El resurgimiento del paramilitarismo en la zona rural de Cúcuta
En los corregimientos de Palmarito y Banco de Arena denuncian que las Agc se tomaron el territorio, después de un llamado de auxilio de Los Rastrojos, que estaban a punto de perder la guerra con el Eln. En la batalla que libran contra esta guerrilla por el control territorial y los cultivos de coca, las masacres, asesinatos, desplazamientos y desapariciones componen el panorama a una hora y media del casco urbano de la capital de Norte de Santander.
A solo 26 kilómetros de Cúcuta, en la zona rural, hay al menos un centenar de hombres que buscan controlar la región. Se dice que están vestidos con pantalón y camiseta negra, que son “paisas” y siempre están armados. También cuentan que llegaron, en grupos de cuarenta, en avionetas desde Carepa, en el Urabá antioqueño. Se hacen llamar las Agc y en reiteradas ocasiones han reunido a la gente que vive en los cascos urbanos de los corregimientos de Palmarito, Aguaclara y Banco de Arena para explicarles su misión.
“Cuando los paramilitares llegaron, en diciembre de 2020, nos reunieron a toda la comunidad y se presentaron. Uno de ellos nos dijo: “Mire, no se preocupen, ustedes avisen a la Policía y al Ejército que nosotros estamos aquí. Ellos ya saben y contamos con su apoyo, porque tenemos la misión de sacar al Eln de la frontera”, cuenta un habitante de la zona que prefiere no identificarse.
Y quieren sacar al Eln de la zona rural de Cúcuta y del municipio de Tibú porque esta es la puerta de entrada hacia la región del Catatumbo, que históricamente ha sido disputada por grupos paramilitares y guerrillas, pues no solo es un corredor estratégico hacia Venezuela y el Caribe, sino que también tiene el mayor número de cultivos de coca del país. De acuerdo con el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), hay 41.000 hectáreas de coca, 20.000 de las cuales están en Tibú.
(Lea la primera parte de este reportaje sobre Norte de Santander: La historia del niño que pisó una mina explosiva en Tibú (Norte de Santander))
Los paramilitares no les avisaron de su arribo a las personas de las veredas más alejadas. José* se enteró de su presencia por rumores y porque el 29 de enero de este año lo visitaron: quince hombres armados llegaron a su finca en Carbonera-Totumito, mientras él trabajaba en sus cultivos. El encuentro no fue tan cordial como las reuniones del pueblo: sin mediar una palabra, comenzaron a dispararle.
“Cuando veo en el filo de la montaña a toda esa cantidad de armados, me asusté, pero seguí trabajando. Luego escuché una ráfaga de disparos y boté el rastrojo. Empecé a correr como pude. En esas me estrellé con una piedra y me partí el peroné. Pensé que me habían pegado un tiro porque la pierna se me iba de lado. Me metí a un bejuco y ahí duré doce horas mientras se iban. Las tres personas que estábamos en la finca nos salvamos de milagro. Venían a matarnos dizque porque éramos guerrilleros (...) Ellos se presentaron ante la empleada como paramilitares, como las Agc”.
Tras el episodio casi no puede salir de su vereda. La gente tenía miedo de sacarlo porque “los paras”, como les dicen, podían matarlos. Sus allegados pidieron auxilio y el Ejército les respondió que a “esa casa no iban porque ya les habían advertido lo que iba a pasar en la mañana y era muy peligroso”.
Solo un vecino lo ayudó a salir escondido en su camioneta al verlo tan malherido. Hoy está a salvo, pero se quedó sin nada. Le robaron plata, animales y ropa, y le destrozaron la casa. Tampoco puede volver porque las amenazas continúan. Justo estaba emprendiendo un proyecto productivo con los beneficios que le había entregado el Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz, pero le tocó dejarlo botado. “Yo había escuchado combates sobre todo por la frontera, en la pelea con Los Rastrojos, y hasta estallar minas, pero no me había tocado así la violencia. Esa gente llegó a matarnos”.
(Le recomendamos: La vida en un barrio de migrantes en el corazón del conflicto en el Catatumbo)
En los últimos seis años, la disputa por esta región de la zona rural de Cúcuta y el bajo Catatumbo ha sido intensa. Desde de que se firmó el Acuerdo de Paz y la guerrilla de las Farc dejó el territorio, las guerrillas del Eln y el Epl libraron una guerra, que finalmente ganaron los “elenos”. Pero cerca, como un rezago de los grupos de autodefensas que se tomaron Norte de Santander entre 2000 y 2008, estaban Los Rastrojos.
“Los Rastrojos han estado sobre todo en zona de frontera. Incluso uno puede decir que tenían su sede más en Venezuela que en Colombia. Y en un principio contaban con el apoyo de la Guardia Venezolana, que también cobraba junto con ellos el paso por las trochas para ir de un país a otro. Pero en diciembre de 2019, el presidente Nicolás Maduro habría arremetido en su contra. Se arrinconaron en Colombia, pero aquí el Eln tampoco les dio espacio. Ahí comenzó una guerra terrible. Había masacres cada semana. Muchas ni se conocieron. Llegaban fotos en los grupos de WhatsApp de a cinco muertos. En total habrían asesinado a por lo menos cincuenta personas durante los meses de combates”, relata un funcionario que también prefiere no revelar su identidad.
Esos combates se intensificaron durante 2020, cuando el mundo se enfrentaba a un virus desconocido, que luego desencadenó una pandemia. Mientras en las principales ciudades del país había preocupación por cómo detener las muertes del Sars-Cov-2, la falta de implementos sanitarios o de infraestructura médica; las poblaciones de Palmarito y Banco de Arena no dormían porque no sabían en qué momento serían víctimas de una bala perdida o los asesinaban. “Aquí en las noches, desde hace más de un año, quien no suda, llora”, cuenta otra habitante.
