. Hay servicio militar o se van para otro grupo, o cuando menos se ponen a raspar coca. La cosa es complicada. Los líderes estamos en la defensa del territorio, pero las economías ilegales están cooptando a los muchachos y fuera de eso en esta pandemia, como los jóvenes dejaron de ir al colegio, la cosa se acabó de complicar. Imagínese la tal virtualidad en una casa con cuatro niños y un solo celular. Entonces ¿qué hace la gente? Pues se va para la mina”.
“Vemos cada día cómo asesinan gente. Matan de día en pleno parque de Suárez. La gente desaparece y dos horas después resulta que encuentran un desmembrado. El Ejército está acá hasta las 10 de la mañana, luego se va, y a las 2 de la tarde ocurre una masacre. Los grupos se pasean “enfusilados” por todos lados. El miedo ha sido instrumentalizado para este despojo territorial y cultural. Hace unos meses mataron a seis jóvenes sin mediar palabra. Estaban reunidos y les tiraron una granada. No es justo. Nos han querido sacar de nuestras tierras a punta de minería ilegal, que ha sido por años el rebusque, y ahora con cultivos ilícitos. Están arrasando con la comunidad”, agrega esta mujer con una angustia evidente en los ojos.
(Lea también: Corinto: donde opera la ley del silencio)
La interrumpe una más joven, maestra de escuela y con vestimenta colorida. “Llevamos muchos años resistiendo para sobrevivir. La defensa del río Ovejas, en 2009, y en 2014 con la movilización resistimos al desalojo. Resistimos a la megaminería. Hemos dado mil batallas por este territorio, y en general siempre estábamos juntos como comunidad, pero el daño que está haciendo la coca es muy grande, porque alguna gente, principalmente colonos, nos acusa de no querer el desarrollo. No se han dado cuenta de que para nosotros el desarrollo no es lo que es para ellos”, explica Alcira, quien, de otro lado, destaca algunos efectos positivos de la pandemia: “El COVID nos hizo reflexionar. Hemos vuelto a la agricultura. Vimos que estábamos muy metidos en la mina y abandonamos las fincas. Hemos vuelto a sembrar y este año vamos a tener una cosecha muy buena: sembramos 700 matas de colí. También se retomó la medicina tradicional, porque nadie quería ir a los hospitales a que lo legalizaran. Lo otro que se ha visto este año es que tanto tiempo de encierro se tradujo en muchos embarazos”.
Le sigue en la palabra don Luis, único hombre en el encuentro, profesor de escuela, de cuerpo menudo y risa fácil. Antes de hablar, carraspea como advirtiendo que va a tocar un tema delicado: “Siento temor con los cultivos ilícitos. A este territorio ha venido llegando mucha gente de afuera: paisas, pastusos y costeños. Vienen a trabajar la coca y al tiempo a meterle maquinaria al oro. La falta de empleo ha hecho que los muchachos se vayan a trabajar a los cultivos. Siento que la lucha por la defensa del territorio cada día es más dura y que lamentablemente la estamos perdiendo. Fuera de eso, algo que nunca había ocurrido es que se disparara la tierra. Nuestras familias están vendiendo los predios y se está poblando este territorio de gente que no es de acá. Están comprando la hectárea a $30 millones, cuando acá nunca han costado más de $6 millones. Tal vez la única vez que ocurrió esto fue con el auge de la minería ilegal”, advierte con tono ceremonial y evidente angustia.
El turno ahora es para Deyanira, de unos 45 años. “Después de la firma del Acuerdo de Paz llegaron los cultivos ilícitos. Aquí nunca habíamos tenido, eso era para el Naya. Hoy matan a los muchachos en la cabecera municipal como si nada. Y no simplemente los matan: hace unos meses a una persona la descuartizaron y la dejaron ahí para que todo el mundo viera eso. El año pasado tuvimos dos masacres. Hace algunos días unos hombres armados llegaron a un barrio disparando a la loca. El norte de Cauca se está poniendo muy duro. Antes uno sabía quiénes eran los armados y podía ir a decirles y ahora uno no sabe de dónde viene la bala. Volvió a aparecer la ‘limpieza social’, que había desaparecido desde que se fueron los paras. La violencia que llega con la coca es incontrolable. Asesinatos terribles: eso que pasa en Buenaventura, Tumaco y la cuenca del Micay es la coca”, sostiene.
