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Las obras de Nohemí Pérez hacen parte de colecciones tan importantes como la del Banco de la República en Bogotá, el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, la prestigiosa colección Kadist y la Fundación Arco en España. En este momento se exponen pinturas suyas en la Bienal de Artes Islámicas en Arabia Saudita y está invitada a ferias en Suiza y Eslovenia, en marzo. (Recomendamos la videoentrevista de Nelson Fredy Padilla a la artista Doris Salcedo en su taller, en Bogotá).
Además del valor de su obra, la entrevisté porque nació y creció en Tibú, Norte de Santander, y esa mirada nos permite acercarnos al valor profundo del Catatumbo, región selvática asolada una vez más a causa de una guerra entre grupos ilegales por apoderarse de un corredor estratégico de la frontera entre Colombia y Venezuela. Cuando la conocí, hace dos años, me regaló su diario Panorama Catatumbo (2016), apuntes escritos a mano sobre la historia de esa región e ilustrados con sus acuarelas.
¿Qué significa nacer en Catatumbo?
Es una alegría, pero también un compromiso, porque es una región muy rica, muy selvática y pues por fortuna me tocó allá una niñez que no tiene que ver con los tiempos de hoy. Siempre ha sido una zona violenta y por eso siento que tengo un compromiso con el Catatumbo.
Ese compromiso se capta a través de tu obra y tiene que ver con lo vivido allá. ¿Tus papás llegaron al Catatumbo en la fiebre del petróleo?
Sí, ellos llegaron en los años 60. Se había iniciado hacía ya décadas la explotación de petróleo a raíz de la Concesión Barco, que venía desde los años 30. Él llegó primero y mi mamá llegó detrás a buscarlo y se quedaron ahí. Yo nací en medio de eso, en una zona marcada con la letra P y un número: el pozo de petróleo tal. A mis papás les habían dado un contrato para la alimentación de los obreros de una termoeléctrica para darle energía a toda esta zona de la frontera. Imagínate, era un número grande de obreros y mi mamá estaba embarazada de mí.
Naciste en medio del caldo de cultivo de la violencia que vemos hoy.
Exactamente.
Tu mamá es una sobreviviente y tu papá fue asesinado. ¿Qué significa ser parte de los sobrevivientes y de las víctimas? ¿Eso cómo te marcó?
En el Catatumbo son pocas las personas que no han estado marcadas por la violencia. En estos días hablaba con una curadora sobre mi obra y algo hablamos de la muerte y me dijo: “La muerte es el hilo conductor de tu obra”. Yo no lo había pensado así, pero le dije: “Puede ser”. Me preguntó si en mi trabajo estaba presente la muerte de mi padre. Dije no, nunca lo he tocado. Pero ella ve la muerte como mi hilo conductor así sea algo que nunca he querido abordar directamente.
¿En qué momento crees que el arte se te metió en las venas a través del paisaje del Catatumbo?
Cuando uno nace en un pueblo como Tibú, la educación y las oportunidades son escasas. Entonces la palabra “arte”, por lo menos cuando yo crecí, no existía porque no era algo a lo que tuviera acceso.
Pero tu mente y espíritu estaban adquiriendo la sensibilidad que expresas en la pintura.
Sí, hay una sensibilización porque lo mío desde pequeña fue el contacto con la naturaleza. ¿Cómo se divierte uno allá? Yendo al río y a caminar con mis amigos casi todas las tardes.
En tu obra está “Pozo Azul”.
Claro. Para mí es un pedacito de paraíso en esa selva. Es una cascada muy bella, es una cosa loca y hay unas formaciones rocosas que parecen lunares. Uno de los escapes que tiene la gente de Tibú es ir a Pozo Azul. Sin embargo, la última vez que fui sentí que íbamos con miedo, asustados de que nos encontráramos a los grupos ilegales. Antes lo hacíamos con mucha tranquilidad con los amigos y llevábamos la olla para el sancocho. Ahora hay un barrio que se fue creando con toda la migración venezolana y ahí convergen muchas situaciones.
¿Cuándo fuiste la última vez?
Hace casi dos años. Me fui hasta La Gabarra, río arriba, íbamos en la lancha y yo quería tomar fotos del río para una serie, porque en mi obra siempre está presente el paisaje, y de pronto me dijeron que bajara el celular. En ese momento pasaba una lancha llena de guerrilleros.
¿Qué opinas de lo que está ocurriendo hoy?, porque es una manifestación de toda esa violencia cíclica que has incluido en exposiciones como “Vorágine”, que presentaste en España en 2021 y define como “depredación” lo que sufre el Catatumbo y sus habitantes.
