El pánico de un soldado que contó verdades de “falsos positivos” en Caquetá
Un militar en retiro, condenado por ejecuciones extrajudiciales en Caquetá, denuncia que no tiene medidas de protección para salvaguardar su vida tras haber aportado a la verdad sobre otros responsables de estos crímenes, quienes, al parecer, han desatado una persecución en su contra.
Camilo Pardo Quintero
Desde su adolescencia, José Jairo Cruz Vaca se relacionaba muy bien con miembros de las autodefensas y del Ejército Nacional en Caquetá. Por la dinámica propia que viven los pobladores en una zona de conflicto, este hombre resultó con conocidos y amigos entre los paramilitares y con una relación muy cercana con las tropas del Batallón General Liborio Mejía, con sede en Florencia. A los 18 años comenzó a guiar a los soldados por las espesas selvas caqueteñas para ayudarlos a ganarles la guerra a las Farc, que conocían ese territorio como la palma de su mano.
Gracias a su conocimiento del terreno, les evitó a los militares horas de caminatas innecesarias y los llevó por los mejores caminos para adelantar con éxito sus operaciones. Su trabajo fue del agrado de algunos altos mandos, que querían tener en sus filas a una persona que, además de la selva, conociera nombres y movimientos de los paramilitares.
Fue la cercanía con el Ejército, más que un tema de convicción, lo que lo llevó a prestar servicio militar en 1999. “Como conocía a ambos bandos, me comenzaron a llevar a ciertas reuniones en las que, entre generales del Ejército, alcaldes de un puñado de municipios y autodefensas, planeaban operaciones de bajo perfil. En El Paujil, por ejemplo, había por esos años mucha inseguridad por delincuencia común y esos hombres querían acabar con eso a como diera lugar”, narró Cruz.
Según su testimonio, esos planes se ejecutaron. El soldado retirado le dijo a este diario que, entre su año de ingreso a la institución y 2006, cuando se desvinculó, tuvo conocimiento de más de 300 casos de personas desaparecidas y asesinadas sin ser reportadas en Caquetá. En su mayoría, señaladas por el Ejército y los paramilitares como presuntos atracadores o extorsionistas.
“Paquita y Meridiano eran dos paramilitares que apoyaban a las tropas con esas desapariciones. Las personas raptadas por ellos fueron torturadas, descuartizadas y arrojadas a los marranos. No dejaban rastro casi nunca; de hecho, no hacían ruido cometiendo esos crímenes, contrario a lo que sucedía con los ‘falsos positivos’, que sí estaban en boca de muchos militares que se vanagloriaban por ellos”, contó Cruz.
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Justamente, es uno de esos casos el que más atormenta a José Jairo, porque él estuvo directamente involucrado en una ejecución extrajudicial. Su relato sobre el caso es el que sigue.
A comienzos de octubre de 2004, José Luis Ramírez Guiza, un paramilitar de la región conocido como Aguapanelo, buscó a Cruz para pedirle unas granadas y unas pistolas, afirmando que eran para un primo. Esos actos, según el militar retirado, eran frecuentes y por eso les pidió permiso a dos de sus superiores del Batallón de Infantería de Selva N.° 34 Juanambú. También acudió a John Paul Castillo, entonces teniente de la Agrupación de Fuerzas Especiales Antiterroristas Urbanas (AFEUR) N.° 12, y al por esos días capitán Néstor Hernán Urrea, comandante de la AFEUR en Florencia.
Al percatarse del nombre de la persona que pidió ese material de guerra, le ordenaron a Cruz que lo capturara para llevarlo ante ellos, porque lo acusaban de haber extorsionado a la esposa de un militar.
Cruz dice que pasó unos días planeando una operación que no levantara sospechas. La noche del 8 de octubre de 2004 llegó a un sitio en Florencia en el que Ramírez se estaba tomando unas cervezas. Salieron en un taxi hacia el seminario de la ciudad, donde supuestamente le iba a entregar el armamento. Allí los estaban esperando hombres del teniente Castillo. En ese lugar, los militares encañonaron a Ramírez y todos salieron rumbo a la sede de la Décimasegunda Brigada, también en la capital caqueteña. Al pasar la entrada, le dijeron al soldado Cruz que se podía retirar, agradeciendo la captura que había efectuado. Esa fue la última vez que vieron con vida a Aguapanelo.
“Me prometieron que no lo iban a matar, pero a los pocos minutos de separarme del batallón escuché dos disparos. Lo asesinaron. Unos días después, lo reportaron como un subversivo dado de baja en combate en la vía que conecta a Florencia con Macagual, a veinte kilómetros de la ciudad”, detalló Cruz y agregó: “Decían que él iba en moto y que comenzó a dispararles a los soldados… pura mentira, lo mataron adentro de la brigada y los de criminalística y el Gaula fueron cómplices de ese reporte maquillado, porque levantaron el cuerpo y lo botaron al cementerio como si nada. Luego todo fue raro. Me dijeron: “No se preocupe, váyase”. Lo mismo me dijo la jueza Esperanza, que no recuerdo el apellido, de Justicia Penal Militar”.