Una maestra de escuela pide la palabra para sumar sus angustias: “A raíz de la pandemia, como no hay educación presencial, muchos de los pela’os están desertando de la escuela para irse a raspar coca. Y a los profesores, los armados nos ven como enemigos porque somos los que tratamos de frenar que los pela’os abandonen la escuela. La gente está cambiando de mentalidad. Suárez tiene un auge económico y eso se ve en los muchachos. Y es que cómo se van a mantener estudiando si el vecino que se fue a raspar coca a la semana de trabajo ya tiene moto, zapatillas nuevas y celular último modelo. ¿Cómo enfrentamos esto?”, pregunta.
De alguna manera, la diferencia con los tiempos del auge de la minería es que existía una marcada distancia entre los que llegaron a minear y la comunidad, pero con la coca el problema es que están cooptando a la propia gente de la región, y que son los vecinos, sus hijos, sobrinos y nietos los que están metidos en el negocio. La coca está logrando lo que no pudieron los españoles de la Colonia, los empresarios de la caña ni los grupos armados: fragmentar una comunidad que lleva dos siglos luchando unida en defensa de su territorio. “Con el auge de la minería pasó algo similar, pero en pequeñas proporciones. Algunas personas nos acusaban de querer matarlas de hambre, porque no queríamos las máquinas. Los dueños de las retros decían que los líderes estábamos contra el desarrollo, pero la mayoría de la gente estaba con nosotros. Ahora es distinto. Los dueños de los cultivos les están dando confianza a los muchachos de acá. Les dan puestos de administradores y están exponiendo a la comunidad, porque entonces se meten es en la intimidad, en nuestras casas, en nuestras familias; y dígame uno de ahí ¿cómo erradica este problema?”.
La más joven del grupo pide la palabra para exponer su perspectiva. “A las mujeres nos están llegando ofertas para ir a cocinar a los raspaderos. A mí me han ofrecido varias veces, y me indigna que la gente se vaya por falta de dinero. Nosotros hemos luchado mucho por este territorio y por la dignidad para que ahora vengan a entregársela así. Ayer llegó un señor a la casa y le dijo a la gallada que estaba ahí: “Oigan, vayan a llenar chuspas”. Y es que en un rato se hacen $50.000 o $100.000. El señor les dijo que él les hacía el puente con los patrones; que no se preocuparan, que fueran a trabajar, compraran un celular y así estudiarían y trabajarían. El Ejército es la principal banda que está viviendo de la coca. En 2014 luchamos contra la minería. Yo era chiquita, pero recuerdo cómo estábamos juntos en la lucha; ahora luchamos contra la coca y nos toca a algunos solitos”, refiere la joven, que no alcanza los 18 años.
(Lea más: Suárez: el penúltimo peaje del narcotráfico hacia el Pacífico)
Una de las lideresas, que había permanecido en silencio, levanta la mano para dar su mirada: “Paradójico que con el Gobierno de la tal seguridad y el que iba contra el narcotráfico sea con en el que la coca se expandió por todo el país. La inoperancia del Acuerdo de Paz ha incentivado la violencia. Al no haber cumplimiento, muchos de los que dejaron las armas se devolvieron pa’l monte; los que hicieron acuerdos de sustitución y los dejaron tirados en la mitad del proceso pues volvieron a la coca, y los negros, que hemos visto que ese capítulo étnico lo miran con desprecio, ya no creemos en nada. Lo del PNIS fue trágico. Incentivó una esperanza. Los cultivadores hasta arrendaron tierra para cultivar y recibir indemnizaciones, y luego dejaron a la gente embarcada; para rematar, salieron las Farc y entró el capital extranjero. Los carteles pagaron tres y cuatro cosechas por adelantado. Están además comprando las tierras a unos precios que nunca se habían visto acá. El compromiso hizo conflictos sociales y étnicos”.
