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La más reciente petición del fiscal general Néstor Humberto Martínez al Consejo Nacional de Estupefacientes augura una tormenta política: “Evaluar la política vigente de erradicación de cultivos ilícitos” y “considerar explícitamente la conveniencia de reanudar la aspersión aérea”. Un año después de que el Gobierno decidiera cesar esta actividad con glifosato, como un gesto en el marco de las negociaciones con las Farc, el fiscal dice que se debe repensar la estrategia para contener la expansión de cultivos ilícitos y que “la erradicación manual se ha vuelto imposible”.
“Se trata de apropiarse del ‘combustible’ del crimen en Colombia”, se lee en la carta que llegó el pasado viernes 2 de septiembre al despacho del ministro de Justicia, Jorge Eduardo Londoño. En esta, el fiscal solicita que se convoque una reunión extraordinaria del Consejo Nacional de Estupefacientes –encargado de construir políticas públicas en la lucha contra las drogas ilícitas– para afrontar la crisis por el incremento de cultivos ilícitos que, según la Oficina de las Naciones Contra la Droga y el Delito (Unodc), aumentó en un 39 % entre 2014 y 2015, al alcanzar una extensión de 96.084 hectáreas.
Pero el problema, para el fiscal general, es más grave, porque desde 2012, año en que se registró el nivel más bajo de cultivos ilícitos durante el siglo con 47.788 hectáreas, la cifra se duplicó. “Existen informes que dan cuenta que, a la fecha, las hectáreas de coca sembradas podrían superar con creces las 100.000”, dice la carta. Por esta razón, Martínez sostiene que se deben “estudiar el avance y la ejecución de los programas sociales y el desarrollo alternativo en materia de erradicación de cultivos ilícitos”.
Además, Martínez insistió en que la tendencia de crecimiento de cultivos ilícitos se dio en las principales zonas de consolidación; es decir, los departamentos en los que, desde la época del gobierno de Álvaro Uribe, se adelantó un plan para tener mayor presencia militar, acompañado de programas sociales. Se trata de Nariño, Norte de Santander y Putumayo, donde el crecimiento es de 72 %, 66 % y 47 %, respectivamente, y se concentra en el 81 % del total de las hectáreas cultivadas en el país. “La transición hacia una paz estable y duradera exige que adelantemos un esfuerzo monolítico para erradicar el flagelo de los cultivos ilícitos que, junto con el tráfico ilegal de estupefacientes, constituye la principal fuente de financiamiento de la criminalidad organizada”.
El debate comenzó en marzo de 2015, cuando la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC), un organismo dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), alertó que el glifosato podía tener efectos cancerígenos en los humanos. Luego el ministro de Salud, Alejandro Gaviria, le recomendó, el 27 de abril de 2015, al Consejo Nacional de Estupefacientes la suspensión de las fumigaciones aéreas.
Sus recomendaciones tuvieron eco y, el 14 de mayo de 2015, el Consejo Nacional de Estupefacientes decidió ponerle fin a más de 16 años de aspersiones aéreas. El último día que se realizaron esas aspersiones fue el 1 de octubre de 2015, cuando la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla) emitió la Resolución 1214, con la que suspendía, de acuerdo con el principio de precaución, el Plan Ambiental con el que se habían aprobado las licencias de fumigación.
La medida de la Anla era “preventiva y transitoria” y advertía que podía modificarse en cualquier momento, cuando el Consejo Nacional de Estupefacientes lo solicitara. Además, que sólo se levantaría si existía una evidencia científica que concluyera que el glifosato no era cancerígeno. Fue entonces cuando se creó un comité técnico con el fin de definir las nuevas estrategias para combatir los cultivos ilícitos. La primera era la erradicación manual y voluntaria, que se realizaba junto con las comunidades. Para el fiscal, el fracaso de esta estrategia se debe a las protestas y bloqueos que realizó la población campesina para oponerse a la erradicación manual. Según las cifras de la Fiscalía, se presentaron 345 movilizaciones en total.
La siguiente estrategia que fracasó fue la creación de los Grupos Móviles de Erradicación –tanto civiles como de la Policía y las Fuerzas Militares–, pues de inmediato los dueños del negocio del tráfico de droga los declararon objetivo militar. “La exposición del personal a las acciones armadas de grupos ilegales y a enfermedades trópicas” –dijo Martínez– fue otra de las razones del fracaso. Con francotiradores y plantando minas antipersona, fueron desarticulando las brigadas de erradicación manual forzosa.
