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El deterioro del orden público en el país es innegable. Pero no solo lo prueban los asesinatos de líderes sociales, la ofensiva del Eln, las acciones de las disidencias de las Farc o las bandas asociadas al narcotráfico. La otra evidencia es el renacer de un dilema que acompaña a Colombia desde hace décadas: la opción de armar civiles para apoyar a la Fuerza Pública o, por la misma vía, crear condiciones para que los particulares puedan portar armas para su defensa personal mediante permisos especiales otorgados por las autoridades.
Esta semana, el tema volvió a cobrar vigencia por una solicitud informal del Fondo de Ganaderos del Cesar al Gobierno para que se revise el decreto que prohíbe el porte de armas. Según su presidente, Hernán Araújo, el regreso de los secuestros en el sur del departamento, sumado a los asaltos y robos continuos han generado una crítica situación que urge soluciones. Por eso, no solo planteó al Ejecutivo revisar la política de porte de armas, sino que pidió a la Federación de Ganaderos que asuma el liderazgo de esa iniciativa.
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En medio de la polémica se han escuchado voces de apoyo a los ganaderos, entre ellas la del senador Álvaro Uribe, del Centro Democrático, quien avaló la inquietud de quienes piden flexibilidad frente al porte de armas, al tiempo que insistió en revivir uno de los mecanismos que implementó durante su gobierno. “Sin cooperantes, no hay política de seguridad. Hay un gran reclamo ciudadano. La gente del Cesar ya amenazó con armarse ilegalmente”, expresó Uribe durante una convención del Centro Democrático.
La respuesta del Gobierno, mediante el ministro de Defensa, Guillermo Botero, es que su despacho está a punto de expedir una directriz para aclarar lo relacionado con el porte de armas, hasta donde sea posible quitándole toda discrecionalidad. Es decir, que los permisos sean concedidos de manera objetiva y que no queden exclusivamente a cargo de los mandos en las brigadas y los batallones. Botero admitió que algunos ganaderos le han dicho que se quieren armar porque están indefensos, pero ya se les dijo que deben esperar el decreto.
Si bien la inquietud mayoritaria proviene de los ganaderos, es inevitable hacer memoria sobre los errores del pasado, justamente para responder a las preocupaciones de seguridad de este gremio, con normas que permitieron armar civiles para apoyar a la Fuerza Pública. Un recuento que empieza con la expedición del decreto 3398 de 1965, en el gobierno de Guillermo León Valencia, el cual permitió al Ministerio de Defensa “amparar armas consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas”.
Este decreto, fortalecido legalmente en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, permitió que, a nombre de la legítima autodefensa de las comunidades frente a la amenaza guerrillera, el Estado compartiera con los civiles el monopolio de las armas. Como se sabe, la norma terminó por convertirse en mampara para el auge del paramilitarismo. Con un capítulo particular que, desde mediados de los años 80, creó el caos y generó una cruzada de violencia selectiva: la denominada Asociación de Campesinos y Ganaderos del Magdalena Medio (Acdegam).
Como en su momento lo confesó a la justicia el mayor del Ejército Óscar de Jesús Echandía, entre 1983 y 1984, esta asociación hizo contactos con el narcotráfico y, en la causa común de enfrentar a la guerrilla, gestaron un aparato de violencia que hizo estragos en Colombia. Los narcos estaban interesados en limpiar la región de la amenaza subversiva. Las Fuerzas Militares tenían el mismo propósito. De tal forma que Acdegam se convirtió en un proyecto político- militar que, con el supuesto de ayudar a la seguridad, se transformó en paramilitarismo puro.
Paradójicamente, cuando Acdegam avanzaba hacia la creación de su propio partido político —el Movimiento de Restauración Nacional (Morena), liderado por Iván Roberto Duque, después llamado Ernesto Báez— ya se había consolidado como una máquina de muerte. Entonces, por primera vez el gobierno Barco expidió un decreto concreto (813 de 1989) para “combatir a los escuadrones de la muerte, bandas de sicarios o grupos de justicia privada”, incluidos en una curiosa definición de la época: “Los equivocadamente denominados paramilitares”.
Ese mismo año, mientras el cartel de Medellín amedrentaba a la sociedad a punta de carros bomba y el paramilitarismo sembraba el terror para arremeter contra todo lo que oliera a izquierda, la Corte Suprema de Justicia echó abajo el decreto 3398 de 1965, recalcando que se había convertido en un error craso. No obstante, apenas terminó la guerra contra los extraditables con la muerte de Pablo Escobar, en diciembre de 1993, a pesar de los equivocados antecedentes, en los días finales del gobierno de César Gaviria se volvió a incurrir en el yerro histórico.
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Primero se expidió la ley 356 de 1994 que, enmarcada como Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada, permitió la creación de las llamadas Cooperativas de Seguridad Rural o Convivir, con el supuesto de que eran necesarias para apoyar a las Fuerzas Militares. Mediante dos resoluciones, el gobierno Samper reglamentó su implementación y en 1997 ya aglutinaban a unos 120.000 integrantes. Como se probó tiempo después, junto a empresarios o ganaderos, las Convivir se volvieron un paraguas del paramilitarismo para camuflarse en la legítima defensa.
Aunque un fallo de la Corte Constitucional de 1997 delimitó su operatividad y selló su desaparición, con el tiempo quedó claro el papel que habían cumplido para la expansión del paramilitarismo. Cuando estalló el escándalo de la parapolítica en 2006 y las Convivir también quedaron en la mira de la justicia, no faltaron las voces que salieron a reconocer el rol de los civiles en la confrontación. En concreto, más de 10.000 personas formalizaron una carta abierta para reconocer que ante la agresión de la guerrilla se habían visto forzados a apoyar a las autodefensas.
