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Llegar no va a ser fácil
Al lodazal imposible, por el que trepan los camperos desde Santa Cecilia, en Risaralda, hasta Aguasal, en Chocó, le llaman carretera. Ese nombre no hace justicia con el barranco atroz por el que no consiguen avanzar los vehículos de nuestra caravana, atascados cada 50, cada 100 metros, en una infinita sucesión de pantaneros. Lo que acá llaman carretera parece más bien una herida abierta en la montaña, una rajadura cruel, inclinada y resbaladiza, sin piedad con los extraños.
Además, es una herida dolorosa para el pueblo embera de Chocó y Risaralda. La vía, una petición histórica de estas comunidades indígenas al Gobierno, solo fue abierta a golpes de pica y retroexcavadora por los mismos nativos con ayuda de mineros ilegales, sin el más mínimo apoyo del Estado.
Por esta ruta, que un año atrás seguía siendo un sendero de mulas angosto como un tobogán de barro, es por donde han escapado miles de pobladores en oleadas continuas desde los años 70, cuando la guerra se enseñoreó en estas montañas.
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“Llegar acá no ha sido fácil”, dice el líder Javier Arrieta con un vozarrón que se convierte en tempestad de reclamos, aunque la frase podría ser también su declaración de victoria. Y tiene razón. El trecho es tan largo y difícil como dilatado en el tiempo, porque se remonta a los paros y bloqueos que las comunidades hicieron sobre el puente de La Unión, en Risaralda, el 26 de mayo de 2007, cuando una arremetida brutal del Esmad dejó tres niños desaparecidos tras caer al río San Juan. Entre titulares se pierde ya la cuenta de tantas veces que los emberas han bajado de la montaña a protestar en las dos carreteras que comunican a Chocó con el centro del país.
Arrieta es un importante líder indígena del departamento y aunque no es hijo del Andágueda acá todos lo conocen. Frente a él se agolpan apretujados los funcionarios del gobierno y centenares de indígenas que aplauden y vitorean en la vieja capilla del internado de Aguasal, una construcción amplia con columnas enormes y ventanales de iglesia que le dan la apariencia de un monasterio perdido en la mitad de la selva.
El sábado 12 de noviembre comenzó la asamblea del pueblo embera del resguardo del Alto Andágueda, en Bagadó, con un propósito muy claro: resolver de una vez por todas el problema crónico del desplazamiento que obliga a cientos de ellos a vivir de la mendicidad en las ciudades capitales.
Medio centenar de funcionarios de distintas entidades y ministerios viajaron hasta el Alto Andágueda con la batuta de Patricia Tobón Yagarí, la nueva directora de la Unidad para las Víctimas. Su plan es ambicioso: quiere acelerar el cumplimiento de las decenas de sentencias, tutelas y pronunciamientos de la Corte Constitucional e infinidad de órdenes judiciales que mandan al Estado a intervenir de fondo para resolver los problemas de estas comunidades.
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“Es inmoral que un Estado tenga que funcionar con sentencias, aquí todo lo debemos”, se disculpó Tobón Yagarí dirigiéndose a los emberas, increpando a su vez a los funcionarios. Lo hacía desde su doble condición de representante del Estado, pero también de indígena, pues ella pertenece a la etnia embera.
“Cumplir como nunca”
“Dicen que los emberas se van para Bogotá porque quieren”, se queja Claudia Querágama, una muchacha de 28 años con dos niños pequeños que vive hace tres años en la capital: “Ahora ustedes ya están conociendo la situación en que viven los emberas del Alto Andágueda”.
Sobre su experiencia en la capital, su respuesta es lo suficientemente parca y concisa, y con dos palabras despeja cualquier duda: “tristeza” y “hambre”.
Claudia, quien ha despuntado como lideresa del albergue de La Florida, uno de los sitios en donde la Alcaldía de Bogotá reubicó varias familias emberas, sostiene que son muy pocos quienes no están dispuestos a regresar a su territorio: “No quieren volver porque el Estado les incumplió, no son muchos los que se quieren ubicar allá, la mayoría quieren volver”.
Ese posible viaje de retorno empezó a tomar forma la noche del 19 de octubre, después de que un grupo de emberas se enfrentara con la Policía Nacional en las afueras del edificio de Avianca, junto al Parque Santander, en pleno corazón de Bogotá.
Las escenas de aquella protesta escandalizaron en redes sociales y hasta el presidente Gustavo Petro condenó las agresiones a los policías, pero el trasfondo era mucho más complejo. Los emberas reclamaban que se cumplieran los acuerdos pactados, ante la situación desesperada en que se encuentran 160 familias ubicadas en albergues de la capital.
