Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Patricia* aparece sonriendo en sus últimas fotografías fechadas entre julio y agosto del año pasado. Justo por esos días le perdieron el rastro en su casa.
Las cuatro imágenes parecen del mismo día, porque ella viste una blusa idéntica. En la primera se puede ver que va en un bote junto a un hombre mucho mayor de chivera, bigote y cadenas de oro, y al fondo irrumpe la majestuosidad de un río entre la selva amazónica. En la segunda foto aún se aprecia el río, pero el atardecer ya ha oscurecido el horizonte. Patricia continúa sonriendo y al hombre se le advierten unas pecheras verdes camufladas que no tenía antes. La tercera los muestra abrazados bajo una cabaña de madera con techo de paja, ambos mirando la cámara con un gesto de gravedad solemne.
Y luego la última fotografía. En esta solo se ve a Patricia con la corriente terrosa del agua y el piso de la embarcación detrás, donde reposan seis morrales de campaña y varios uniformes del grupo de la disidencia que la reclutó. Patricia tenía 16 años, le gustaba cantar con sus amigos y estudiaba sexto de bachillerato en un caserío remoto de Amazonas, al que sus padres llegaron desde Meta muchos años antes.
“No se supo si fue obligada o decisión de ella, el caso es que se fue”, cuenta su hermano Mauricio, agregando que un día Patricia apareció en la casa con un celular Xiaomi 19. Él asegura que se lo había regalado el hombre que la enamoró “pa engañarla o atraerla”. A la familia se le hizo extraño, pero “como ella estaba trabajando en un almacén, dijo que le habían pagado”.
La última semana de julio de 2021 Patricia le confesó a alguien, en medio de un culto religioso, que estaba asustada porque la habían “mandado a llamar”. Ese día avisó en su casa que debía entregar unas tareas, pues por la pandemia no iba a clases presenciales, sino que estudiaba con guías. Para entregarlas supuestamente tenía que cruzar al otro lado del río, al colegio. “Cruzó y no volvió más”, recuerda su hermano, en su triste relato a Colombia+20. “No se llevó nada, se fue con lo que tenía puesto y el celular”.
El caso de Patricia fue uno de los seis que conoció la Defensoría del Pueblo en Amazonas a finales del año pasado, reportados en la Alerta temprana 022 de septiembre de 2021. En medio de una disputa por el control de las rutas del narcotráfico, un grupo de las llamadas disidencias autodenominado Frente Primero Carolina Ramírez expandió su dominio hacia las cuencas bajas de los ríos Putumayo y Caquetá. “Dicho grupo armado ilegal ha transitado y pernoctado en inmediaciones de algunas comunidades a lo largo del río Caquetá y en jurisdicción del área no municipalizada de La Pedrera”, dice la alerta.
(Le puede interesar: Deforestación y paz: ¿Qué dice la evidencia?)
El Amazonas se convirtió en retaguardia de los disidentes desde 2016, cuando varias estructuras de las antiguas Farc se apartaron del proceso de paz. Luego, en enero de 2017, el frente Carolina Ramírez reunió a pobladores a lo largo del río Caquetá para anunciar que no se acogerían al Acuerdo de Paz, según documentó otro informe de la Defensoría, advirtiendo desde entonces el riesgo para 10.966 habitantes de los ríos Caquetá y Apaporis.
El 15 de febrero de 2020, un mes antes de la emergencia sanitaria, los disidentes presionaron la salida de todos los funcionarios de Parques Nacionales que no fueran indígenas, lo que en aquellos territorios significa expulsar la única presencia del Estado. Después llegaron la pandemia y el confinamiento que cerraron colegios y escuelas.
“No sirve abordarlo como el simple hecho victimizante, más allá del rearme de los grupos y del retorno del conflicto a la cuenca del río Caquetá, hay que relacionar el reclutamiento forzado con el cierre de escuelas y colegios por covid-19”
“No sirve abordarlo como el simple hecho victimizante, más allá del rearme de los grupos y del retorno del conflicto a la cuenca del río Caquetá, hay que relacionar el reclutamiento forzado con el cierre de escuelas y colegios por covid-19”, asegura el ambientalista Felipe Chica Jiménez, quien recorrió la zona con proyectos de asistencia humanitaria durante 2021.
“El cierre generó que por lo menos 21.098 niños matriculados en el departamento de Amazonas estuvieran fuera de las escuelas y de ese entorno protector”, explica Chica Jiménez, “por lo tanto quedaron más expuestos a los actores armados”.
“Lo único que cambió la tendencia en el reclutamiento de manera radical fueron las negociaciones de paz.”
En esa misma línea, el psicólogo Juan Pablo Fayad, consultor y experto en el tema, señaló que en las regiones con poca oferta institucional el reclutamiento es más persistente, aclarando que “lo único que cambió la tendencia en el reclutamiento de manera radical fueron las negociaciones de paz”, pues los casos disminuyeron en todo el país.