En especial, esa manifestación provino de un numeroso grupo de ganaderos del Bajo Cauca antioqueño y de la región del Alto, Medio y Bajo San Jorge, que expresaron su disposición a reconocer ante la justicia lo que había pasado. “Los ganaderos hemos tenido que atravesar el incendio de la violencia rural y nadie pasa un incendio sin chamuscarse”, fue el comentario de José Félix Lafaurie, entonces presidente de Fedegán. En ese momento, apenas comenzaban las pesquisas judiciales, que probaron cómo muchos políticos y particulares se involucraron en la guerra.
Un primer capítulo, debidamente documentado por la justicia, fue el rol cumplido por el Fondo Ganadero de Córdoba para ayudar a consolidar el despojo de tierras que la casa Castaño estructuró en la región de Las Tulapas, en la zona de Urabá. Por medio de Sor Teresa Gómez, cuñada de los hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño, el Fondo Ganadero de Córdoba logró concretar la compra irregular y legalización de tierras en Necoclí, Turbo y San Pedro de Urabá. La empresa ilegal contó con la colaboración técnica de una jefa jurídica de baldíos del Incora.
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El caso terminó en la condena de Benito Osorio Villadiego, ganadero, político y exgerente del Fondo Ganadero de Córdoba. En 2015, fueron procesados otros integrantes de la agremiación ganadera, junto a dos notarios, una funcionaria del Incora y dos individuos que obraron como intimidadores de los campesinos que fueron obligados a vender sus tierras. El caso del Fondo Ganadero de Córdoba dejó ejemplo de justicia ante la paraeconomía, pues gracias a la Fiscalía las acciones del Fondo Ganadero terminaron en el Fondo de Reparación de Víctimas.
Otro capítulo lo protagonizó Jorge Visbal Martelo —exembajador de Colombia en el Perú, exsenador del partido de La U y expresidente de Fedegán—, quien fue condenado a nueve años de prisión por vínculos con el paramilitarismo. Jefes de las autodefensas, como Salvatore Mancuso y Diego Murillo Bejarano, testificaron que entre 1998 y 2005 Visbal sostuvo múltiples reuniones con las autodefensas. La justicia concluyó que algunos miembros del gremio ganadero, a cambio de seguridad, contribuyeron a financiar el paramilitarismo.
Hace apenas dos años, la polémica del rearme de civiles volvió a cobrar vigencia, a raíz de la discusión del acto legislativo 04 de 2017, parte integral de la implementación del Acuerdo de Paz de La Habana, según el cual, “como una garantía de no repetición y con el fin de contribuir a asegurar el monopolio legítimo de la fuerza y el uso de las armas por parte del Estado, y en particular de la Fuerza Pública, en todo el territorio se prohíbe la creación, promoción de grupos civiles armados ilegales de cualquier tipo, incluyendo los paramilitares”.
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El Consejo Gremial, que aglutina a las organizaciones privadas del sector económico, se opuso a esta reforma, bajo la consideración de que ocultaba “propósitos políticos”. La discusión se centró en si tenía sentido prohibir una expresión ilegal como el paramilitarismo. Sin embargo, detrás del debate volvió a surgir el dilema: ¿involucrar a los civiles en el conflicto fue relativizar el monopolio de las armas a cargo del Estado? Al final, la reforma fue aprobada y la Corte Constitucional la apoyó para que no volviera a tomar forma la tentación del Estado de compartir ese monopolio.
Ahora vuelve y juega el debate. El presidente del Fondo de Ganaderos del Cesar, Hernán Araújo, formalizó al Gobierno su preocupación por la seguridad y pidió revisar el decreto que prohibió el porte de armas, desde la perspectiva de que los ganaderos hoy están indefensos. El ministro Guillermo Botero, a instancias de Blu Radio, reconoció que habló con el expresidente Álvaro Uribe sobre la seguridad del gremio ganadero, pero dejó en claro que se están tomando todas las previsiones para que el documento que regule el tema se ajuste plenamente a la ley.
Aunque el propósito es disminuir sustancialmente la discrecionalidad para la concesión de permisos para porte de armas, es claro que esta opción no se elimina totalmente. A pesar de que se busca un instructivo claro, que se verifiquen los antecedentes y que el asunto no quede solo bajo el criterio de los comandantes regionales en las unidades militares, la preocupación crece en diversos sectores de opinión, pues existen muchos factores críticos a tener en cuenta. El principal de ellos: los antecedentes históricos sobre el impacto de las armas en poder de los civiles.
“El discurso del desarme es muy sugestivo de opinión y difícil de controvertir. Si los unos están diciendo una sociedad desarmada y los otros una sociedad armada, pues a los que digamos una sociedad armada nos muelen, pero la ciudadanía lo que está pidiendo es flexibilidad para los permisos especiales. Porque, por ejemplo, dicen en Valledupar: ‘Nosotros salimos para Bosconia, nos atacan en el camino, no tenemos con qué defendernos y nos matan’. El ministro Botero tiene que enfrentar esas cosas”, insistió esta semana el senador Álvaro Uribe.
Como lo refiere Uribe, el asunto está en manos del Ministerio de Defensa, que también aclaró que la decisión está en sus últimas revisiones en la Presidencia. La expectativa es mayor y el gremio ganadero ya hace parte de la problemática. Su presidente, José Félix Lafaurie, insiste en que los cuestionamientos al gremio obedecen a la narrativa de ciertos sectores de la izquierda ideológica, pues más de 400.000 ganaderos son pequeños propietarios. Concluyente o no, la historia y el presente indican que el Gobierno debe obrar con firmeza, pero sin permitir que el Estado comparta su monopolio de las armas.