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Estos testimonios, obtenidos por El Espectador, también están en una carta de esclarecimiento que Cruz le escribió a la Jurisdicción Especial Para la Paz (JEP) el 4 de marzo de 2020, desde Pitalito (Huila). En ese documento, también involucra a un par de generales —aún activos—, a quienes acusó de haber dado órdenes de perpetrar de treinta a cuarenta ejecuciones extraoficiales entre 2003 y 2005 en Caquetá. Cruz optó por mantener la reserva de sus nombres para esta nota periodística.
Cárcel y torturas
Después de un par de años en los que se congelaron las investigaciones por la desaparición y el asesinato de José Luis Ramírez, el 3 de noviembre de 2009, el extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) capturó a Cruz por ese hecho. El caso fue tomado después por la Fiscalía 77 de DD. HH. y DIH y la justicia ordinaria lo condenó a ocho años y cinco meses de prisión. Allí comenzó un calvario de torturas, golpes y puñaladas de quienes lo querían asesinar por involucrar en sus testimonios sobre las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas a autoridades del ámbito local y nacional.
La situación fue tan crítica que el 30 de diciembre de 2010, el fiscal 77 especializado Luis Duarte Echeverry solicitó su traslado de la cárcel del Cunduy, en Florencia, al centro penitenciario de Garzón (Huila). En el documento, Echeverry alegaba que José Jairo Cruz “era objeto de agresiones físicas y sexuales de un grupo de internos que ponen en peligro su integridad personal y vida”.
Dicha solicitud fue aceptada, pero Cruz apenas se enfrentaba al primero de varios traslados. Después de eso estuvo en la cárcel de Rivera (Huila), Heliconias (Florencia), Picaleña (Ibagué) y un par de centros penitenciarios en Bogotá y Cali. Por buena conducta y colaboración con la justicia, el soldado obtuvo la libertad condicional en la capital vallecaucana en 2016, ocho meses antes de cumplir con su condena.
“Me están dejando solo”
“Quieren mi cabeza porque fui el único que se atrevió a hablar de forma tan clara sobre los ‘falsos positivos’ en Caquetá. No tengo plata para reparar, pero al menos quiero retribuirles a las familias de las personas que afectamos con verdad y la promesa de que eso no ocurrirá más. Esa fue la motivación por la que me sometí a la JEP en 2019”, comentó Cruz.
Ese año, el Estado le asignó un esquema conformado por un vehículo blindado, dos hombres de protección, un chaleco blindado, un dispositivo de comunicación y un apoyo económico para su reubicación en otra zona del país.
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De acuerdo con Cruz, durante los últimos dos años en Huila, las amenazas en contra de su vida y la de su familia persistieron. Él les informó a las autoridades que en el municipio de Garzón estaban ofreciendo $30 millones por su cabeza y que constantemente le llegaban intimidaciones vía telefónica.
El pasado 5 de agosto, la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP le hizo una revaluación de riesgo y decidió —pese a las pruebas que presentó— reducirle las medidas de protección. La Unidad argumentó que aunque Cruz ha denunciado hechos que lo han puesto en riesgo, “no ha sido citado a rendir versión y el compromiso claro, concreto y programado, que le ha solicitado la Magistratura, no ha sido cumplido a cabalidad”. En otras palabras, no encuentran relación directa entre su comparecencia y las amenazas que él denuncia. La entidad refiere, además, que Cruz se encuentra “dentro de un entorno socialmente soportable”.
“He mandado cinco oficios ante la JEP y no me responden. Mi abogado dice que es caso perdido, aunque he hecho todas las diligencias posibles con todas las autoridades para que me cuiden. Les entregué verdades que nadie se atrevía a decir y siento que su forma de pagar es dejándome solo en este momento”, sentenció Cruz.
El pasado 28 de octubre le quitaron todo el esquema de seguridad. “Si bien ahora nadie me está amenazando, me siento en riesgo. Prefiero que me saquen de la JEP y me dejen terminar mi condena de ocho meses que tengo con la justicia ordinaria porque tal vez allá estaré más seguro. Por favor, ¡protéjanme! He cumplido con trabajo y verdad. Por haber cometido algo atroz en el pasado no me merezco esta situación. Me duele decir esto porque la JEP se portó a la altura conmigo. Es una institución que genera confianza, acerca a las víctimas, pero estoy desesperado”, concluyó Cruz.