La conclusión es dramática, y la da el viejo minero arqueando las cejas y temblando en señal de impotencia: “Nosotros enfrentamos la minería, pero siento que no vamos a poder enfrentar la coca. El camino es la titulación colectiva, pero hay poderes que no quieren. Como la economía familiar se afectó con la pandemia, entonces el problema en sí no son los cultivos ilícitos, sino la violencia que llega con la coca. Tuvimos mucha deserción escolar y les dije a los muchachos que qué estaba pasando y me contestaron que estudiar no daba plata. Les pagan a $100.000 la arroba de hoja; entonces ahora tenemos pela’os con plata, comprando celulares y motos; abrieron un poco de chochales y chongos en el pueblo. Y ya no son los afueranos los que están con el cuento de la coca, ya los de acá también quieren sembrar. Y es que vienen con plata, cada tres meses reciben $30 o $40 millones. Y entonces los que no están metidos empiezan a interesarse, porque ven cómo les va a los que sí están”.
Como dice el dicho popular: mucha agua ha pasado bajo el puente. La pelea contra los paras que se plantaron en el puente de Timba a asesinar a la gente, el pleito con el señor Sarria, el pulso con un Estado que quería entregar sus minas a la Anglo Gold y la cruzada contra las retros. Luego vino para Buenos Aires el último envión, en la guerra contra las Farc. Allí mataron a Alfonso Cano en un operativo militar de grandes proporciones; en abril de 2015, ya en medio del proceso de paz, la guerrilla emboscó al Ejército, acampado en un colegio de Buenos Aires, y le mató catorce soldados. Luego vino un breve tiempo de ilusión y alegría. El proceso de paz hizo soñar a la gente de Buenos Aires, que tanta guerra ha vivido, que por fin volvería al río sin miedo. Con la firma hubo fiestas, urras, bailes y comidas, pero antes que la institucionalidad, un profesor o un médico, a Suárez llegó lo que nunca había llegado: la coca.
(Lea la primera parte: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro)
“Aquí nunca hubo coca. La coca llegó después del Acuerdo de Paz. Hoy, en Suárez se vive la época más violenta en los últimos años. Han matado más gente que en la masacre del Naya. El doble ya. Ya pasaron de 200 desde 2016. Cuando había Farc la cosa estaba mejor. Con ellos se podía hablar, uno podía hacer un acuerdo para que dejaran trabajar, pasar para un lado o pagar la vacuna. Ahora tenemos Eln, disidencias de la tal Jaime Martínez y hasta carteles mexicanos. La economía legal no puede con la ilegal. Los mexicanos están pagando cuatro cosechas por adelantado. Eso ha traído cosas para las que no estábamos preparados: plata y conflictos internos. Lo único que le puede hacer frente a la coca es el oro y ahí aparece el problema del mercurio. Esta es una zona estratégica que conecta Buenaventura con el Patía, Corinto y por ahí directo a Nariño, Tumaco y el Pacífico. Por eso nos tienen tanta gana”, señala el viejo minero que le hizo frente a la defensa del territorio en 2009.
En Buenos Aires hay minas de oro y mujeres valientes. Ellas han sido las que han liderado los grandes procesos de defensa del territorio y dicen las cosas como son. Un grupo —la mayor de unos sesenta años y la más joven de unos 16—, me confió la situación que se vivía en sus veredas. Yulisa tiene unos cincuenta años, el pelo perfectamente trenzado y peinado como un dibujo, explica lo que ocurre: “Aquí no hay esperanza para los jóvenes. Hay servicio militar o se van para otro grupo, o cuando menos se ponen a raspar coca. La cosa es complicada. Los líderes estamos en la defensa del territorio, pero las economías ilegales están cooptando a los muchachos y fuera de eso en esta pandemia, como los jóvenes dejaron de ir al colegio, la cosa se acabó de complicar. Imagínese la tal virtualidad en una casa con cuatro niños y un solo celular. Entonces ¿qué hace la gente? Pues se va para la mina”.