Es que eso ha sido la historia del Catatumbo, una historia muy loca de extracción, de arrasar la selva, de arrasar todo. Hoy es un territorio que se niega a que el país y el Estado lo hayan abandonado.
¿Eso lo entendiste en la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla?
No. Yo llegué allá porque no pasé para estudiar Ingeniería Química y un hermano me dijo que hiciera un curso, porque me gustaba dibujar, pero no sabía que el arte existía. Fue como cuando te abren una puerta y hay un mundo que tú no sabes que existe. Ahí empecé un proceso largo con el arte hasta llegar a la madurez.
¿Cuándo sentiste que ese era el espacio para recrear tu origen?
Hace como unos 15 años. Fue una especie de reconciliación con el Catatumbo, porque yo salí de allá, iba en vacaciones, pero yo estaba muy adolorida con lo que estaba ocurriendo, sobre todo desde la llegada de los paramilitares, en 1999. Fue una cosa tan violenta y no sé, como que son de esas situaciones que tú prefieres negarlas, evadirlas, mirar para otro lado y tienes como una rabia contenida. Había empezado mi trabajo, pero tocaba otras cosas, no el Catatumbo. Unos siete años después de la incursión paramilitar, volví a Tibú, a ver a mi sobrino pequeño y tuve una sensación muy extraña, como una reconciliación, un choque en los afectos. Y en ese momento empecé a trabajar alrededor del Catatumbo.
Eso fue en 2010, porque recuerdo esa primera obra inspirada en tus raíces, titulada “Catatumbo”, en la que empezaste a trabajar simbólicamente con el carboncillo, en relación con una región de explotación minera.
Sí. Inicié a través de una instalación con carbón y el curador era José Alejandro Restrepo. Esa obra hablaba precisamente sobre la explotación minera y ya tenía muy claro que hablar del Catatumbo es una necesidad que nace en mí. No lo pensé conceptualmente.
Explícame la importancia de la “memoria afectiva” en tu obra.
Es hurgar en los recuerdos; los míos y los de otros. Es coger toda esa memoria y unirla. Yo parto de eso: de retazos afectivos.
Contigo me conectó este libro que me regalaste hace dos años, que se titula “Panorama Catatumbo”, que es una obra de arte, un diario escrito a mano con toda la historia del Catatumbo junto a tus acuarelas.
Te tocó el número 43 de 100. Esto surgió después de que hice Panorama Catatumbo, que son 12 telas de cinco metros por 1,80 que juntas arman un panorama: la selva del Catatumbo, mi selva, y esa selva actúa como como una telaraña en el espectador. Tú te paras al frente y la selva te lleva. Y cuando te acercas encuentras unas pequeñas viñetas, pequeños dibujos que son los que te cuentan en cierta forma toda esta historia de violencia, saqueo, desplazamiento. La última es de cuando Nicolás Maduro expulsó a los colombianos de Venezuela, muchos pasaron la frontera por el Catatumbo y esa tela está llena de imágenes de ellos. Pero sentí que le faltaba una voz y fue cuando empecé a hacer este diario de los recuerdos y los afectos, que es como la selva misma. Luego, cuando empiezas a leer, te encuentras con toda la historia de este desastre.
Esas telas tuyas uno puede verlas aquí en Bogotá, en el Museo de Arte del Banco de la República.
En ese momento, casualmente, el Banco de la República tiene una exposición sobre jardines y en su colección tienen tres telas de este panorama del que te hablo.
Conozco el Catatumbo, porque viajé varias veces a informar sobre la guerra, y cuando veo tus pinturas siento estar ahí, a través de las sombras y de la oscuridad que recrea la profundidad de la selva. ¿Por qué no usas la intensidad del color como Carlos Jacanamijoy, artista de las selvas del Putumayo?
Porque es así y porque los temas que están de fondo en cierta forma son oscuros, crudos, duros de tratar. La selva tiene color, pero también tiene oscuridad total.
La gente se horroriza estos días porque van 50.000 desplazados y un centenar de muertos, pero en el diario dejas constancia que entre 1999 y 2004 hubo 5.000 muertos y miles y miles de desplazados que nunca pudieron regresar y viven en ciudades como Bogotá.
Sí, pero hay que tener en cuenta que lo de ahora ocurrió en una semana y muestra la intensidad del conflicto, la intensidad de la barbarie que no para. Los enfrentamientos siguen y mi afán siempre ha sido hacer visible el Catatumbo, que la gente sepa que hay una zona que se llama así y que esto sirva para que el Estado haga presencia.
¿Cómo debe llegar el Estado?
La presencia no debe ser solo militar, sino más con inversión social.
Empezando por una buena carretera, porque llegar allá es una odisea.
