Caloto, la industrialización de la bonanza marimbera
Caña, coca y oro son las tres caras del despojo territorial y cultural de los consejos comunitarios del norte de Cauca.
El norte de Cauca está encendido. Semana tras semana el país registra el avance del horror en este territorio. Y es que el Acuerdo de Paz produjo un reacomodo del conflicto armado en Cauca que se tasa en muertos, masacres y desplazamientos. El vacío dejado por las Farc fue ocupado por estructuras vinculadas al negocio de la coca, primero en forma de bandolas locales y, después, por organizaciones que controlan las rutas —incluidos grandes carteles mexicanos—. Al tiempo, el Eln quiso copar los espacios dejados y adelantó sus líneas desde Nariño, a lo que respondió el Clan del Golfo con idénticas pretensiones. Luego hizo lo propio la disidencia liderada por Gentil Duarte, quien ordenó la creación del Comando Coordinador de Occidente, que no es otra cosa que la consolidación de un bloque guerrillero al estilo de la antigua insurgencia. Mejor dicho, las siete plagas de Egipto juntas y al mismo tiempo. De alguna manera, Cauca se convirtió en el primer campo de batalla de la nueva guerra llamada posconflicto.
(Lea la primera parte: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro)
Caloto está recostado sobre la frontera norte del departamento. Es un municipio bisagra entre los territorios colectivos de comunidades negras y la gran nación indígena del norte de Cauca, dominada por nasas y paeces. Es el punto de encuentro entre afros, indígenas y colonos campesinos. Está ubicado a 43 kilómetros de Cali y a 81 de Popayán, por lo que recibe, de un lado, la expansión industrial vallecaucana, y del otro, el ejercicio de soberanía territorial de la poderosa clase payanesa con sus haciendas ganaderas. Algunos historiadores bautizaron a Caloto como la “ciudad fénix” por la cantidad de veces que fue destruida y refundada en los tiempos coloniales. Como muchos de sus vecinos, la economía de Caloto depende de la minería de oro, la cual también atrajo la instalación de haciendas que tenían una doble función: controlar la tierra, más que todo las minas, y alimentar la mano de obra esclavizada, por lo que introdujeron ganadería y caña de azúcar.
Otro hito que marca la historia de este municipio es el terremoto del 6 de junio de 1994, el cual provocó la avalancha del río Páez, cuyo resultado fueron más de 1.100 muertos y 500 desaparecidos. Los municipios de Inzá y Páez quedaron sepultados en el lodo, por lo que los sobrevivientes tuvieron que abandonar sus casas. En respuesta, el gobierno de Ernesto Samper impulsó la denominada Ley Páez, que buscaba la activación económica de la región mediante incentivos tributarios a aquellas empresas que se instalaran, al estilo de una zona franca. La ley cobijó a los municipios de Caldono, Inzá, Jambaló, Toribío, Caloto, Totoró, Silvia, Páez, Santander de Quilichao, Popayán, Miranda, Morales, Padilla, Puracé, Tambo, Timbío y Suárez. Cientos de empresarios acudieron al llamado y llevaron allí sus plantas de trabajo, lo que produjo un fuerte movimiento en las poblaciones del norte de Cauca, que empezaron a recibir a cientos de migrantes de municipios vecinos y hasta de departamentos cercanos.
Gladys es una mujer negra que ronda los sesenta años. Es la matrona del grupo de lideresas reunidas en La Cumbre, Valle, para tramitar las angustias y los traumas que les ha producido la situación de violencia que viven en sus territorios: las amenazas y persecuciones que reciben a diario. Antes de iniciar la entrevista permaneció largo rato en silencio, escuchó a cada una de sus compañeras y con un gesto de modestia y timidez advirtió que iba a tratar de explicar lo que ha ocurrido en Caloto y en su vida. “En el norte de Cauca hemos sido víctimas de varios despojos: uno territorial y otro de identidad cultural. Estos dos despojos amenazan nuestra permanencia en el territorio”, sentencia a modo de epílogo de su discurso.