En Amazonas, la Defensoría conoció situaciones aberrantes como un menor de apenas nueve años vinculado a un grupo ilegal en Puerto Santander. Aunque sus cifras hablan de seis casos confirmados, los pobladores aseguran que fueron por lo menos 25 tan solo a mediados de 2021, la mayoría de ellos en Boricada, un caserío aguas arriba por el río Caquetá, donde fueron reclutados jóvenes de varias comunidades que iban a la integración de un supuesto campeonato de fútbol.
De acuerdo con la Oficina para Asuntos Humanitarios de la ONU (Ocha), existe un “alto nivel de subregistro por el temor y la falta de instituciones y de garantías a las familias de las víctimas para denunciar el hecho”, un fenómeno que se repite en los territorios selváticos y dispersos del país.
La mayor parte del Amazonas se encuentra bajo una figura jurídica denominada “área no municipalizada”, eso implica que no hay jurisdicción de alcaldías ni de instituciones locales, solo de la Gobernación. “Las instituciones dicen que realizan actividades para evitar el reclutamiento, pero lo hacen en Leticia, no en los lugares donde se está presentando”, se queja una funcionaria de una organización internacional que está en el departamento.
“Los actores armados cambiaron la forma de relacionamiento con los pobladores locales y comunidades indígenas”, explica la funcionaria, quien agrega: “Rompen las estructuras organizativas propias de los pueblos indígenas, incentivando el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas entre población joven (…). Las autoridades tradicionales habían logrado acuerdos verbales de respeto y no vinculación de los jóvenes a los grupos”, pero no se están respetando.
Días después de la desaparición de Patricia alguien buscó a Mauricio: “Su hermana le envió el celular para que se lo guardara”, le anunciaron. “Un compañero me dijo que la habían visto cerca de Araracuara”, dice él, quien interpuso una denuncia ante la Policía y fue amenazado por ello, “cuando abrí el celular estaba desbloqueado, como pa que mirara las fotos”. Desde entonces no ha sabido nada más sobre su hermana.
“Me están buscando”
“Uno nunca se quiere ir con los armados”, dice Francisco*, un indígena bajito, delgado y de piel gastada, que para el día de su reclutamiento tenía 19 años. Habla con Colombia+20, muerto del susto, en una casa de bloque a pocos metros de un río en Chocó, donde se refugia de la muerte desde que el Ejército lo capturó y luego lo soltó.
A Francisco lo reclutaron los paramilitares de las Agc o Clan del Golfo en medio de una borrachera en la selva chocoana.
Era un día de la Semana Santa de 2019. Francisco bebía viche con su papá y un líder de su comunidad, tras varias jornadas de aserrar en un caserío distante dos días por río desde el pueblo con servicios básicos más cercano. De los $850 mil que le había ganado a la madera, ya solo le quedaba “lo de enviarle a la mujer”, con quien llevaba cinco años y tenía dos hijos, y lo de los guayos “para el fútbol”. Ni 100 pesos más, todo se había ido “en trago y cigarros”.
De mañana había visto bajar por el río un bote en el que llevaban un muerto, señal de que los paracos andaban por ahí. “Esa tarde nos pusimos a tomar y al rato llegaron y preguntaron qué hacíamos, que si estábamos tomando, que si había trago”, recuerda. Iban vestidos como cualquiera, pero armados con fusil.
Luego hubo una conversación que a él le pareció confusa. “Yo tenía una hermanita en ese tiempo, a la que hace poco la mató el marido. Un paraco se enamoró de ella y le empezó a decir a mi papá que le iba a dar plata por ella”: ofrecía dos millones y luego tres, la niña tenía 14 años. “Mi papá no aceptó, luego se sentaron a tomar con nosotros y al rato me convidaron a comprar trago”, cuenta Francisco. Se alejaron del padre, compraron más viche y siguieron tomando, él se emborrachó y hasta ahí se acuerda.
Los siguientes recuerdos son imágenes borrosas. Francisco brincaba en un bote con motor aguas arriba preguntándose qué había hecho. Les decía con la lengua enredada que lo dejaran irse, ellos respondían que no. “Llegamos a donde un comandante y yo tenía la cabeza embolatada. Pedí otra vez que me dejaran volver y dijeron que ya no podía. Entonces me quedé trabajando con ellos”.
(Le puede interesar: “El Clan del Golfo tiene tomado todo el departamento”: Iglesia del Chocó)
Desde 2019, la Defensoría del Pueblo alertó sobre el riesgo extremo generado por la expansión de las Agc o Clan del Golfo tras la salida de las Farc de la región, así como el reposicionamiento del Frente de Guerra Occidental del Eln. Entre otros riesgos, previó el reclutamiento forzado y la instrumentalización de niños y adolescentes, además del aumento en la confrontación y la contaminación del territorio por minas antipersonales, que limitan la movilidad especialmente para comunidades indígenas del Medio y Bajo Atrato.
En 2021, la misma entidad documentó cómo las Agc estaban atrayendo a los niños y jóvenes “con la compra de elementos deportivos y la organización de eventos”, y cómo las autoridades étnicas buscaban estrategias para prevenir este flagelo, pues “los armados aprovecharon el cese en las labores académicas de manera presencial, así como las escasas opciones de aprovechamiento del tiempo libre, para reclutar”.
