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Gonzalo Valencia va a cumplir 40 años de pescar en el río Cauca y ya perdió la cuenta de los muertos que ha visto pasar arrastrados por el caudal. Tampoco sabe cuántos ha ayudado a rescatar de la corriente en Beltrán, el paraje rural donde vive, ubicado a una hora por trocha de Marsella, Risaralda.
¿Cuál fue el último de todos? Eso sí lo sabe. Era un muchacho de Cartago, Valle del Cauca, al que su familia llegó buscando el pasado domingo 24 de octubre, apenas cuatro días antes de que conversáramos en su casa frente al río.
Beltrán debe su fama a un remolino natural que en la región llaman “el remanso”. Allí se quedan atascados troncos, basuras y animales que arrastra la corriente, pero con mucha frecuencia también aparecen cadáveres arrojados al agua por sus victimarios. Son muertos producto de todas las violencias que, aunque Gonzalo asegura “habían mermado”, también admite con naturalidad que no son un paisaje desconocido y que “siempre ha sido así”.
Gonzalo es espigado, alto y canoso. Con su hermano William, también pescador y líder de la Junta de Acción Comunal (JAC) de Beltrán, recorrió ese domingo en su bote las orillas del Cauca buscando al muchacho del Valle. En la embarcación también iban los familiares. Tenían la certeza de que se trataba del mismo cuerpo, porque la hermana les habló de un tatuaje en el brazo: lo habían visto entre la corriente el día anterior a una distancia tan cercana “como dónde está ese limón”, dice Gonzalo, señalando un arbolito a escasos cinco pasos de su puerta.
El cuerpo siguió de largo y se detuvo en otro “remanso” cerca de Arauca, otro pueblo a unos 30 kilómetros de Beltrán. Allá un señor que vive en la orilla confirmó que lo había visto por la tarde, pero cuando arribaron, el cuerpo ya no estaba ahí.
Le pregunto por qué ayuda a sacar muertos del río y su respuesta es simple y tajante: son seres humanos, no merecen acabar devorados por los gallinazos.
(Vea: (Pódcast): Las memorias que se llevó el río Cauca)
Esa realidad en Marsella es la misma que el artista antioqueño Fernando Botero pintó en 2002 en un paisaje tremendista donde cielo y agua conservan la misma tonalidad pantanosa de borrasca. En la pintura se alcanza a ver el cuerpo de un hombre con un enjambre de aves de rapiña encima. El cuadro lleva un título obvio: Río Cauca.
Vi lo mismo de niño una mañana en que iba con mis padres a pescar a ese río y pasaron los pájaros sobre un cadáver. La escena no ha cambiado.
El titular que no envejece
Que siempre ha sido así y los muertos nunca han dejado de llegar lo confirman desde don Luis Cortés, el sepulturero del pueblo, hasta pescadores de la región como los hermanos Mesa y el periodista local Mario Salazar, quien en 1988 registró por primera vez la noticia, aunque en ese entonces tampoco era nueva. Su titular permaneció vigente por tres décadas: “Marsella sepulta muertos de otros pueblos”.
El pico máximo sucedió durante la “masacre de Trujillo”, como se conoce a una oleada sistemática de asesinatos y desapariciones ocurrida entre 1988 y 1994 contra pobladores y líderes sociales en varios municipios del Valle. Se trataba de una estrategia de terror que militares, policías y narcos lanzaron para escarmentar a quienes consideraban aliados de las guerrillas. Por esa masacre fueron condenados el narcotraficante Henry Loaiza, el Alacrán, y el mayor (r) del Ejército Alirio Urueña. El Estado colombiano tuvo que pedir perdón dos veces e indemnizar a las víctimas.
Ya antes habían arribado muertos de la violencia bipartidista de los años sesenta y setenta, y después llegarían los de las vendettas mafiosas de los noventa.
Luz María Ortiz, la médica legista que practicó la mayoría de estos levantamientos, guarda un registro de 549 cuerpos rescatados del río entre 1988 y 2016. Ella pudo establecer plenamente la identidad de 182 y entregar los restos a sus familiares, que solían venir a Marsella desde lugares tan distantes como Cali.
De todos esos registros, la doctora Ortiz recuerda uno que la conmovió especialmente. Era una madre de La Victoria, en el Valle, que imploraba que le llevaran vivo, muerto o como fuera, a su muchacho desaparecido. Cuando Ortiz logró identificarlo entre los cuerpos de Beltrán, contactó a la familia para entregarlo. “Lo enterraron y a los dos días se murió la mamá”, cuenta, y agrega: “ella sólo estaba esperando a su hijo para morirse”.
La mayoría de estos cuerpos permanecen en el cementerio del pueblo donde el sepulturero Narcés Palacios –ya fallecido– los cuidaba con celo, confiando en que algún día sus dolientes pudieran encontrarlos.
Ni la Justicia Especial para la Paz (JEP), ni la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas han iniciado aún labores de exhumaciones en el cementerio de Marsella, donde se presume que hay restos de víctimas del conflicto.
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Hasta ahora, las únicas exhumaciones han sido realizadas por la Fiscalía. Algunas las practicó en 2018 el fiscal Germán Jaimes, buscando a los desaparecidos de Trujillo. Una funcionaria de la JEP confirmó que consideran decretar pronto medidas cautelares para proteger el cementerio.