“Vemos cada día cómo asesinan gente. Matan de día en pleno parque de Suárez. La gente desaparece y dos horas después resulta que encuentran un desmembrado. El Ejército está acá hasta las 10 de la mañana, luego se va, y a las 2 de la tarde ocurre una masacre. Los grupos se pasean “enfusilados” por todos lados. El miedo ha sido instrumentalizado para este despojo territorial y cultural. Hace unos meses mataron a seis jóvenes sin mediar palabra. Estaban reunidos y les tiraron una granada. No es justo. Nos han querido sacar de nuestras tierras a punta de minería ilegal, que ha sido por años el rebusque, y ahora con cultivos ilícitos. Están arrasando con la comunidad”, agrega esta mujer con una angustia evidente en los ojos.
(Lea también: Corinto: donde opera la ley del silencio)
La interrumpe una más joven, maestra de escuela y con vestimenta colorida. “Llevamos muchos años resistiendo para sobrevivir. La defensa del río Ovejas, en 2009, y en 2014 con la movilización resistimos al desalojo. Resistimos a la megaminería. Hemos dado mil batallas por este territorio, y en general siempre estábamos juntos como comunidad, pero el daño que está haciendo la coca es muy grande, porque alguna gente, principalmente colonos, nos acusa de no querer el desarrollo. No se han dado cuenta de que para nosotros el desarrollo no es lo que es para ellos”, explica Alcira, quien, de otro lado, destaca algunos efectos positivos de la pandemia: “El COVID nos hizo reflexionar. Hemos vuelto a la agricultura. Vimos que estábamos muy metidos en la mina y abandonamos las fincas. Hemos vuelto a sembrar y este año vamos a tener una cosecha muy buena: sembramos 700 matas de colí. También se retomó la medicina tradicional, porque nadie quería ir a los hospitales a que lo legalizaran. Lo otro que se ha visto este año es que tanto tiempo de encierro se tradujo en muchos embarazos”.
Le sigue en la palabra don Luis, único hombre en el encuentro, profesor de escuela, de cuerpo menudo y risa fácil. Antes de hablar, carraspea como advirtiendo que va a tocar un tema delicado: “Siento temor con los cultivos ilícitos. A este territorio ha venido llegando mucha gente de afuera: paisas, pastusos y costeños. Vienen a trabajar la coca y al tiempo a meterle maquinaria al oro. La falta de empleo ha hecho que los muchachos se vayan a trabajar a los cultivos. Siento que la lucha por la defensa del territorio cada día es más dura y que lamentablemente la estamos perdiendo. Fuera de eso, algo que nunca había ocurrido es que se disparara la tierra. Nuestras familias están vendiendo los predios y se está poblando este territorio de gente que no es de acá. Están comprando la hectárea a $30 millones, cuando acá nunca han costado más de $6 millones. Tal vez la única vez que ocurrió esto fue con el auge de la minería ilegal”, advierte con tono ceremonial y evidente angustia.
El turno ahora es para Deyanira, de unos 45 años. “Después de la firma del Acuerdo de Paz llegaron los cultivos ilícitos. Aquí nunca habíamos tenido, eso era para el Naya. Hoy matan a los muchachos en la cabecera municipal como si nada. Y no simplemente los matan: hace unos meses a una persona la descuartizaron y la dejaron ahí para que todo el mundo viera eso. El año pasado tuvimos dos masacres. Hace algunos días unos hombres armados llegaron a un barrio disparando a la loca. El norte de Cauca se está poniendo muy duro. Antes uno sabía quiénes eran los armados y podía ir a decirles y ahora uno no sabe de dónde viene la bala. Volvió a aparecer la ‘limpieza social’, que había desaparecido desde que se fueron los paras. La violencia que llega con la coca es incontrolable. Asesinatos terribles: eso que pasa en Buenaventura, Tumaco y la cuenca del Micay es la coca”, sostiene.
Una maestra de escuela pide la palabra para sumar sus angustias: “A raíz de la pandemia, como no hay educación presencial, muchos de los pela’os están desertando de la escuela para irse a raspar coca. Y a los profesores, los armados nos ven como enemigos porque somos los que tratamos de frenar que los pela’os abandonen la escuela. La gente está cambiando de mentalidad. Suárez tiene un auge económico y eso se ve en los muchachos. Y es que cómo se van a mantener estudiando si el vecino que se fue a raspar coca a la semana de trabajo ya tiene moto, zapatillas nuevas y celular último modelo. ¿Cómo enfrentamos esto?”, pregunta.