Desde marzo hasta julio de 2020, en la zona rural de Cúcuta se registraron tres masacres. La primera de ellas se conoció el 9 de marzo, cuando campesinos de la vereda Santa María hallaron a ocho personas asesinadas. De acuerdo con las autoridades, las víctimas eran de Los Rastrojos y habrían sido asesinadas por el Eln. Luego, el 5 de julio, en la vereda de Puerto León, encontraron a otras cuatro personas. Y apenas trece días después fueron asesinadas dos personas más en la vereda de Vigilancia y otras seis más en Carbonera-Totumito. Sobre la última, la investigación arrojó que los responsables fueron Los Rastrojos.
“Eso fue el terror. La gente empezó a salir de nuestras casas porque solo escuchábamos de muertos y muertos. Y porque si no la tildaban de guerrillera, lo hacían de paraco. En julio del año pasado, 460 personas de La Silla, en Tibú, se fueron hacia otros corregimientos por lo que había pasado al lado de ellas en Carbora-Totumito y Vigilancia ¿Cómo es posible que en un territorio de Cúcuta, tan cerca a la ciudad, estemos pasando por estas cosas? ¿Como estamos hablando de minas, desapariciones forzadas, paramilitarismo, guerrilla, cultivos y nadie dice nada?”, dice un líder social que tampoco dirá su nombre.
La Defensoría del Pueblo ya había alertado de la grave crisis. Lo hizo desde el 13 de marzo, a través de la alerta temprana de inminencia n.° 011-2020. El documento, dirigido a la entonces ministra Alicia Arango, expresaba su preocupación porque en “la zona rural de Cúcuta se encuentra en grave riesgo por posibles enfrentamientos entre miembros del Eln y el grupo armado ilegal Los Rastrojos, así como de estos grupos con el Ejército, con interposición de personas y bienes protegidos por el DIH. Debido a la tensión que se vive en los corregimientos antes descritos, las familias se encuentran confinadas en sus viviendas y temen que se presenten enfrentamientos armados en el área”, dice el documento.
La entidad deja claro que en los corregimientos de Palmarito, Banco de Arena, Puerto Villamizar, Aguaclara, Guaramito, San Faustino y Ricaurte “se prevé la ocurrencia de homicidios selectivos y múltiples (masacres), confinamiento de la población civil, reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes, imposición de restricciones a la movilidad y amenazas y ataques contra los procesos sociales, líderes y lideresas de la zona”. Desde entonces, hay retenes ilegales sobre la vía que imponen restricciones a la movilidad de la población.
A pesar de la detallada descripción de lo que hasta hoy sucede, la advertencia ha sido letra muerta. “Esas alertas tempranas no sirvan para nada. Solo para que las víctimas busquen ser reparadas y tengan un soporte de que el Estado sabía sobre lo que ocurría. Del resto, ni el Gobierno ni el Ejército o Policía hacen algo por la gente”, agrega uno de los funcionarios entrevistados.
(Lea: Alerta en Catatumbo por inicio de fumigación terrestre de glifosato a cultivos de coca)
Hasta diciembre de 2020, el pulso lo ganaba el Eln, pero el panorama cambió cuando llegaron las Agc. Primero empezaron con los panfletos anunciando su alianza con Los Rastrojos. Después convocaron las reuniones con las comunidades. Y aunque a una hora y media de Cúcuta todo el mundo sabe que en cualquier momento estalla una segunda ola de violencia, las advertencias no han sido escuchadas. De hecho, quienes se han atrevido a denunciarlas, como Wilfredo Cañizares, defensor de Derechos Humanos y presidente de la Fundación Progresar, han recibido amenazas.
Ir a la región es imposible. Aunque está tan cerca y el recorrido no tarda más de siete horas, no hay un solo habitante, líder u organización que esté dispuesto a llevar a un desconocido, en este caso a un medio de comunicación, hasta allá. Durante tres días, Colombia 2020 estuvo en Cúcuta tratando de organizar la visita, pero la respuesta siempre fue la misma: “Nadie puede garantizar que no les vaya a pasar nada. Y quien los lleve corre riesgo de ser amenazado o asesinado”. La única salida era una visita de un día con organismos internacionales, Defensoría del Pueblo o Secretaría de Posconflicto. Todas tenían la agenda llena y algunas por seguridad prefirieron no acompañarnos. Así, las entrevistas de este reportaje se hicieron en Cúcuta y con el compromiso de que las trece fuentes consultadas conservaran su anonimato.
¿Cómo se organizan las Agc?
De acuerdo con la Fundación Ideas para la Paz, los orígenes de las Agc, conformada por al menos por 1.900 integrantes, son múltiples: “Dinámicas locales (Los Tangueros), la conformación y evolución de grupos de autodefensa y paramilitares (ACCU y AUC) en Urabá y, el fallido proceso de desmovilización del Ejército Popular de Liberación (EPL) en Urabá en los años 90. Después de 2006, surgen producto de la desmovilización de los Bloques Centauros, Élmer Cárdenas y Norte”.
Su expansión y crecimiento se dio a través de alianzas “en los que la organización incorporó antiguos miembros de las AUC y construyó sociedades con diversas estructuras del crimen organizado a nivel local y regional”, explica la FIP. Aunque cuentan con una cúpula, bloques y frentes, lo que han podido identificar hasta ahora las autoridades es que están compuestas por distintas organizaciones: estructuras criminales regionales, narcotraficantes, oficinas de cobro, pandillas, combos. Algo así como una “franquicia”, como la llama la FIP, con nodos afiliados en todo el país.