Mientras espera la decisión de alguna autoridad judicial y de protección, Cruz está intentando reconstruir su vida en Huila, aunque distante de su familia y amigos. Por ahora conserva la voluntad de seguir contando verdades que vivió estando en la guerra.
Desde su adolescencia, José Jairo Cruz Vaca se relacionaba muy bien con miembros de las autodefensas y del Ejército Nacional en Caquetá. Por la dinámica propia que viven los pobladores en una zona de conflicto, este hombre resultó con conocidos y amigos entre los paramilitares y con una relación muy cercana con las tropas del Batallón General Liborio Mejía, con sede en Florencia. A los 18 años comenzó a guiar a los soldados por las espesas selvas caqueteñas para ayudarlos a ganarles la guerra a las Farc, que conocían ese territorio como la palma de su mano.
Gracias a su conocimiento del terreno, les evitó a los militares horas de caminatas innecesarias y los llevó por los mejores caminos para adelantar con éxito sus operaciones. Su trabajo fue del agrado de algunos altos mandos, que querían tener en sus filas a una persona que, además de la selva, conociera nombres y movimientos de los paramilitares.
Fue la cercanía con el Ejército, más que un tema de convicción, lo que lo llevó a prestar servicio militar en 1999. “Como conocía a ambos bandos, me comenzaron a llevar a ciertas reuniones en las que, entre generales del Ejército, alcaldes de un puñado de municipios y autodefensas, planeaban operaciones de bajo perfil. En El Paujil, por ejemplo, había por esos años mucha inseguridad por delincuencia común y esos hombres querían acabar con eso a como diera lugar”, narró Cruz.
Según su testimonio, esos planes se ejecutaron. El soldado retirado le dijo a este diario que, entre su año de ingreso a la institución y 2006, cuando se desvinculó, tuvo conocimiento de más de 300 casos de personas desaparecidas y asesinadas sin ser reportadas en Caquetá. En su mayoría, señaladas por el Ejército y los paramilitares como presuntos atracadores o extorsionistas.
“Paquita y Meridiano eran dos paramilitares que apoyaban a las tropas con esas desapariciones. Las personas raptadas por ellos fueron torturadas, descuartizadas y arrojadas a los marranos. No dejaban rastro casi nunca; de hecho, no hacían ruido cometiendo esos crímenes, contrario a lo que sucedía con los ‘falsos positivos’, que sí estaban en boca de muchos militares que se vanagloriaban por ellos”, contó Cruz.
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Justamente, es uno de esos casos el que más atormenta a José Jairo, porque él estuvo directamente involucrado en una ejecución extrajudicial. Su relato sobre el caso es el que sigue.
A comienzos de octubre de 2004, José Luis Ramírez Guiza, un paramilitar de la región conocido como Aguapanelo, buscó a Cruz para pedirle unas granadas y unas pistolas, afirmando que eran para un primo. Esos actos, según el militar retirado, eran frecuentes y por eso les pidió permiso a dos de sus superiores del Batallón de Infantería de Selva N.° 34 Juanambú. También acudió a John Paul Castillo, entonces teniente de la Agrupación de Fuerzas Especiales Antiterroristas Urbanas (AFEUR) N.° 12, y al por esos días capitán Néstor Hernán Urrea, comandante de la AFEUR en Florencia.
Al percatarse del nombre de la persona que pidió ese material de guerra, le ordenaron a Cruz que lo capturara para llevarlo ante ellos, porque lo acusaban de haber extorsionado a la esposa de un militar.
Cruz dice que pasó unos días planeando una operación que no levantara sospechas. La noche del 8 de octubre de 2004 llegó a un sitio en Florencia en el que Ramírez se estaba tomando unas cervezas. Salieron en un taxi hacia el seminario de la ciudad, donde supuestamente le iba a entregar el armamento. Allí los estaban esperando hombres del teniente Castillo. En ese lugar, los militares encañonaron a Ramírez y todos salieron rumbo a la sede de la Décimasegunda Brigada, también en la capital caqueteña. Al pasar la entrada, le dijeron al soldado Cruz que se podía retirar, agradeciendo la captura que había efectuado. Esa fue la última vez que vieron con vida a Aguapanelo.
“Me prometieron que no lo iban a matar, pero a los pocos minutos de separarme del batallón escuché dos disparos. Lo asesinaron. Unos días después, lo reportaron como un subversivo dado de baja en combate en la vía que conecta a Florencia con Macagual, a veinte kilómetros de la ciudad”, detalló Cruz y agregó: “Decían que él iba en moto y que comenzó a dispararles a los soldados… pura mentira, lo mataron adentro de la brigada y los de criminalística y el Gaula fueron cómplices de ese reporte maquillado, porque levantaron el cuerpo y lo botaron al cementerio como si nada. Luego todo fue raro. Me dijeron: “No se preocupe, váyase”. Lo mismo me dijo la jueza Esperanza, que no recuerdo el apellido, de Justicia Penal Militar”.