De alguna manera, la diferencia con los tiempos del auge de la minería es que existía una marcada distancia entre los que llegaron a minear y la comunidad, pero con la coca el problema es que están cooptando a la propia gente de la región, y que son los vecinos, sus hijos, sobrinos y nietos los que están metidos en el negocio. La coca está logrando lo que no pudieron los españoles de la Colonia, los empresarios de la caña ni los grupos armados: fragmentar una comunidad que lleva dos siglos luchando unida en defensa de su territorio. “Con el auge de la minería pasó algo similar, pero en pequeñas proporciones. Algunas personas nos acusaban de querer matarlas de hambre, porque no queríamos las máquinas. Los dueños de las retros decían que los líderes estábamos contra el desarrollo, pero la mayoría de la gente estaba con nosotros. Ahora es distinto. Los dueños de los cultivos les están dando confianza a los muchachos de acá. Les dan puestos de administradores y están exponiendo a la comunidad, porque entonces se meten es en la intimidad, en nuestras casas, en nuestras familias; y dígame uno de ahí ¿cómo erradica este problema?”.
La más joven del grupo pide la palabra para exponer su perspectiva. “A las mujeres nos están llegando ofertas para ir a cocinar a los raspaderos. A mí me han ofrecido varias veces, y me indigna que la gente se vaya por falta de dinero. Nosotros hemos luchado mucho por este territorio y por la dignidad para que ahora vengan a entregársela así. Ayer llegó un señor a la casa y le dijo a la gallada que estaba ahí: “Oigan, vayan a llenar chuspas”. Y es que en un rato se hacen $50.000 o $100.000. El señor les dijo que él les hacía el puente con los patrones; que no se preocuparan, que fueran a trabajar, compraran un celular y así estudiarían y trabajarían. El Ejército es la principal banda que está viviendo de la coca. En 2014 luchamos contra la minería. Yo era chiquita, pero recuerdo cómo estábamos juntos en la lucha; ahora luchamos contra la coca y nos toca a algunos solitos”, refiere la joven, que no alcanza los 18 años.
(Lea más: Suárez: el penúltimo peaje del narcotráfico hacia el Pacífico)
Una de las lideresas, que había permanecido en silencio, levanta la mano para dar su mirada: “Paradójico que con el Gobierno de la tal seguridad y el que iba contra el narcotráfico sea con en el que la coca se expandió por todo el país. La inoperancia del Acuerdo de Paz ha incentivado la violencia. Al no haber cumplimiento, muchos de los que dejaron las armas se devolvieron pa’l monte; los que hicieron acuerdos de sustitución y los dejaron tirados en la mitad del proceso pues volvieron a la coca, y los negros, que hemos visto que ese capítulo étnico lo miran con desprecio, ya no creemos en nada. Lo del PNIS fue trágico. Incentivó una esperanza. Los cultivadores hasta arrendaron tierra para cultivar y recibir indemnizaciones, y luego dejaron a la gente embarcada; para rematar, salieron las Farc y entró el capital extranjero. Los carteles pagaron tres y cuatro cosechas por adelantado. Están además comprando las tierras a unos precios que nunca se habían visto acá. El compromiso hizo conflictos sociales y étnicos”.
La conclusión es dramática, y la da el viejo minero arqueando las cejas y temblando en señal de impotencia: “Nosotros enfrentamos la minería, pero siento que no vamos a poder enfrentar la coca. El camino es la titulación colectiva, pero hay poderes que no quieren. Como la economía familiar se afectó con la pandemia, entonces el problema en sí no son los cultivos ilícitos, sino la violencia que llega con la coca. Tuvimos mucha deserción escolar y les dije a los muchachos que qué estaba pasando y me contestaron que estudiar no daba plata. Les pagan a $100.000 la arroba de hoja; entonces ahora tenemos pela’os con plata, comprando celulares y motos; abrieron un poco de chochales y chongos en el pueblo. Y ya no son los afueranos los que están con el cuento de la coca, ya los de acá también quieren sembrar. Y es que vienen con plata, cada tres meses reciben $30 o $40 millones. Y entonces los que no están metidos empiezan a interesarse, porque ven cómo les va a los que sí están”.