Las Agc están ubicadas principalmente en el Urabá antioqueño, bajo Atraro, sur de Córdoba y zonas urbanas y semiurbanas del Bajo Cauca. Pero poco a poco se ha ido expandiendo a otros departamentos, al punto que hoy están en 127 municipios. En el caso de Cúcuta, los pobladores concuerdan en que su base es el corregimiento de Banco de Arena. Por eso en sus veredas, como El 25, Totumito, Vigilancia y La Punta, no han cesado los combates ni los homicidios o desapariciones, según explica un habitante. Su objetivo ahora es tomar primero Cerro Mono, una zona boscosa que hoy es reserva natural y conecta con la vereda La Silla, en el municipio de Tibú, para por fin llegar al Catatumbo.
Una prueba de ello, dicen, es la reciente captura de Jesús Ramos Machado, conocido como Aquiles, considerado uno de los hombres más cercanos a Dairo Antonio Úsuga u Otoniel, el jefe de las Agc o Clan del Golfo, como los llama el Gobierno. Aunque Aquiles estaba encargado de la expansión del grupo criminal a otras regiones del país, especialmente en la Orinoquia, las autoridades encontraron una libreta con los planes de este grupo armado de tomarse el Catatumbo y la misión de crear alianzas con Los Rastrojos.
Pero su principal obstáculo es el Eln. “Otoniel sabe que esta zona, pero principalmente el Catatumbo es un botín de oro. Aquí lo que hay es coca y corredores por dónde sacarla. Donde hay coca, hay baño de sangre, porque es bien sabido que el Eln no se va a dejar quitar su territorio. Están ahí aguantando y se sienten fuertes”, agrega la fuente. A eso hay que sumarle otro agravante: al menos diez de las personas consultadas están convencidas de que detrás de las Agc están los carteles mexicanos de narcotráfico Jalisco Nueva Generación y Sinaloa.
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Wilfredo Cañizares, el único que se atreve a hablar con nombre propio, cree que si este grupo paramilitar no ha logrado llegar al Catatumbo en cuatro meses es porque el Eln no se los ha permitido. Sin embargo, el defensor de derechos humanos agrega otra denuncia más grave: las presuntas alianzas con el Ejército y la Policía.
No solo lo afirma él. Funcionarios, líderes y habitantes de Banco de Arena y Palmarito insisten en que incluso los han visto acampar a 400 metros de un retén militar o estar juntos en estos espacios. “Situaciones como esta nos preocupa: hay una estación de Policía a solo 500 metros de La Invasión, en Pacolandia, donde hoy está asentado el paramilitarismo. Usted va de noche y los ve tomando a todos juntos”, señala otra fuente.
A pesar de que varios crímenes se han cometido a poca distancia de las estaciones policiales o retenes militares, los uniformados no responden a tiempo y, en ocasiones, “ni se enteran” de lo que sucede. Un líder de la zona cuenta que “en la vereda La Punta, a 400 metros de la estación de Banco Arena, mataron en enero a un líder social. Era William Antonio Rodríguez Martínez, exedil y hasta el día que lo mataron era gerente del acueducto. Le dispararon doce veces, la zona estaba completamente militarizada y nadie hizo nada”.
La historia se repitió el 1º de marzo, cuando desaparecieron dos hombres, Alberto Martínez y Eduardo Loaiza, quienes se dedicaban a trasteos y acarreos. Su camioneta quedó incinerada a unos metros de la estación de Policía de Palmarito y, según familiares de las víctimas, la respuesta de los uniformados fue “que no podían hacer nada porque esa zona era muy insegura”. El carro duró allí hasta el 20 de marzo, cuando la Fiscalía empezó a investigar el caso.
Este diario intentó comunicarse con la Segunda División del Ejército, que comanda en la zona con la Trigésima Brigada, para conocer su versión, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta al cuestionario enviado.
El presidente de la Fundación Progresar deja claro que si existe dicha alianza, las comunidades no lo van a tolerar: “Nosotros no vamos a aceptar que nos hagan lo mismo que en 1999 con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que nos apliquen la estrategia de que la fuerza pública tenga una alianza con el sector criminal para atacar a otro. Eso ha sido un costo alto. Estoy totalmente seguro de que esta nueva incursión paramilitar hubiera sido un fracaso si hubiera habido una respuesta transparente e inmediata de las autoridades”.
En la región, si bien ya se habla de un resurgimiento del paramilitarismo en la zona rural de Cúcuta y bajo Catatumbo, las fuentes encuentran diferencias. Mientras el de hace veinte años entró masacrando, los nuevos grupos buscan una base social. “Las Auc, lideradas entonces por Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, llegaban a arrasar con la gente y tomarse sus tierras. En cambio, en esta ocasión las Agc le dictan hasta talleres a la gente de su supuesta política y cómo operan. Eso solo nos demuestra que la incursión es de largo plazo. Hasta hablan de que tienen profesionales en sus filas. Ahora, también amenazan, intimidan, han desaparecido y desplazado”, narra otro habitante que ha presenciado estos hechos.
Y lo hacen porque es su mecanismo para que las comunidades guarden silencio y además entren al negocio de la coca o engrosen sus filas. Entre las principales está, por ejemplo, un alto índice de reclutamiento de jóvenes. “Esas condiciones, ¿quién dice que no? En esos lugares viven sin agua potable, luz, vías. Así que los campesinos sobreviven a la miseria con lo que les da la coca o el grupo armado. Tampoco es que ganen mucho, porque la plata la gana el narco. Una hectárea de coca produce ocho kilos de mercancía. Una mala, digamos. Mil hectáreas son 8.000 kilos. Eso es lo que se produce cada 45 días. Póngale precio a eso cuánto vale. Miles y miles de dólares. Con la ventaja de que la puede sacar fácil porque está al lado de Venezuela. Con toda esa plata sobornan y atraen a todo el mundo”, advierte un líder.