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Estos testimonios, obtenidos por El Espectador, también están en una carta de esclarecimiento que Cruz le escribió a la Jurisdicción Especial Para la Paz (JEP) el 4 de marzo de 2020, desde Pitalito (Huila). En ese documento, también involucra a un par de generales —aún activos—, a quienes acusó de haber dado órdenes de perpetrar de treinta a cuarenta ejecuciones extraoficiales entre 2003 y 2005 en Caquetá. Cruz optó por mantener la reserva de sus nombres para esta nota periodística.
Cárcel y torturas
Después de un par de años en los que se congelaron las investigaciones por la desaparición y el asesinato de José Luis Ramírez, el 3 de noviembre de 2009, el extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) capturó a Cruz por ese hecho. El caso fue tomado después por la Fiscalía 77 de DD. HH. y DIH y la justicia ordinaria lo condenó a ocho años y cinco meses de prisión. Allí comenzó un calvario de torturas, golpes y puñaladas de quienes lo querían asesinar por involucrar en sus testimonios sobre las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas a autoridades del ámbito local y nacional.
La situación fue tan crítica que el 30 de diciembre de 2010, el fiscal 77 especializado Luis Duarte Echeverry solicitó su traslado de la cárcel del Cunduy, en Florencia, al centro penitenciario de Garzón (Huila). En el documento, Echeverry alegaba que José Jairo Cruz “era objeto de agresiones físicas y sexuales de un grupo de internos que ponen en peligro su integridad personal y vida”.
Dicha solicitud fue aceptada, pero Cruz apenas se enfrentaba al primero de varios traslados. Después de eso estuvo en la cárcel de Rivera (Huila), Heliconias (Florencia), Picaleña (Ibagué) y un par de centros penitenciarios en Bogotá y Cali. Por buena conducta y colaboración con la justicia, el soldado obtuvo la libertad condicional en la capital vallecaucana en 2016, ocho meses antes de cumplir con su condena.
“Me están dejando solo”
“Quieren mi cabeza porque fui el único que se atrevió a hablar de forma tan clara sobre los ‘falsos positivos’ en Caquetá. No tengo plata para reparar, pero al menos quiero retribuirles a las familias de las personas que afectamos con verdad y la promesa de que eso no ocurrirá más. Esa fue la motivación por la que me sometí a la JEP en 2019”, comentó Cruz.
Ese año, el Estado le asignó un esquema conformado por un vehículo blindado, dos hombres de protección, un chaleco blindado, un dispositivo de comunicación y un apoyo económico para su reubicación en otra zona del país.
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De acuerdo con Cruz, durante los últimos dos años en Huila, las amenazas en contra de su vida y la de su familia persistieron. Él les informó a las autoridades que en el municipio de Garzón estaban ofreciendo $30 millones por su cabeza y que constantemente le llegaban intimidaciones vía telefónica.
El pasado 5 de agosto, la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP le hizo una revaluación de riesgo y decidió —pese a las pruebas que presentó— reducirle las medidas de protección. La Unidad argumentó que aunque Cruz ha denunciado hechos que lo han puesto en riesgo, “no ha sido citado a rendir versión y el compromiso claro, concreto y programado, que le ha solicitado la Magistratura, no ha sido cumplido a cabalidad”. En otras palabras, no encuentran relación directa entre su comparecencia y las amenazas que él denuncia. La entidad refiere, además, que Cruz se encuentra “dentro de un entorno socialmente soportable”.
“He mandado cinco oficios ante la JEP y no me responden. Mi abogado dice que es caso perdido, aunque he hecho todas las diligencias posibles con todas las autoridades para que me cuiden. Les entregué verdades que nadie se atrevía a decir y siento que su forma de pagar es dejándome solo en este momento”, sentenció Cruz.
El pasado 28 de octubre le quitaron todo el esquema de seguridad. “Si bien ahora nadie me está amenazando, me siento en riesgo. Prefiero que me saquen de la JEP y me dejen terminar mi condena de ocho meses que tengo con la justicia ordinaria porque tal vez allá estaré más seguro. Por favor, ¡protéjanme! He cumplido con trabajo y verdad. Por haber cometido algo atroz en el pasado no me merezco esta situación. Me duele decir esto porque la JEP se portó a la altura conmigo. Es una institución que genera confianza, acerca a las víctimas, pero estoy desesperado”, concluyó Cruz.
Mientras espera la decisión de alguna autoridad judicial y de protección, Cruz está intentando reconstruir su vida en Huila, aunque distante de su familia y amigos. Por ahora conserva la voluntad de seguir contando verdades que vivió estando en la guerra.