Ni presiones ni amenazas
Después de muchos meses de que no bajaran cuerpos, el 5 de septiembre apareció un cadáver flotando en el remanso de Beltrán. Hasta el pasado octubre los pobladores confirmaron el rescate de cuatro cuerpos. En Irra, otro pueblo ribereño, a unos 60 kilómetros río abajo, se reportaron cinco más, algunos desmembrados, según confirmó un bombero que trabaja en la zona.
Estas cifras coinciden en parte con las que aportó el exjuez de paz Eisenhower Zapata a varios medios de comunicación hace un mes. Zapata habló de 11 cadáveres recuperados entre el 5 de septiembre y el 13 de octubre. Además, dijo que miembros de la Policía estarían impidiendo que la comunidad rescatara los cuerpos del río e incluso aseguró a Colombia+20 que hay un video grabado que comprobaría esta denuncia.
“¿Usted cree? Ya no estaríamos aquí”, dice en Beltrán un pescador refiriéndose a la noticia, que se volvió viral por la gravedad que implican esas aseveraciones. Un miembro de la policía local y varios habitantes que consultamos aseguran lo contrario: la Policía nada tiene que ver, en cambio es la que suele ayudar con los levantamientos. “Este año a toda denuncia que nos dicen de un cuerpo hemos acudido”, dijo una fuente de la Policía, que agregó: “se han recuperado cuatro cuerpos. Si uno tuviera interés pues ni siquiera los hubiéramos recuperado”.
Otro integrante de la JAC explicó que ellos mismos llamaron a la Personería del municipio para aclarar que la noticia era falsa y no han recibido presiones ni amenazas de ningún tipo por rescatar los cadáveres. “Hicimos una visita con bomberos para constatar”, explicó Diana Marcela Toro, personera de Marsella. “Se habló con los pescadores, con la señora de la tienda, con la docente y todos coinciden en decir que es falso”.
Lo único cierto son los cadáveres recientes. Zapata cree que hay una “reconfiguración de la violencia” ligada al narcotráfico en 18 municipios del Valle del Cauca, disputas que se resuelven con homicidios y los cadáveres terminan, otra vez, en el río. “Al menos tres de los cuerpos ya identificados son de Cartago, eso se debe a la banda de Los Flacos”, insiste Zapata.
Sobre si los cuerpos tienen algo que ver con el paro nacional pasado, Zapata lo descarta: “Muchos de ellos son por narcotráfico, esto no tiene nada que ver con los desaparecidos del paro nacional. Son personas habitantes de calle, consumidores de drogas”, precisa.
El cuaderno de Inés
Inés Mejía es otra cuidadora de la memoria. Sus recuerdos retornan en una mezcla de crudeza y ternura al tiempo, como si ambas cosas fueran inseparables en ella. Puede referirse, como si hablara de su hijo, tanto al niño muerto que rescató del río conmovida por el “pantaloncito” y su “buena correa y zapatillas”, como al cuerpo que llegó con alambre de púas amarrado en la cabeza.
También puede describir con precisión el contorno que toma una figura humana forrada en bolsas plásticas o el aspecto del orificio de una bala, muy similar al que dejan las aves de rapiña si picotean la carne descompuesta. Entre ambos, explica, la gente suele confundirse.
En bolsas, en costales, en canecas, amarrados, enteros o por partes, Mejía sacó con sus propias manos más de 100 cadáveres del río entre 1996 y 2000 cuando trabajó en la corregiduría del Beltrán, un decálogo del horror y un compendio de la historia que ella narra sin sobresaltos.
Doña Inés aprendió los trucos de los forenses, buscaba con afán tatuajes y señas particulares. Anotaba en un cuaderno cualquier detalle sutil que permitiera esclarecer la identidad del cuerpo meses o años más tarde: qué día llegó flotando, los colores de la ropa, qué calzas y marcas había en la dentadura, los vestigios de alguna cicatriz que aún pudiera adivinarse entre la piel hinchada. “Me propuse encontrar la familia de todo cadáver que sacara (…) me ponía en el lugar de la gente”, dice.
Recuerda que hubo tiempos en que recogía hasta dos cadáveres cada semana y que debía avisar por radioteléfono con un código: “hay mucho pescado, vengan a recogerlo”.
Hasta Marsella llegaban familias de todo el Valle del Cauca que la buscaban para averiguar por sus parientes desaparecidos, como Rodrigo Ruano, que gracias a ella pudo encontrar el cuerpo de su hermano Henry, asesinado en Cali. Rodrigo siguió comunicándose con doña Inés cada cierto tiempo en llamadas que duraban horas. Ella dice que él sentía “tranquilidad” de charlar con la persona que había hallado el cadáver de su hermano.
Su relato encarna el espíritu de esta comunidad, que a su manera descubrió la solidaridad y el humanismo juntando fragmentos de cuerpos, rescatándolos de la corriente y los gallinazos, cuidándolos, aferrados a una fecha, a un trozo de ropa o a una cicatriz como última esperanza para el reencuentro con los dolientes. Una comunidad que sin discursos profundos ni grandilocuencias sigue ayudando, a través de los muertos, a recomponer un país roto.