Aumento de los cultivos
Una de las principales denuncias de las organizaciones sociales es que las hectáreas de cultivos han aumentado considerablemente en la zona rural de Cúcuta. Basta con recorrer una hora y quince minutos para encontrarse con el primer cultivo, según reportan los líderes. Pero nadie sabe con exactitud la magnitud del fenómeno. Mientras la Alcaldía de Cúcuta insiste en que solo hay 330 hectáreas, de acuerdo con las cifras del SIMCI; en Palmarito y Banco de Arena han contado informalmente 3.500. “Le hemos dicho al alcalde: si se descuidan van a tener coca en la jardinera de la Alcaldía”, agrega otro líder.
Por esa disparidad, los cultivadores de coca no hacen parte del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz. La Alcaldía, con lo que el presupuesto le ha permitido, ha propuesto alternativas para los cultivadores. Mientras tanto, el Gobierno continúa la erradicación forzada, que ha generado conflictos entre campesinos y soldados.
Así lo explica Elisa Montoya, secretaria de Posconflicto, quien está convencida de que no es cierto que hayan miles de hectáreas: “Se han adelantado dos proyectos productivos en las veredas de Vigilancia, Totumito y el 25. Aunque en un principio no tenían como objetivo la sustitución, fueron los mismos campesinos que decidieron erradicar la coca. Y esto no viene solo. Hicimos un plan completo con el que por fin podrán contar con placa huella, acueductos y electrificación. Quien quiera puede acceder porque no necesita ser dueño de la tierra. Este acompañamiento es local, porque no hacemos parte del PNIS, tampoco de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial y mucho menos una Zona Futuro, proyectos impulsados por el Gobierno”.
Para Montoya, el meollo del problema es que hasta hoy la implementación del Acuerdo de Paz no se ve con fuerza en zonas que colindan con regiones con gran cantidad de cultivos de coca, como la ruralidad de Cúcuta. A la secretaria le preocupa la falta de voluntad política y la lentitud en hacer real la reforma rural que exige la titularidad del campo: “No existen ni siquiera límites veredales. Nadie sabe cuántos predios hay en El 25 o La Silla. Y así es muy difícil controlar este fenómeno de los cultivos”. Ahora su trabajo se ha enfocado, principalmente, en esa formalización con ayuda de organismos internacionales, como Naciones Unidas.
Los campesinos agradecen sus buenas intenciones, pero reiteran que están lejos de ser una solución al problema estructural. Ahora se preguntan si empezará la aspersión aérea con glifosato, que tanto ha promovido el Gobierno para “solucionar” el histórico problema del narcotráfico en Colombia. No le temen a que sus cultivos se afecten: “Hemos aprendido a vivir con ella muchos años. Ya sabemos que si rociamos con panela no alcanza a dañarnos toda la mata. El químico se queda en la melcocha y con la lluvia se va”, detalla un cultivador. Le preocupan más los efectos en la salud que puede provocarles el glifosato, que han sido comprobados por estudios científicos, pero sobre todo la presión que harán los grupos armados, principalmente, las Agc que ya están apuradas para entrar al Catatumbo.
Palmarito resiste a la violencia
El único lugar al que no han podido entrar las Agc es a Palmarito. Y eso se debe a una razón: desde el 2013, este corregimiento se declaró como una zona neutra y reclamó su derecho a no permitir la entrada de grupos armados. Eso incluye a las Fuerzas Militares. “En 2017, el Eln quiso ingresar al territorio, pero la comunidad se resistió porque el no involucrarnos nos hace libres. Luego llegó el Epl y fue terrible. Ellos también quisieron entrar a la fuerza, pero los sacamos. A un costo grande que casi nos cuesta la vida a varios líderes. A muchos les dijeron que se tenían que ir. Y en los militares no confiamos”, recuerda un poblador.
Otro habitante de Palmarito teme que esto no dure mucho tiempo. Aunque hoy cuentan con el apoyo de organismos como ONU, MAPP-OEA y CICR, la presión de las Agc es cada vez más fuerte. Y eso se debe, según él, a otro problema: el reclutamiento masivo de venezolanos. “Nosotros compartimos mucho con ellos, porque somos zona de frontera. Varios han llegado al pueblo, pero otros han engrosado los actores armados. Les ofrecen sueldo, pistola y no lo dudan. Y entendemos: tampoco tienen muchas opciones. El problema es que están en Palmarito y también patrullando con ellos, y eso va en contra de nuestra postura de rechazar actores armados”.
Este grupo, además, tiene una alianza con la minería ilegal de carbón en Cerro Mono. Esta comunidad ha luchado durante décadas para que las empresas no exploten en esta reserva. Sin embargo, con la presencia de los paramilitares, la crisis medio ambiental también se ha salido de control. Cada vez se saca más carbón y arrancó de nuevo la siembra de palma africana. Las Agc sacan provecho cobrando una cuota a estas personas. “Esto es una olla que en cualquier momento explota por cualquier lado”, agrega.
Los pobladores de este corregimiento dicen que no darán su brazo a torcer y seguirán proclamándose como zona de paz. Ese convencimiento, sin embargo, no les quita el temor que se vive en los demás lugares de la región: que se vuelvan a vivir el horror del paramilitarismo del 2000. Por lo pronto, en las últimas tres semanas, volvió a reinar la tensa calma. “Aunque de eso silencio también sospechamos. Estamos esperando el nuevo estallido y pensando cómo vamos a salir de esta”, concluye otra habitante.