Consultados para este artículo, el defensor del Pueblo, Carlos Camargo, y el consejero presidencial para los Derechos Humanos, Jéfferson Mena, resaltaron la expedición de la política pública de prevención del reclutamiento, que tiene el objetivo de generar entornos protectores, reducir todas la formas de violencia contra la niñez y garantizar sus derechos.
“En el marco de su participación en el Comité Operativo de Dejación de las Armas, la Defensoría del Pueblo conoció entre el año 2018 y abril de 2021 un total de 212 casos de niños y niñas desvinculados: 85 en 2018, 84 en 2019, 92 en 2020 y 51 en 2021”, informaron. Además, el consejero añadió que “entre 1999 y 2021 el programa de atención especializada del ICBF ha atendido un total de 7.111 niños, niñas y adolescentes desvinculados de los grupos armados ilegales”.
(También puede leer: 8M: Las mujeres afro e indígenas que tomaron el mando en el Chocó)
“Ellos tienen sus asesinos, sus extorsionistas, cada uno hace lo que le toca. Como yo sabía manejar motor, yo era el de los mandados. Me decían traiga esto y lo otro, comida, plata, fusiles, personas, y yo las traía”
Francisco estuvo más de 10 días con sus noches, al sol y al agua, con la misma ropa con la que salió borracho del caserío. Tardaron 10 días en darle otra muda, pero solo unas horas en darle un fusil y enseñarle a disparar, aunque afirma que nunca mató a nadie. “Ellos tienen sus asesinos, sus extorsionistas, cada uno hace lo que le toca. Como yo sabía manejar motor, yo era el de los mandados. Me decían traiga esto y lo otro, comida, plata, fusiles, personas, y yo las traía”, recuerda.
Así pasaron dos años y medio. Al comienzo lloraba en los turnos de guardia mientras le preguntaba a Dios cómo había terminado metido ahí.
No mató, pero vio matar. “A un muchachito de 15 años que decían que era de los Mexicanos le ‘totiaron’ la cabeza y tuve que ver. Me quedé temblando”, recuerda antes de bajar la vista, “No lo voy a negar, cuando daban plata, compraba, pero cuando no, igual me tocaba llegar con el mandado: entraba sin pedir permiso, cogía lo que había que coger y salía. La gente no decía nada, ¿qué iban a decir?”.
Se sorprendió porque no vio casi afros ni indígenas en ese grupo, sino cordobeses y “puros paisas”, como le dicen en Chocó a las personas que no son chocoanas.
Todo era una inmensa contradicción. No podía ver ni a su novia ni a sus hijos, ella quedó embarazada de otro y, por miedo a su reacción, se fue lejos. No vio a su mamá durante más de un año. Y no supo de la muerte de su hermana, sino tres meses después de que sucedió.
Pero allá comía bien: “Había arroz con carne, chorizo, fríjoles, de todo, sabroso, excepto cuando había misión a otro lugar y se acababa la comida, ahí comíamos puro bananito primitivo”, recuerda. Ganaba un sueldo fijo de $1’300.000 por ser motorista, aunque la mayoría de patrulleros ganaban un poco menos. Era una suerte de estabilidad forzada.
Francisco dice que quería salirse. “conseguí otra mujer y tuvimos un hijo. Yo quería estar pendiente y Cada vez que veía a mí mamá ella me decía que me saliera”, pero temía que un intento de escape terminara en su muerte. Hasta que un día el Ejército lo capturó. Se acogió a un programa de reinserción y lo soltaron a los tres meses con “un montón de promesas que aún no se cumplen”.
Ahora solo tiene miedo. Afuera de la casa suena música. Un pequeño entra y sale de vez en cuando, y cada vez que abre la puerta el silencio invade el recinto. “Andan buscándome”, susurra Francisco, “me han dicho que andan por ahí ofreciendo dizque $30 millones por mi cabeza”.
Por eso no se atreve a volver a su pueblo, no quiere acusar ni denunciar a nadie, solo trabajar y ahorrar. “Quiero terminar el bachillerato porque quedé en sexto, y, si hay forma, seguir estudiando para dejar de trabajar y ganar platica del Estado”, confiesa antes de reír tímidamente, por ahora solo come y duerme encerrado, mientras espera a que algo pase.
Múltiples causas de difícil solución
“El subregistro es una preocupación latente que agudiza el riesgo de reclutamiento”, señala el defensor del Pueblo, Carlos Camargo. Aun así, el Sistema de Alertas Tempranas de esa entidad identificó, entre 2017 y 2022, 193 situaciones de riesgo relacionadas con este hecho victimizante.
Las cifras varían entre entidades. El ICBF registró 139 casos en 2020 y 61 en 2021. Y en lo que va de 2022, la Defensoría ha emitido cinco alertas de riesgo de reclutamiento que concentran 57 municipios y el Distrito Capital. Para Jéfferson Mena, “los únicos responsables del reclutamiento son los grupos al margen de la ley”. Pero, al igual que el defensor, reconoce que hay factores que incrementan el riesgo, algunos agudizados por la pandemia, como el confinamiento, la desescolarización y la poca capacidad de los colegios y otros entornos protectores.
*Algunos nombres y lugares fueron cambiados.