“Los mayores dicen que en la violencia del 48, los godos mataban negros por ser negros y por liberales. Cuentan que en las noches las casas de nuestra gente se quedaban vacías porque era peligroso dormir en ellas. Entonces la gente se metía a dormir al monte o construyeron unos altillos de los que uno salía por el techo. De esta violencia quedó que en los poblados de los territorios negros apareció gente con apellidos blancos y se quedó con casas y predios en nuestros territorios. Familias encumbradas de Cali o Popayán que, a partir del desplazamiento de nuestra gente, que no podía dormir tranquila en su casa, terminó quedándose con sus tierras”, explica Gladys mientras uno de sus hijos revolotea a su alrededor.
“Después de la violencia de los 40, que se fue de largo hasta el 70, vino el surgimiento de las guerrillas. Aquí particularmente hubo presencia del M-19 y empezó la nueva violencia, esa que aún no termina. Con esa violencia vino la caña y ahí sí fue que esto se puso jodido. Con la caña empezaron los desplazamientos, los colonos que venían huyendo llegaron buscando refugio, tierra y trabajo, detrás de ellos llegaron los paisas —así llamamos a todos los que vienen a poner negocios—. En este panorama se instauraron las famosas requisas, que no es otra cosa que un modelo feudal: trabaje en la plantación de caña, lo dejo asentarse en mi tierra y le doy permiso de que haga su huerta, pero, eso sí, me paga con comida”, complementa esta robusta caucana de voz suave.
La industrialización de la caña y los marimberos
“La caña llegó con los paisas, quienes además venían de la bonanza marimbera —ocurrida entre 1976 y 1985—. Ellos son los que traen a las zonas planas del norte de Cauca los berracos laboratorios. Y no fue sino que llegaran ellos para que empezaran las desapariciones. La muerte de Ramiro fue en el año 82 u 83, en pleno auge de la marimba. Ese muerto no lo olvido porque nunca había visto yo que mataran así de feo: lo quemaron con ácido y lo embalsamaron con bolsas de plástico y alambre de púa”. Así narra Gladys el inicio de la violencia y de lo que ella define como el despojo territorial y cultural. Con la llegada de la caña vinieron los laboratorios, y con estos la violencia asociada al control del territorio y de sus poblaciones. La respuesta fue el desplazamiento, primero graneado y luego masivo.
“Aquí arrancó el despojo cultural. Las mujeres negras del norte de Cauca se desplazan a Cali para trabajar como empleadas domésticas en casas de blancos. De allá vuelven con el famoso caldo Rico —los cubitos de sustancia de sabor— y empieza la pérdida de nuestra tradición ancestral, del uso de plantas propias en la cocina. Al tiempo, se produjo la matazón de nuestra gente y muchas mujeres quedaron solas, se desplazaron y se rompió el patrón de crianza con los abuelos. Así es que vuelven de una ciudad con un caldo Maggi en el bolsillo, montados en zapatos de marca, criados en el desplazamiento y el deslumbre del consumo de las ciudades, y con eso empezó el abordaje blanco, arrasador de nuestras tradiciones. El patrón de crianza se rompió por la guerra. A muchas personas les mataron el papá, otros tuvieron que irse desplazados a Cali con la mamá. Muchas abuelas quedaron con los chinos por estas realidades”, agrega.
(Puede interesarle: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro II)
Gladys recuerda que fue en los años 80 y 90 cuando apareció la caña y con ella los laboratorios. “En los consejos comunitarios no se sembraba coca. Lo que pasó fue que la gente de la bonanza marimbera empezó a sembrar grandes cañaduzales, y en el medio de la plantación escondían los laboratorios. Eran paisas y costeños que traían la coca y aquí la procesaban. La caña aquí se convirtió en la fachada de su negocio. Esto hizo que se empezara a mover plata, y la plata llama bala y la guerra lo primero que mata es la concepción familiar”, recuerda. La historia del norte de Cauca está periodizada en el recuerdo de Gladys por la llegada de los grupos armados a la región. Recuerda que tras la firma de la paz con el M-19, en 1991, entró el sexto frente de las Farc.
Para ella la “industrialización”, como le llama al proceso que desencadenó la Ley Páez, fue un factor de despojo territorial, como lo denominó al inicio de la charla. “El Estado promovió que el sector empresarial del Valle se tomara las tierras de la gente negra. En el Valle ya no tenían tierras los empresarios, porque todas estaban en manos de ingenios, entonces se les ocurrió que lo que debían era extenderse hacia el norte de Cauca, donde las tierras eran más baratas o la gente fácil de sacar. Entonces sacaron esa ley que para generar empleo y que la gente fuera reparada de la avalancha. Eso sí, a las empresas que se fundaran acá les condonaban los impuestos. Con esa industrialización, el norte se empezó a sobrepoblar, los desplazados de Páez se mezclaron con los que la guerra había sacado de su tierra y ese sancocho terminó llegando a Caloto”, añade.