*El nombre fue cambiado a petición de la fuente
A solo 26 kilómetros de Cúcuta, en la zona rural, hay al menos un centenar de hombres que buscan controlar la región. Se dice que están vestidos con pantalón y camiseta negra, que son “paisas” y siempre están armados. También cuentan que llegaron, en grupos de cuarenta, en avionetas desde Carepa, en el Urabá antioqueño. Se hacen llamar las Agc y en reiteradas ocasiones han reunido a la gente que vive en los cascos urbanos de los corregimientos de Palmarito, Aguaclara y Banco de Arena para explicarles su misión.
“Cuando los paramilitares llegaron, en diciembre de 2020, nos reunieron a toda la comunidad y se presentaron. Uno de ellos nos dijo: “Mire, no se preocupen, ustedes avisen a la Policía y al Ejército que nosotros estamos aquí. Ellos ya saben y contamos con su apoyo, porque tenemos la misión de sacar al Eln de la frontera”, cuenta un habitante de la zona que prefiere no identificarse.
Y quieren sacar al Eln de la zona rural de Cúcuta y del municipio de Tibú porque esta es la puerta de entrada hacia la región del Catatumbo, que históricamente ha sido disputada por grupos paramilitares y guerrillas, pues no solo es un corredor estratégico hacia Venezuela y el Caribe, sino que también tiene el mayor número de cultivos de coca del país. De acuerdo con el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), hay 41.000 hectáreas de coca, 20.000 de las cuales están en Tibú.
(Lea la primera parte de este reportaje sobre Norte de Santander: La historia del niño que pisó una mina explosiva en Tibú (Norte de Santander))
Los paramilitares no les avisaron de su arribo a las personas de las veredas más alejadas. José* se enteró de su presencia por rumores y porque el 29 de enero de este año lo visitaron: quince hombres armados llegaron a su finca en Carbonera-Totumito, mientras él trabajaba en sus cultivos. El encuentro no fue tan cordial como las reuniones del pueblo: sin mediar una palabra, comenzaron a dispararle.
“Cuando veo en el filo de la montaña a toda esa cantidad de armados, me asusté, pero seguí trabajando. Luego escuché una ráfaga de disparos y boté el rastrojo. Empecé a correr como pude. En esas me estrellé con una piedra y me partí el peroné. Pensé que me habían pegado un tiro porque la pierna se me iba de lado. Me metí a un bejuco y ahí duré doce horas mientras se iban. Las tres personas que estábamos en la finca nos salvamos de milagro. Venían a matarnos dizque porque éramos guerrilleros (...) Ellos se presentaron ante la empleada como paramilitares, como las Agc”.
Tras el episodio casi no puede salir de su vereda. La gente tenía miedo de sacarlo porque “los paras”, como les dicen, podían matarlos. Sus allegados pidieron auxilio y el Ejército les respondió que a “esa casa no iban porque ya les habían advertido lo que iba a pasar en la mañana y era muy peligroso”.
Solo un vecino lo ayudó a salir escondido en su camioneta al verlo tan malherido. Hoy está a salvo, pero se quedó sin nada. Le robaron plata, animales y ropa, y le destrozaron la casa. Tampoco puede volver porque las amenazas continúan. Justo estaba emprendiendo un proyecto productivo con los beneficios que le había entregado el Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz, pero le tocó dejarlo botado. “Yo había escuchado combates sobre todo por la frontera, en la pelea con Los Rastrojos, y hasta estallar minas, pero no me había tocado así la violencia. Esa gente llegó a matarnos”.
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En los últimos seis años, la disputa por esta región de la zona rural de Cúcuta y el bajo Catatumbo ha sido intensa. Desde de que se firmó el Acuerdo de Paz y la guerrilla de las Farc dejó el territorio, las guerrillas del Eln y el Epl libraron una guerra, que finalmente ganaron los “elenos”. Pero cerca, como un rezago de los grupos de autodefensas que se tomaron Norte de Santander entre 2000 y 2008, estaban Los Rastrojos.
“Los Rastrojos han estado sobre todo en zona de frontera. Incluso uno puede decir que tenían su sede más en Venezuela que en Colombia. Y en un principio contaban con el apoyo de la Guardia Venezolana, que también cobraba junto con ellos el paso por las trochas para ir de un país a otro. Pero en diciembre de 2019, el presidente Nicolás Maduro habría arremetido en su contra. Se arrinconaron en Colombia, pero aquí el Eln tampoco les dio espacio. Ahí comenzó una guerra terrible. Había masacres cada semana. Muchas ni se conocieron. Llegaban fotos en los grupos de WhatsApp de a cinco muertos. En total habrían asesinado a por lo menos cincuenta personas durante los meses de combates”, relata un funcionario que también prefiere no revelar su identidad.
Esos combates se intensificaron durante 2020, cuando el mundo se enfrentaba a un virus desconocido, que luego desencadenó una pandemia. Mientras en las principales ciudades del país había preocupación por cómo detener las muertes del Sars-Cov-2, la falta de implementos sanitarios o de infraestructura médica; las poblaciones de Palmarito y Banco de Arena no dormían porque no sabían en qué momento serían víctimas de una bala perdida o los asesinaban. “Aquí en las noches, desde hace más de un año, quien no suda, llora”, cuenta otra habitante.