La Fuerza Pública no podía asegurar la vida de quienes componían los Grupos Móviles de Erradicación, que –según Martínez–, de un total de 900 que comenzaron en 2015, solo quedan 200 operando en el territorio nacional. A la incesante violencia, se sumó otro enemigo: la leishmaniasis. Por eso, en la carta que envió el fiscal general al ministro de Justicia se señala que la erradicación manual fracasó, pues sólo han logrado intervenir en 14.267 hectáreas en el tiempo que llevan operando las brigadas móviles.
“Se incauta más cocaína, porque se produce más coca y más coca y así se aumentan los registros de interdicción”, se lee en la carta. El fiscal sostiene que cifras de la Policía establecen que, mientras en 2014 se confiscaron 90 toneladas, en 2015 la cifra subió a 168 y en lo corrido de 2016 ya van 146. “Lejos de acreditar un éxito de la política antidrogas, pone en evidencia la obvia correlación existente entre la extensión de los cultivos ilícitos y la producción de drogas”, concluye Martínez.
“No solamente están aumentando las hectáreas de coca, sino la eficiencia productiva de los cultivos”, explica el fiscal, al señalar que, mientras hace 16 años mil hectáreas de coca producían 4,3 toneladas, actualmente de esa misma extensión se sacan 6,7. Además, agrega que tal producción ha generado una gran demanda interna; es decir, que el consumo en Colombia y el microtráfico han crecido exponencialmente, lo que ha ocasionado problemas de salud e incrementado los niveles de inseguridad.
Para el fiscal general, la droga se convirtió en una especie de “moneda de cambio”. Por ejemplo, explica en la carta que el incremento del 8 % del robo de motos en Cali se da porque las bandas criminales en la capital vallecaucana están cambiando los motores por cargamentos de cocaína. O sea, el intercambio se da porque las organizaciones que controlan los cultivos y la producción de drogas necesitan fuentes de energía, bien sea para los laboratorios o para mover las barcazas en las que movilizan los cargamentos por los ríos del sur del país. En pocas palabras, la plata ya no se generaría en las transacciones entre narcotraficantes, sino por la venta de los alucinógenos que se hace en las calles.
El impacto en los acuerdos de paz
En el acuerdo de paz entre Gobierno y Farc, la aspersión aérea queda como último recurso. El texto no la prohíbe explícitamente, pero lo acordado prioriza una ruta para que las comunidades, voluntariamente, sustituyan los cultivos de coca. Si no se integran a esa ruta, el Estado podría reanudar la aspersión aérea. Según lo firmado en La Habana, si no se logra un acuerdo con las comunidades para que estas dejen la coca, “el Gobierno procederá a la erradicación de cultivos de uso ilícito, priorizando la erradicación manual donde sea posible, teniendo en cuenta el respeto por los derechos humanos, el medio ambiente y el buen vivir. Las Farc-EP consideran que en cualquier caso en que haya erradicación debe ser manual”.
Abrir la puerta a la aspersión aérea, en un contexto de implementación de los acuerdos de paz, tendría enormes impactos en el terreno y podría ser un paso atrás en la negociación, no sólo con las Farc, sino con las comunidades. Como explica Juan Carlos Garzón, experto en política de drogas de la Fundación Ideas para la Paz, “mientras que en Bogotá la pregunta es: ¿Qué hacemos con la coca?, en las comunidades es: ¿Qué hacemos sin la coca? El acuerdo de paz con las Farc plantea un proceso de construcción de Estado en las regiones inmersas en la economía ilícita de la coca”. Se trata de ofrecer oportunidades, presentar nuevos proyectos productivos, llevar institucionalidad para que los cultivadores decidan voluntariamente salir de la coca y entrar a un mercado legal. Mientras el acuerdo de paz plantea ese proceso de reconstrucción de confianza con las comunidades, con una estrategia menos represiva, mucho más integral y orientada al desarrollo, la reanudación de la aspersión aérea iría en la dirección contraria.
La aspersión por sí sola no soluciona el problema de las comunidades. Si no se permite la llegada del Estado con alternativas reales, a los cultivadores no les queda otra alternativa que volver a sembrar coca después de las aspersiones. Según Julián Wilches, exdirector de política de drogas del Ministerio de Justicia, “de un lado, el momento que vive el país es perfecto para pensar en soluciones integrales y que respondan a las necesidades de los territorios y las poblaciones. El desarrollo debe ser la prioridad. De otro lado, la evidencia indica que los mayores esfuerzos del Estado, cuando aplica mano dura, deben ir orientados a los eslabones más violentos y que más acumulan dinero: las organizaciones criminales”.