El presidente llamó a Patricia Tobón ese día, a las 11 de la noche, a pedirle que se pusiera al frente de la situación, según una persona que trabaja en la Unidad de Víctimas. Tobón decidió calzarse las botas pantaneras para ir hasta el territorio de donde han salido expulsados los emberas a resolver en persona el problema.
La directora ratificó ante la asamblea que durante aquella conversación a medianoche el presidente Petro le había dado instrucciones bastante precisas: “Que a los emberas se les cumpla como nunca se les ha cumplido”, porque, “si no se cumple, vuelve a suceder lo mismo”.
Y para cumplir como nunca tocaba invertir los roles. Por ejemplo, llevando a los funcionarios a que recorrieran el camino por donde han salido todos los desplazados, para que se untaran de barro y empujaran las camionetas varadas, viviendo en carne propia el drama de estas comunidades, donde la población con necesidades básicas insatisfechas supera el 70 % del total, según el DANE. O sentándolos como un parroquiano más de la asamblea comunitaria, para que el diálogo entre autoridades indígenas y entidades del Estado fuera “de gobierno a gobierno”.
“Hay que hacer acuerdos, tenemos sentencias, tenemos autos, la Constitución se interpreta y tenemos la posibilidad de cumplirlos. Si hay que llamar a algún ministro, lo llamamos”, dijo Tobón a la asamblea, reiterando que lo pactado tendría, por fin, un carácter vinculante: “Les dijimos que no salieran a la carretera a protestar, que nosotros veníamos, y acá estamos. A las autoridades indígenas también les exigimos, de gobierno a gobierno, acabar con la mendicidad”.
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Entre lo pactado se incluyeron proyectos productivos, huertas medicinales para las 37 comunidades del resguardo, la interconexión eléctrica desde Dokabú, en Risaralda, hasta el Alto Andágueda, y el montaje de puentes en Paparidó, Conondo y Andágueda, pues hasta hoy esos ríos se cruzan desafiando la corriente o con puentes colgantes de madera podrida a punto de venirse abajo. Apenas cinco días después de nuestra visita a la región una niña indígena murió ahogada mientras intentaba atravesar el río.
Además, se acordó la construcción de la carretera, para lo que los emberas aseguran estar preparados aportando mano de obra, aunque reclaman que siempre se hacen contratos con operadores ajenos al territorio que incumplen o malversan los recursos. Esta vez piden que las obras se realicen con gente del territorio, para dejar capacidades instaladas.
Eso sí, todo esto quedará para 2023 mientras se buscan los recursos.
Una apuesta audaz, pero arriesgada
Miguel, desplazado del albergue La Florida, dice que esperan un retorno “digno” el 20 de diciembre. “Retorno digno” es la fórmula más exigida por estos días, recordando que ya se ha intentado al menos 12 veces desde 2012 a la fecha, y que en 2014 murieron 16 niños de hambre y enfermedades porque las familias no tenían cómo comer cuando regresaron: “¿Cuántas veces nos han engañado con el plan de retorno?”, se queja Miguel, por eso algunos “ya están resabiados”, dice, y no quieren volver.
En conversaciones privadas Patricia Tobón ha reiterado que este será el aporte de la Unidad a la “paz total”: reformar por completo la atención de las víctimas, que se implemente desde los territorios solucionando problemas estructurales como estrategia para quitarles argumentos a los alzados en armas y construir confianza con las comunidades que sufrieron un abandono y marginación histórica.
Fueron dos días de deliberaciones y la asamblea embera concluyó con una resolución en donde, entre compromisos de lado y lado, la Guardia Indígena asume trabajar de la mano con el Estado para detener el fenómeno de la mendicidad indígena en las ciudades.
En la reunión presenciamos un desencuentro: los puentes que la comunidad exige, una funcionaria propone que los levanten ingenieros militares del Ejército, lo que desata una airada discusión en la que interviene Patricia Tobón hablando fuerte en el idioma de los emberas. La única palabra que se entiende en español es “rápido”.
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“Esto lo debieron haber empezado los gobiernos que nos antecedieron”, diría Tobón más tarde, ya en una entrevista formal, cuando le preguntemos si no teme que su plan pueda fracasar.
Nadie sabe cómo terminará esta apuesta silenciosa y audaz del nuevo gobierno que ya echó a andar cuesta arriba, lo único certero es que por primera vez el Estado ha llegado a estas montañas hablando la misma lengua de la gente.