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El aeropuerto Camilo Daza, de Cúcuta, fue construido en 1971 con dos pistas en forma de equis, por los vientos cruzados que atraviesan la ciudad durante todo el año.
Alrededor de esta figura, que para los cucuteños se ve más como una cruz, porque hay una pista más larga que la otra, se ubican ocho barrios con un común denominador: ser testigos, generación tras generación, del conflicto armado y del crimen organizado.
La ausencia estatal se mantiene en todo Norte de Santander, pero se proyecta con fuerza en Cúcuta, la capital. Una paradoja en uno de los departamentos más militarizados de Colombia y una de las fronteras más vivas del país.
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El atentado del pasado 14 de diciembre, en el que murieron los intendentes de la Policía William Bareño Ardila y David Reyes Jiménez tras dos detonaciones, fue un hecho más en esa cadena de violencias que ya suma tres explosiones en la última semana, cuyo hecho más reciente ocurrió el pasado viernes con un ataque a la estación de Policía del sector La Y de Astilleros, en El Zulia.
Esta situación fue el tercer acto terrorista en menos de siete meses si se tiene en cuenta el atentado con carro bomba en la Brigada 30 del Ejército, el 15 de junio de 2021, y el atentado, diez días después, contra el helicóptero en el que viajaba el presidente Iván Duque.
Así que las quejas de los vecinos de los barrios de la equis: El Porvenir Bajo, Barrio Aeropuerto, Panamericano, Veinte de Diciembre, La Laguna, Buenos Aires, La Ermita y Camilo Daza, no son por los constantes ruidos de los aviones a los pies de sus casas. Sus preocupaciones son otras y de una complejidad mayor.
En esa zona abundan los testimonios de madres que sepultan a hijos por disputas entre combos barriales. En las fachadas de algunas viviendas o tiendas de abarrotes que están entre los barrios yacen indelebles los rastros de grupos armados como el Ejército Popular de Liberación (Epl) y las extintas Farc. Los recientes atentados fueron el último cimbronazo que evidencia cómo Cúcuta está siendo carcomida por la violencia homicida. Caminar por las calles de La Ermita y Camilo Daza es apenas una muestra de ello. En este último barrio, pegado a la malla norte del aeropuerto, la discreción y el silencio se han convertido casi en un salvamento.
Yazmín Rincón vive allí desde hace años con su familia. Su liderazgo social la ha hecho acreedora del respeto y la admiración de sus vecinos, quienes la ven como una persona dispuesta a afrontar problemas. Es alguien que no duda en denunciar cuando ve arbitrariedades en contra de la comunidad y tiene un carácter fuerte, según ella, por herencia propia de su natal San Calixto.
La mañana en la que Yazmín habló con El Espectador, llevaba chaqueta y manta para protegerse del sol inclemente de Cúcuta, que ese día marcó 26 grados centígrados, con sensación térmica de 33. El recorrido desde el barrio Camilo Daza hasta La Ermita estaba marcado por vías sin asfaltar y terrenos baldíos, en su trayecto de cuatro kilómetros.
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Por ese camino queda un punto conocido como “la trocha”, el lugar desde el que atentaron con fusiles calibre 7-62 y AK-47 contra el helicóptero donde iba el presidente Duque. Ni siquiera por ese hecho, dice Yazmín, la seguridad se reforzó en la zona.
“Acá somos producto de promesas incumplidas. Los políticos solo vienen cuando están en campaña y, aun a sabiendas de que nunca regresarán, les creemos. Muchas de nuestras casas se volvieron escondederos de a peso para los grupos violentos y nadie ha podido dar con soluciones. Solo cuando pasa algo terrible, como las bombas del otro día, los militares vienen un par de horas, inspeccionan, si se quiere, a las malas y se van… como si nada hubiese pasado”, afirma.
Y agrega: “En Cúcuta hay dos caras de Camilo Daza, que si somos sinceros también son las dos caras de la ciudad: por un lado está el aeropuerto, que tiene adecuaciones desde 2010 que le han costado a la ciudad más de $88.000 millones [dato verificado por este periódico] y por el otro está el barrio, con poco remedio y a merced de nadie”, narró Rincón.