Aún con el programa de aspersión suspendido, las negociaciones con las comunidades representan un enorme reto para el Estado. Aunque la ley dice que los cultivos de coca, amapola y marihuana están penalizados, salvo algunas excepciones, el Estado parece no tener herramientas para hacerla cumplir a cabalidad, pues hay muchas comunidades que bloquean las operaciones de erradicación manual. Muestra de esto es el paro cocalero de mediados de agosto en varios municipios de Nariño y Putumayo, principales productores de coca, con 29.755 hectáreas de cultivos ilícitos el primero y 20.068 el segundo. Las protestas y enfrentamientos se iniciaron porque a esas tierras empezaron a llegar erradicadores de la Policía Antinarcóticos, sin que el Gobierno haya llegado a acuerdos con los campesinos para reemplazar el cultivo por alternativas para una economía sostenible. Optar por la aspersión aérea para demostrar que se puede cumplir la ley no solucionaría la situación. Al contrario, podría incrementar el malestar de las comunidades, justo cuando se habla de buscar vías pacíficas para superar el problema de las drogas ilícitas.
El acuerdo de paz, por lo menos en el papel, concreta un cambio en la política de drogas por parte del Gobierno y una mayor coherencia con el discurso revisionista que este sostiene en el ámbito internacional frente a las convenciones vigentes. Antes del acuerdo, la aspersión aérea no era el último sino el primer recurso. Y a pesar del aumento de cultivos ilícitos desde que suspendieron esa práctica, la efectividad de ese programa puede ponerse en cuestión. Según el Observatorio de Drogas de Colombia, en el año 2002 había 102.071 hectáreas de coca. En el 2015 había 96.084. Es decir, una reducción de 6 mil aproximadamente. Pero en ese mismo periodo se fumigaron 1.546.802 hectáreas y se erradicaron manualmente 471.807. Es decir que más de 2 millones de hectáreas fueron fumigadas y erradicadas, para una reducción de sólo 6 mil hectáreas. Vista así, la aspersión aérea no fue tan eficiente.
Además, el programa de aspersiones aéreas le generó a Colombia un peso político internacional, por ser el único país productor que permitía la fumigación aérea con herbicidas, y afectó sus relaciones con los vecinos. En 2008, Ecuador interpuso una demanda contra Colombia ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), por los efectos que las aspersiones con glifosato habrían causado en cultivos y poblaciones ecuatorianas. En 2013 se llegó a un trato para que Ecuador retirara la demanda. Colombia pagó US$15 millones, orientados al desarrollo social y económico en las áreas de frontera. Para esos años, Santos ya estaba dando un viraje en el discurso internacional y hoy se reconoce su liderazgo en el debate global sobre la búsqueda de alternativas al problema de las drogas. Volver a la aspersión aérea después de la firma de la paz podría implicar un retroceso también en este sentido.
Por último, como explica Daniel Rico, exasesor de política antinarcóticos del Ministerio de Defensa, la aspersión aérea no la decide sólo Colombia, sino que es parte de un programa binacional con Estados Unidos. “No es claro que en la recta final de las elecciones el gobierno de Barack Obama asuma el riesgo de reiniciar las aspersiones con un alto costo político y económico. El gobierno estadounidense asumió un alto costo en la cancelación anticipada de los programas, en trasladar aeronaves, pilotos, y la reactivación del programa requiere de una programación de muy largo plazo. Antes del 2018 es poco probable que volvamos a ver las avionetas de aspersión. El Bureau of International Narcotics and Law Enforcement Affairs (INL) del Departamento de Estado estadounidense, que es la oficina que manejaba la aspersión aérea, ahora ha priorizado otros elementos de la agenda antinarcóticos, como la reducción de la demanda o el lavado de activos”.
*@santsmartinez / @DanielSalgar1
*Nota del editor: El título original de este artículo, "Fiscal general pide reactivar la aspersión aérea con glifosato", fue modificado por petición de la Fiscalía, pues en la carta del fiscal no se menciona esa sustancia. El Espectador hizo la asiciación porque en los últimos 16 años el químico que principalmente se utilizó para la erradicación aérea fue el glifosato.