Desde marzo hasta julio de 2020, en la zona rural de Cúcuta se registraron tres masacres. La primera de ellas se conoció el 9 de marzo, cuando campesinos de la vereda Santa María hallaron a ocho personas asesinadas. De acuerdo con las autoridades, las víctimas eran de Los Rastrojos y habrían sido asesinadas por el Eln. Luego, el 5 de julio, en la vereda de Puerto León, encontraron a otras cuatro personas. Y apenas trece días después fueron asesinadas dos personas más en la vereda de Vigilancia y otras seis más en Carbonera-Totumito. Sobre la última, la investigación arrojó que los responsables fueron Los Rastrojos.
“Eso fue el terror. La gente empezó a salir de nuestras casas porque solo escuchábamos de muertos y muertos. Y porque si no la tildaban de guerrillera, lo hacían de paraco. En julio del año pasado, 460 personas de La Silla, en Tibú, se fueron hacia otros corregimientos por lo que había pasado al lado de ellas en Carbora-Totumito y Vigilancia ¿Cómo es posible que en un territorio de Cúcuta, tan cerca a la ciudad, estemos pasando por estas cosas? ¿Como estamos hablando de minas, desapariciones forzadas, paramilitarismo, guerrilla, cultivos y nadie dice nada?”, dice un líder social que tampoco dirá su nombre.
La Defensoría del Pueblo ya había alertado de la grave crisis. Lo hizo desde el 13 de marzo, a través de la alerta temprana de inminencia n.° 011-2020. El documento, dirigido a la entonces ministra Alicia Arango, expresaba su preocupación porque en “la zona rural de Cúcuta se encuentra en grave riesgo por posibles enfrentamientos entre miembros del Eln y el grupo armado ilegal Los Rastrojos, así como de estos grupos con el Ejército, con interposición de personas y bienes protegidos por el DIH. Debido a la tensión que se vive en los corregimientos antes descritos, las familias se encuentran confinadas en sus viviendas y temen que se presenten enfrentamientos armados en el área”, dice el documento.
La entidad deja claro que en los corregimientos de Palmarito, Banco de Arena, Puerto Villamizar, Aguaclara, Guaramito, San Faustino y Ricaurte “se prevé la ocurrencia de homicidios selectivos y múltiples (masacres), confinamiento de la población civil, reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes, imposición de restricciones a la movilidad y amenazas y ataques contra los procesos sociales, líderes y lideresas de la zona”. Desde entonces, hay retenes ilegales sobre la vía que imponen restricciones a la movilidad de la población.
A pesar de la detallada descripción de lo que hasta hoy sucede, la advertencia ha sido letra muerta. “Esas alertas tempranas no sirvan para nada. Solo para que las víctimas busquen ser reparadas y tengan un soporte de que el Estado sabía sobre lo que ocurría. Del resto, ni el Gobierno ni el Ejército o Policía hacen algo por la gente”, agrega uno de los funcionarios entrevistados.
(Lea: Alerta en Catatumbo por inicio de fumigación terrestre de glifosato a cultivos de coca)
Hasta diciembre de 2020, el pulso lo ganaba el Eln, pero el panorama cambió cuando llegaron las Agc. Primero empezaron con los panfletos anunciando su alianza con Los Rastrojos. Después convocaron las reuniones con las comunidades. Y aunque a una hora y media de Cúcuta todo el mundo sabe que en cualquier momento estalla una segunda ola de violencia, las advertencias no han sido escuchadas. De hecho, quienes se han atrevido a denunciarlas, como Wilfredo Cañizares, defensor de Derechos Humanos y presidente de la Fundación Progresar, han recibido amenazas.
Ir a la región es imposible. Aunque está tan cerca y el recorrido no tarda más de siete horas, no hay un solo habitante, líder u organización que esté dispuesto a llevar a un desconocido, en este caso a un medio de comunicación, hasta allá. Durante tres días, Colombia 2020 estuvo en Cúcuta tratando de organizar la visita, pero la respuesta siempre fue la misma: “Nadie puede garantizar que no les vaya a pasar nada. Y quien los lleve corre riesgo de ser amenazado o asesinado”. La única salida era una visita de un día con organismos internacionales, Defensoría del Pueblo o Secretaría de Posconflicto. Todas tenían la agenda llena y algunas por seguridad prefirieron no acompañarnos. Así, las entrevistas de este reportaje se hicieron en Cúcuta y con el compromiso de que las trece fuentes consultadas conservaran su anonimato.
¿Cómo se organizan las Agc?
De acuerdo con la Fundación Ideas para la Paz, los orígenes de las Agc, conformada por al menos por 1.900 integrantes, son múltiples: “Dinámicas locales (Los Tangueros), la conformación y evolución de grupos de autodefensa y paramilitares (ACCU y AUC) en Urabá y, el fallido proceso de desmovilización del Ejército Popular de Liberación (EPL) en Urabá en los años 90. Después de 2006, surgen producto de la desmovilización de los Bloques Centauros, Élmer Cárdenas y Norte”.
Su expansión y crecimiento se dio a través de alianzas “en los que la organización incorporó antiguos miembros de las AUC y construyó sociedades con diversas estructuras del crimen organizado a nivel local y regional”, explica la FIP. Aunque cuentan con una cúpula, bloques y frentes, lo que han podido identificar hasta ahora las autoridades es que están compuestas por distintas organizaciones: estructuras criminales regionales, narcotraficantes, oficinas de cobro, pandillas, combos. Algo así como una “franquicia”, como la llama la FIP, con nodos afiliados en todo el país.