Caloto fue el epicentro de la industrialización, pero el impacto se sintió también en Santander de Quilichao y Puerto Tejada. En estos municipios armaron zonas francas y más de cien empresas se trasladaron para acá. Pero los beneficios no duraron tanto, a los diez años se les acabaron las prebendas, así que levantaron sus empresas y se fueron. “La arremetida del paramilitarismo se dio entre 1998 y 2006, y fue muy sangrienta. Todo Cauca se regó en masacres. De esos años nacieron muchos niños que eran producto de violaciones a nuestras mujeres. La minería ilegal también le metió pólvora a la guerra. El norte de Cauca se convirtió en un cementerio. La guerra también trajo mucha gente del centro del país y de la costa, y curioso que quienes empuñaron los fusiles antes hoy son los dueños de los entables. Desde 2013 hemos registrado 220 muertos en socavones, derrumbes o asesinatos relacionados con la minería”, advierte.
Gladys concluye haciendo un balance del Acuerdo de Paz firmado en 2016: “Con el proceso de paz se aceleró la militarización de la zona, aumentaron los cultivos ilícitos y la minería ilegal, al tiempo que se fortalecieron las agroindustrias con sus sembrados de caña, pino y eucalipto. En el norte de Cauca está el combustible para mantener viva la guerra otros cincuenta años. Aquí se juntan tres fenómenos que alimentan el fuego cruzado: industria, minería y narcotráfico. Tres fenómenos que al conjugarse se han convertido en la gran amenaza para la permanencia de la cultura y del pueblo negro en sus territorios”. La historia que narra Gladys no es otra cosa que las raíces de la guerra que está desbocada en Cauca. Esta guerra que ha cambiado de brazaletes, actores y denominaciones, pero nunca de método ni de objetivo. Es la misma guerra que empezó en los años 50 del siglo pasado.
El norte de Cauca está encendido. Semana tras semana el país registra el avance del horror en este territorio. Y es que el Acuerdo de Paz produjo un reacomodo del conflicto armado en Cauca que se tasa en muertos, masacres y desplazamientos. El vacío dejado por las Farc fue ocupado por estructuras vinculadas al negocio de la coca, primero en forma de bandolas locales y, después, por organizaciones que controlan las rutas —incluidos grandes carteles mexicanos—. Al tiempo, el Eln quiso copar los espacios dejados y adelantó sus líneas desde Nariño, a lo que respondió el Clan del Golfo con idénticas pretensiones. Luego hizo lo propio la disidencia liderada por Gentil Duarte, quien ordenó la creación del Comando Coordinador de Occidente, que no es otra cosa que la consolidación de un bloque guerrillero al estilo de la antigua insurgencia. Mejor dicho, las siete plagas de Egipto juntas y al mismo tiempo. De alguna manera, Cauca se convirtió en el primer campo de batalla de la nueva guerra llamada posconflicto.
(Lea la primera parte: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro)
Caloto está recostado sobre la frontera norte del departamento. Es un municipio bisagra entre los territorios colectivos de comunidades negras y la gran nación indígena del norte de Cauca, dominada por nasas y paeces. Es el punto de encuentro entre afros, indígenas y colonos campesinos. Está ubicado a 43 kilómetros de Cali y a 81 de Popayán, por lo que recibe, de un lado, la expansión industrial vallecaucana, y del otro, el ejercicio de soberanía territorial de la poderosa clase payanesa con sus haciendas ganaderas. Algunos historiadores bautizaron a Caloto como la “ciudad fénix” por la cantidad de veces que fue destruida y refundada en los tiempos coloniales. Como muchos de sus vecinos, la economía de Caloto depende de la minería de oro, la cual también atrajo la instalación de haciendas que tenían una doble función: controlar la tierra, más que todo las minas, y alimentar la mano de obra esclavizada, por lo que introdujeron ganadería y caña de azúcar.