Justamente así se sienten las calles que rozan al aeropuerto. No ha pasado ni una semana desde el atentado y ya poco se vigilan las entradas periféricas del aeropuerto. En un tramo de cerca de cinco kilómetros que separan los barrios La Ermita y La Laguna, apenas se divisaron ocho policías élite sin un rol específico más que el de andar sin rumbo. Además, todas las casetas de seguridad dentro del aeropuerto estaban desocupadas.
“El deber constitucional de ustedes [los policías] es cuidarnos siempre, no solamente cuando ocurran tragedias como la que mató a sus dos compañeros. Nos dejan solos todo el año y ahora pretenden que les creamos que porque un par de ustedes están acá ya hay seguridad”, dijo Julio Velasco, un vecino de La Ermita que encaró a los agentes.
“Ponga la violencia donde está la equis”
El miedo y la desesperación de este vecino es evidente incluso para el mismo Gobierno. La Defensoría del Pueblo emitió, en agosto de 2020, una alerta temprana advirtiendo que disputas territoriales entre los grupos residuales de Los Rastrojos y las Agc se estaban dando en sitios de Cúcuta, incluidas las zonas aledañas al aeropuerto. El documento también señala que tramos que conectan a la capital nortesantandereana con El Zulia están en constante riesgo por vulnerabilidad.
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“En este posconflicto, olvidamos que también hay zonas urbanas marcadas por la violencia. Casi todo se centró en el campo, pero Cúcuta es una muestra de los vejámenes que los grupos armados dejan a su paso. No hay nadie en las calles. Todos tienen miedo y con razón”, explica Yazmín.
La lideresa detalla que los vecinos del aeropuerto normalizaron la violencia alrededor de los barrios. “Se escucha que la equis que dibuja las dos pistas y que nos separa a los ocho barrios es una alusión para marcar un punto. Es como si la ciudad nos dijera: ponga violencia en este sitio donde está marcada la equis”, lamentó Yazmín.
“Un golpe simbólico para Cúcuta”
Pero la seguidilla de terror no empezó con el atentado en el aeropuerto, sino un día antes, el 13 de diciembre, con una detonación con explosivos al CAI del barrio Viejo Escobal —a menos de nueve kilómetros del aeropuerto—, que hirió a dos niños que jugaban fútbol.
Es la misma zona donde han compartido por años los hijos y nietos de Joaquín Bernal, habitante de la zona, que está a solo unos metros del río Táchira, bañador al oriente de esta zona de Cúcuta. Durante el recorrido que Joaquín hizo con Colombia+20, afirma que su barrio está acordonado por la violencia de pandillas y por los que él identifica como milicias de grupos armados organizados.
“Estamos a un paso de Venezuela y en muchas partes se dice erradamente que el caos y los delitos llegaron aquí o a otras zonas del país por estas personas. Son ellos, honrados como ningún otro por acá, los que se vuelven blancos más fáciles: son los buscados por las bandas, las mujeres son acechadas por proxenetas y sobre los niños recaen ambos males que le acabo de contar. No creo que estos ataques sean casualidad… si esto se trata de un golpe simbólico para Cúcuta, era de esperarse que comenzaran a generar terror en zonas fronterizas para después bombardear más sitios”, asegura Joaquín.
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Jairo Yáñez, alcalde de Cúcuta, dijo que la militarización de la ciudad no ha sido suficiente para parar la ola violenta. “Cualquier tipo de violencia armada es inadmisible, pero la que atente directamente contra población civil no tiene justificación alguna. Hemos recibido en los últimos cuatro días seis alertas de bombas. Militarizar ciudades como estas no basta, porque no resolvería nada. El remedio tiene que ser más eficiente, se tienen que entender las causas y así hacer planes de acción que nos permitan superar estos daños”, afirmó.
Atrincherados en sus casas, los vecinos de Viejo Escobal claman por justicia y porque se detengan las bombas y los tiroteos, al tiempo que temen nuevas represalias de quienes intentaron hacerles daño la semana pasada.