Las Agc están ubicadas principalmente en el Urabá antioqueño, bajo Atraro, sur de Córdoba y zonas urbanas y semiurbanas del Bajo Cauca. Pero poco a poco se ha ido expandiendo a otros departamentos, al punto que hoy están en 127 municipios. En el caso de Cúcuta, los pobladores concuerdan en que su base es el corregimiento de Banco de Arena. Por eso en sus veredas, como El 25, Totumito, Vigilancia y La Punta, no han cesado los combates ni los homicidios o desapariciones, según explica un habitante. Su objetivo ahora es tomar primero Cerro Mono, una zona boscosa que hoy es reserva natural y conecta con la vereda La Silla, en el municipio de Tibú, para por fin llegar al Catatumbo.
Una prueba de ello, dicen, es la reciente captura de Jesús Ramos Machado, conocido como Aquiles, considerado uno de los hombres más cercanos a Dairo Antonio Úsuga u Otoniel, el jefe de las Agc o Clan del Golfo, como los llama el Gobierno. Aunque Aquiles estaba encargado de la expansión del grupo criminal a otras regiones del país, especialmente en la Orinoquia, las autoridades encontraron una libreta con los planes de este grupo armado de tomarse el Catatumbo y la misión de crear alianzas con Los Rastrojos.
Pero su principal obstáculo es el Eln. “Otoniel sabe que esta zona, pero principalmente el Catatumbo es un botín de oro. Aquí lo que hay es coca y corredores por dónde sacarla. Donde hay coca, hay baño de sangre, porque es bien sabido que el Eln no se va a dejar quitar su territorio. Están ahí aguantando y se sienten fuertes”, agrega la fuente. A eso hay que sumarle otro agravante: al menos diez de las personas consultadas están convencidas de que detrás de las Agc están los carteles mexicanos de narcotráfico Jalisco Nueva Generación y Sinaloa.
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Wilfredo Cañizares, el único que se atreve a hablar con nombre propio, cree que si este grupo paramilitar no ha logrado llegar al Catatumbo en cuatro meses es porque el Eln no se los ha permitido. Sin embargo, el defensor de derechos humanos agrega otra denuncia más grave: las presuntas alianzas con el Ejército y la Policía.
No solo lo afirma él. Funcionarios, líderes y habitantes de Banco de Arena y Palmarito insisten en que incluso los han visto acampar a 400 metros de un retén militar o estar juntos en estos espacios. “Situaciones como esta nos preocupa: hay una estación de Policía a solo 500 metros de La Invasión, en Pacolandia, donde hoy está asentado el paramilitarismo. Usted va de noche y los ve tomando a todos juntos”, señala otra fuente.
A pesar de que varios crímenes se han cometido a poca distancia de las estaciones policiales o retenes militares, los uniformados no responden a tiempo y, en ocasiones, “ni se enteran” de lo que sucede. Un líder de la zona cuenta que “en la vereda La Punta, a 400 metros de la estación de Banco Arena, mataron en enero a un líder social. Era William Antonio Rodríguez Martínez, exedil y hasta el día que lo mataron era gerente del acueducto. Le dispararon doce veces, la zona estaba completamente militarizada y nadie hizo nada”.
La historia se repitió el 1º de marzo, cuando desaparecieron dos hombres, Alberto Martínez y Eduardo Loaiza, quienes se dedicaban a trasteos y acarreos. Su camioneta quedó incinerada a unos metros de la estación de Policía de Palmarito y, según familiares de las víctimas, la respuesta de los uniformados fue “que no podían hacer nada porque esa zona era muy insegura”. El carro duró allí hasta el 20 de marzo, cuando la Fiscalía empezó a investigar el caso.
Este diario intentó comunicarse con la Segunda División del Ejército, que comanda en la zona con la Trigésima Brigada, para conocer su versión, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta al cuestionario enviado.
El presidente de la Fundación Progresar deja claro que si existe dicha alianza, las comunidades no lo van a tolerar: “Nosotros no vamos a aceptar que nos hagan lo mismo que en 1999 con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que nos apliquen la estrategia de que la fuerza pública tenga una alianza con el sector criminal para atacar a otro. Eso ha sido un costo alto. Estoy totalmente seguro de que esta nueva incursión paramilitar hubiera sido un fracaso si hubiera habido una respuesta transparente e inmediata de las autoridades”.
En la región, si bien ya se habla de un resurgimiento del paramilitarismo en la zona rural de Cúcuta y bajo Catatumbo, las fuentes encuentran diferencias. Mientras el de hace veinte años entró masacrando, los nuevos grupos buscan una base social. “Las Auc, lideradas entonces por Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, llegaban a arrasar con la gente y tomarse sus tierras. En cambio, en esta ocasión las Agc le dictan hasta talleres a la gente de su supuesta política y cómo operan. Eso solo nos demuestra que la incursión es de largo plazo. Hasta hablan de que tienen profesionales en sus filas. Ahora, también amenazan, intimidan, han desaparecido y desplazado”, narra otro habitante que ha presenciado estos hechos.
Y lo hacen porque es su mecanismo para que las comunidades guarden silencio y además entren al negocio de la coca o engrosen sus filas. Entre las principales está, por ejemplo, un alto índice de reclutamiento de jóvenes. “Esas condiciones, ¿quién dice que no? En esos lugares viven sin agua potable, luz, vías. Así que los campesinos sobreviven a la miseria con lo que les da la coca o el grupo armado. Tampoco es que ganen mucho, porque la plata la gana el narco. Una hectárea de coca produce ocho kilos de mercancía. Una mala, digamos. Mil hectáreas son 8.000 kilos. Eso es lo que se produce cada 45 días. Póngale precio a eso cuánto vale. Miles y miles de dólares. Con la ventaja de que la puede sacar fácil porque está al lado de Venezuela. Con toda esa plata sobornan y atraen a todo el mundo”, advierte un líder.