Otro hito que marca la historia de este municipio es el terremoto del 6 de junio de 1994, el cual provocó la avalancha del río Páez, cuyo resultado fueron más de 1.100 muertos y 500 desaparecidos. Los municipios de Inzá y Páez quedaron sepultados en el lodo, por lo que los sobrevivientes tuvieron que abandonar sus casas. En respuesta, el gobierno de Ernesto Samper impulsó la denominada Ley Páez, que buscaba la activación económica de la región mediante incentivos tributarios a aquellas empresas que se instalaran, al estilo de una zona franca. La ley cobijó a los municipios de Caldono, Inzá, Jambaló, Toribío, Caloto, Totoró, Silvia, Páez, Santander de Quilichao, Popayán, Miranda, Morales, Padilla, Puracé, Tambo, Timbío y Suárez. Cientos de empresarios acudieron al llamado y llevaron allí sus plantas de trabajo, lo que produjo un fuerte movimiento en las poblaciones del norte de Cauca, que empezaron a recibir a cientos de migrantes de municipios vecinos y hasta de departamentos cercanos.
Gladys es una mujer negra que ronda los sesenta años. Es la matrona del grupo de lideresas reunidas en La Cumbre, Valle, para tramitar las angustias y los traumas que les ha producido la situación de violencia que viven en sus territorios: las amenazas y persecuciones que reciben a diario. Antes de iniciar la entrevista permaneció largo rato en silencio, escuchó a cada una de sus compañeras y con un gesto de modestia y timidez advirtió que iba a tratar de explicar lo que ha ocurrido en Caloto y en su vida. “En el norte de Cauca hemos sido víctimas de varios despojos: uno territorial y otro de identidad cultural. Estos dos despojos amenazan nuestra permanencia en el territorio”, sentencia a modo de epílogo de su discurso.
“Los mayores dicen que en la violencia del 48, los godos mataban negros por ser negros y por liberales. Cuentan que en las noches las casas de nuestra gente se quedaban vacías porque era peligroso dormir en ellas. Entonces la gente se metía a dormir al monte o construyeron unos altillos de los que uno salía por el techo. De esta violencia quedó que en los poblados de los territorios negros apareció gente con apellidos blancos y se quedó con casas y predios en nuestros territorios. Familias encumbradas de Cali o Popayán que, a partir del desplazamiento de nuestra gente, que no podía dormir tranquila en su casa, terminó quedándose con sus tierras”, explica Gladys mientras uno de sus hijos revolotea a su alrededor.
“Después de la violencia de los 40, que se fue de largo hasta el 70, vino el surgimiento de las guerrillas. Aquí particularmente hubo presencia del M-19 y empezó la nueva violencia, esa que aún no termina. Con esa violencia vino la caña y ahí sí fue que esto se puso jodido. Con la caña empezaron los desplazamientos, los colonos que venían huyendo llegaron buscando refugio, tierra y trabajo, detrás de ellos llegaron los paisas —así llamamos a todos los que vienen a poner negocios—. En este panorama se instauraron las famosas requisas, que no es otra cosa que un modelo feudal: trabaje en la plantación de caña, lo dejo asentarse en mi tierra y le doy permiso de que haga su huerta, pero, eso sí, me paga con comida”, complementa esta robusta caucana de voz suave.
La industrialización de la caña y los marimberos
“La caña llegó con los paisas, quienes además venían de la bonanza marimbera —ocurrida entre 1976 y 1985—. Ellos son los que traen a las zonas planas del norte de Cauca los berracos laboratorios. Y no fue sino que llegaran ellos para que empezaran las desapariciones. La muerte de Ramiro fue en el año 82 u 83, en pleno auge de la marimba. Ese muerto no lo olvido porque nunca había visto yo que mataran así de feo: lo quemaron con ácido y lo embalsamaron con bolsas de plástico y alambre de púa”. Así narra Gladys el inicio de la violencia y de lo que ella define como el despojo territorial y cultural. Con la llegada de la caña vinieron los laboratorios, y con estos la violencia asociada al control del territorio y de sus poblaciones. La respuesta fue el desplazamiento, primero graneado y luego masivo.