Exactamente. Y, como sabes, en invierno te toca hacer transbordo, o si la guerrilla voló el puente, hacer otros transbordos. Hay momentos en que te toca el barro casi hasta las rodillas. Si vas en verano y está todo suave, puedes durar tres horas y media entre Cúcuta y Tibú. Pero siempre estás rezando para que no pase nada, un enfrentamiento armado, un atentado.
¿Esos factores aíslan al campesino y lo condenan a la pobreza?
Como dices, si ni siquiera hay carreteras, ¿cuál es la opción? Se critica mucho al campesino porque siembra coca, pero es lo que les compran allá. Conozco a muchos que han intentado dejarla. Por ejemplo, un señor sembró y sembró piña, dulce, de calidad y en tres años se quebró porque no tenía cómo sacarla. Entonces si no hay vías en buen estado, préstamos, cooperativas y acompañamiento del Estado, seguiremos igual.
El círculo vicioso de la coca y su violencia se mantendrá.
Exacto. Eso es lo que atrajo siempre a los grupos armados ilegales. Yo siempre he pensado: ¿quién llevó la coca al Catatumbo? Porque allá no había coca. Hay un grupo indígena que son los barís y la coca no hace parte de su cultura. La llevaron y por eso han arrasado miles de hectáreas para sembrarla.
Una de tus obras fue inspirada en la matanza paramilitar en La Gabarra.
Es que los paramilitares llegaron a quitarle el control que tenía la guerrilla sobre el negocio de la coca y esa es la pelea ahora entre el ELN y las disidencias de las FARC, y otros negocios más. Por eso esa región está totalmente bajo el mando de los grupos guerrilleros.
Aparte del Estado, la responsabilidad de esa violencia es de los guerrilleros desde los años 70; el ELN, las FARC, el EPL, luego los paramilitares y las mafias del narcotráfico.
Es la corrupción que eso significa.
¿Una guerrilla como el ELN dejará algún día ese negocio por la paz?
No sé y no me atrevo a decir. Pero lo que no podemos es abandonar una búsqueda de paz o unas negociaciones. Tenemos que parar la guerra, no podemos seguir dándonos bala. Es importante apoyar los diálogos, ese es uno de los caminos. Y se dialoga también con inversión social. Si no ¿qué pasará con el Catatumbo? Pues nuestros muchachos seguirán siendo una fábrica de soldados o para los grupos ilegales.
¿Te queda familia allá?
Sí. Sobrinas, primos.
Tu diario dice: “¡Catatumbo resiste!”.
Y se sigue resistiendo, exactamente. Tratamos de ayudar a los que quedan y tratando de que algunos salgan para que no los recluten apenas terminen bachillerato.
Y mientras se encuentran caminos, “el bosque sigue en llamas”, como titulaste una exposición hace dos años en Estados Unidos, que representa el peligro de extinción de la naturaleza y del ser humano.
Claro, porque la cosa está ocurriendo en todos los bosques de Latinoamérica. Están arrasando con la selva. En zonas como Tibú la naturaleza es una víctima más de este conflicto. Es el momento de que también empecemos a ver lo que llamamos naturaleza como un sujeto más de derecho, revisar nuestra relación con ella y ser respetuosos.
También me gusta de tu obra que refleja esperanza a través de árboles que cumplen una función curativa, como el madre de cacao.
He aprendido que muchos son de uso medicinal. Las plantas están llenas de conocimiento.
Junto a ellos aparece algo clave: el bordado sobre los carboncillos que surge por una exposición que enviaste a Praga. ¿Cómo fue?
Un curador me invitó a República Checa y cuando las obras llegaron a Praga me escribieron alarmados porque abrieron y habían chuzado las telas en la aduana porque venían de Colombia. Tenían rasgaduras. Les dije que las colgaran así y después me ofrecieron un restaurador muy bueno, pero pedí que me las devolvieran así. Ya en el taller, estaba con una vecina, mi asistente y una amiga y nos dio por remendarlas. En ese momento nació el bordado en mi obra, como una reparación con afecto.
Las puntadas se ven y se sienten sobre tus lienzos.
Sí, me gusta que vean eso. Últimamente, aparecen en mis cuadros animales bordados, porque también son víctimas de la violencia del Catatumbo y debemos repararlos, preservarlos, salvarlos.
¿Cómo reconstruir el tejido social del Catatumbo?
Bordando entre todos, con afecto y con inversión social. Es muy triste que tuviera que darse esta barbarie para que Colombia viera por primera vez hacia una región que se llama Catatumbo.
En ciudades y pueblos hay gente del común recogiendo mercados, solidarizándose.
Ahora hay amigos que me llaman y me dicen: “Noemí. Terrible lo que está ocurriendo en el Catatumbo. ¿Tu familia cómo está?”. Eso es bonito también.