Aumento de los cultivos
Una de las principales denuncias de las organizaciones sociales es que las hectáreas de cultivos han aumentado considerablemente en la zona rural de Cúcuta. Basta con recorrer una hora y quince minutos para encontrarse con el primer cultivo, según reportan los líderes. Pero nadie sabe con exactitud la magnitud del fenómeno. Mientras la Alcaldía de Cúcuta insiste en que solo hay 330 hectáreas, de acuerdo con las cifras del SIMCI; en Palmarito y Banco de Arena han contado informalmente 3.500. “Le hemos dicho al alcalde: si se descuidan van a tener coca en la jardinera de la Alcaldía”, agrega otro líder.
Por esa disparidad, los cultivadores de coca no hacen parte del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz. La Alcaldía, con lo que el presupuesto le ha permitido, ha propuesto alternativas para los cultivadores. Mientras tanto, el Gobierno continúa la erradicación forzada, que ha generado conflictos entre campesinos y soldados.
Así lo explica Elisa Montoya, secretaria de Posconflicto, quien está convencida de que no es cierto que hayan miles de hectáreas: “Se han adelantado dos proyectos productivos en las veredas de Vigilancia, Totumito y el 25. Aunque en un principio no tenían como objetivo la sustitución, fueron los mismos campesinos que decidieron erradicar la coca. Y esto no viene solo. Hicimos un plan completo con el que por fin podrán contar con placa huella, acueductos y electrificación. Quien quiera puede acceder porque no necesita ser dueño de la tierra. Este acompañamiento es local, porque no hacemos parte del PNIS, tampoco de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial y mucho menos una Zona Futuro, proyectos impulsados por el Gobierno”.
Para Montoya, el meollo del problema es que hasta hoy la implementación del Acuerdo de Paz no se ve con fuerza en zonas que colindan con regiones con gran cantidad de cultivos de coca, como la ruralidad de Cúcuta. A la secretaria le preocupa la falta de voluntad política y la lentitud en hacer real la reforma rural que exige la titularidad del campo: “No existen ni siquiera límites veredales. Nadie sabe cuántos predios hay en El 25 o La Silla. Y así es muy difícil controlar este fenómeno de los cultivos”. Ahora su trabajo se ha enfocado, principalmente, en esa formalización con ayuda de organismos internacionales, como Naciones Unidas.
Los campesinos agradecen sus buenas intenciones, pero reiteran que están lejos de ser una solución al problema estructural. Ahora se preguntan si empezará la aspersión aérea con glifosato, que tanto ha promovido el Gobierno para “solucionar” el histórico problema del narcotráfico en Colombia. No le temen a que sus cultivos se afecten: “Hemos aprendido a vivir con ella muchos años. Ya sabemos que si rociamos con panela no alcanza a dañarnos toda la mata. El químico se queda en la melcocha y con la lluvia se va”, detalla un cultivador. Le preocupan más los efectos en la salud que puede provocarles el glifosato, que han sido comprobados por estudios científicos, pero sobre todo la presión que harán los grupos armados, principalmente, las Agc que ya están apuradas para entrar al Catatumbo.
Palmarito resiste a la violencia
El único lugar al que no han podido entrar las Agc es a Palmarito. Y eso se debe a una razón: desde el 2013, este corregimiento se declaró como una zona neutra y reclamó su derecho a no permitir la entrada de grupos armados. Eso incluye a las Fuerzas Militares. “En 2017, el Eln quiso ingresar al territorio, pero la comunidad se resistió porque el no involucrarnos nos hace libres. Luego llegó el Epl y fue terrible. Ellos también quisieron entrar a la fuerza, pero los sacamos. A un costo grande que casi nos cuesta la vida a varios líderes. A muchos les dijeron que se tenían que ir. Y en los militares no confiamos”, recuerda un poblador.
Otro habitante de Palmarito teme que esto no dure mucho tiempo. Aunque hoy cuentan con el apoyo de organismos como ONU, MAPP-OEA y CICR, la presión de las Agc es cada vez más fuerte. Y eso se debe, según él, a otro problema: el reclutamiento masivo de venezolanos. “Nosotros compartimos mucho con ellos, porque somos zona de frontera. Varios han llegado al pueblo, pero otros han engrosado los actores armados. Les ofrecen sueldo, pistola y no lo dudan. Y entendemos: tampoco tienen muchas opciones. El problema es que están en Palmarito y también patrullando con ellos, y eso va en contra de nuestra postura de rechazar actores armados”.
Este grupo, además, tiene una alianza con la minería ilegal de carbón en Cerro Mono. Esta comunidad ha luchado durante décadas para que las empresas no exploten en esta reserva. Sin embargo, con la presencia de los paramilitares, la crisis medio ambiental también se ha salido de control. Cada vez se saca más carbón y arrancó de nuevo la siembra de palma africana. Las Agc sacan provecho cobrando una cuota a estas personas. “Esto es una olla que en cualquier momento explota por cualquier lado”, agrega.
Los pobladores de este corregimiento dicen que no darán su brazo a torcer y seguirán proclamándose como zona de paz. Ese convencimiento, sin embargo, no les quita el temor que se vive en los demás lugares de la región: que se vuelvan a vivir el horror del paramilitarismo del 2000. Por lo pronto, en las últimas tres semanas, volvió a reinar la tensa calma. “Aunque de eso silencio también sospechamos. Estamos esperando el nuevo estallido y pensando cómo vamos a salir de esta”, concluye otra habitante.
*El nombre fue cambiado a petición de la fuente