“Aquí arrancó el despojo cultural. Las mujeres negras del norte de Cauca se desplazan a Cali para trabajar como empleadas domésticas en casas de blancos. De allá vuelven con el famoso caldo Rico —los cubitos de sustancia de sabor— y empieza la pérdida de nuestra tradición ancestral, del uso de plantas propias en la cocina. Al tiempo, se produjo la matazón de nuestra gente y muchas mujeres quedaron solas, se desplazaron y se rompió el patrón de crianza con los abuelos. Así es que vuelven de una ciudad con un caldo Maggi en el bolsillo, montados en zapatos de marca, criados en el desplazamiento y el deslumbre del consumo de las ciudades, y con eso empezó el abordaje blanco, arrasador de nuestras tradiciones. El patrón de crianza se rompió por la guerra. A muchas personas les mataron el papá, otros tuvieron que irse desplazados a Cali con la mamá. Muchas abuelas quedaron con los chinos por estas realidades”, agrega.
(Puede interesarle: Buenos Aires y Suárez (Cauca), entre la coca y el oro II)
Gladys recuerda que fue en los años 80 y 90 cuando apareció la caña y con ella los laboratorios. “En los consejos comunitarios no se sembraba coca. Lo que pasó fue que la gente de la bonanza marimbera empezó a sembrar grandes cañaduzales, y en el medio de la plantación escondían los laboratorios. Eran paisas y costeños que traían la coca y aquí la procesaban. La caña aquí se convirtió en la fachada de su negocio. Esto hizo que se empezara a mover plata, y la plata llama bala y la guerra lo primero que mata es la concepción familiar”, recuerda. La historia del norte de Cauca está periodizada en el recuerdo de Gladys por la llegada de los grupos armados a la región. Recuerda que tras la firma de la paz con el M-19, en 1991, entró el sexto frente de las Farc.
Para ella la “industrialización”, como le llama al proceso que desencadenó la Ley Páez, fue un factor de despojo territorial, como lo denominó al inicio de la charla. “El Estado promovió que el sector empresarial del Valle se tomara las tierras de la gente negra. En el Valle ya no tenían tierras los empresarios, porque todas estaban en manos de ingenios, entonces se les ocurrió que lo que debían era extenderse hacia el norte de Cauca, donde las tierras eran más baratas o la gente fácil de sacar. Entonces sacaron esa ley que para generar empleo y que la gente fuera reparada de la avalancha. Eso sí, a las empresas que se fundaran acá les condonaban los impuestos. Con esa industrialización, el norte se empezó a sobrepoblar, los desplazados de Páez se mezclaron con los que la guerra había sacado de su tierra y ese sancocho terminó llegando a Caloto”, añade.
Caloto fue el epicentro de la industrialización, pero el impacto se sintió también en Santander de Quilichao y Puerto Tejada. En estos municipios armaron zonas francas y más de cien empresas se trasladaron para acá. Pero los beneficios no duraron tanto, a los diez años se les acabaron las prebendas, así que levantaron sus empresas y se fueron. “La arremetida del paramilitarismo se dio entre 1998 y 2006, y fue muy sangrienta. Todo Cauca se regó en masacres. De esos años nacieron muchos niños que eran producto de violaciones a nuestras mujeres. La minería ilegal también le metió pólvora a la guerra. El norte de Cauca se convirtió en un cementerio. La guerra también trajo mucha gente del centro del país y de la costa, y curioso que quienes empuñaron los fusiles antes hoy son los dueños de los entables. Desde 2013 hemos registrado 220 muertos en socavones, derrumbes o asesinatos relacionados con la minería”, advierte.
Gladys concluye haciendo un balance del Acuerdo de Paz firmado en 2016: “Con el proceso de paz se aceleró la militarización de la zona, aumentaron los cultivos ilícitos y la minería ilegal, al tiempo que se fortalecieron las agroindustrias con sus sembrados de caña, pino y eucalipto. En el norte de Cauca está el combustible para mantener viva la guerra otros cincuenta años. Aquí se juntan tres fenómenos que alimentan el fuego cruzado: industria, minería y narcotráfico. Tres fenómenos que al conjugarse se han convertido en la gran amenaza para la permanencia de la cultura y del pueblo negro en sus territorios”. La historia que narra Gladys no es otra cosa que las raíces de la guerra que está desbocada en Cauca. Esta guerra que ha cambiado de brazaletes, actores y denominaciones, pero nunca de método ni de objetivo. Es la misma guerra que empezó en los años 50 del siglo pasado.