Invasiones a tierras de narcos: la otra cara que deberá atender Petro en su reforma agraria

En varios municipios del Magdalena Medio, campesinos, víctimas y hasta exparamilitares que han ocupado fincas pequeñas en los latifundios de la mafia piden que se les titulen los predios.

Julián Ríos Monroy
06 de noviembre de 2022 - 05:48 p. m.
Desde 2007, al menos 700 familias en Puerto Boyacá han invadido haciendas de narcotraficantes para cultivar.
Desde 2007, al menos 700 familias en Puerto Boyacá han invadido haciendas de narcotraficantes para cultivar.
Foto: Julián Ríos Monroy
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Las cuatro construcciones con techo en capilla, la piscina y el establo de la hacienda La Albania se mantienen en pie. Cuando el fotógrafo Éric Vandeville retrató la construcción desde el aire, en septiembre de 1989 -dos meses antes de que abatieran a su dueño, el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha- no había ni rastro de los árboles tupidos de la entrada. Hoy ningún foráneo que pase por ese rincón de Puerto Boyacá se va sin saber a quién le perteneció ese vestigio de la mafia que está detrás de las ramas. Aunque la mansión podría parecer lujosa, representa apenas una parte ínfima de la verdadera riqueza que tuvieron los narcos en la región: los latifundios.

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El Magdalena Medio fue una de las zonas donde Rodríguez Gacha, el Mexicano, jefe militar del cartel de Medellín, se hizo a miles de hectáreas. En 2007, 18 años después de su muerte y luego de la desmovilización de los paramilitares que él mismo ayudó a impulsar en la década de los 80, unas 700 familias empezaron a invadir las haciendas de ese y otros narcos con la esperanza de obtener un pedazo de tierra. Varias llevan más de una década allí, y en los últimos años han tocado las puertas de todas las entidades para lograr los títulos de las propiedades, pero no lo han conseguido. Por eso los anuncios del presidente Gustavo Petro sobre el acceso a tierras han generado expectativa.

“Yo digo que acá pasó como con Jesucristo, que lo crucificaron para salvar a la humanidad. Nosotros, si no es porque a ese señor lo matan, no tendríamos ni un lotecito para cultivar”, cuenta Nelson de Jesús Martínez, un campesino desplazado por la guerra, de piel cobriza y machete encintado, mientras caminamos por la finca que él y su familia invadieron en 2007.

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“Cuando llegamos esto era puro monte y rastrojo. Y zancudos, ¡ja!, esos se cogían por manotadas. Pero ahí fuimos limpiando para poder cultivar”, dice Nelson. El terreno del que se posesionaron ocupa 4,5 de las más de mil hectáreas de la hacienda La Fe, que también le perteneció a Gacha y fue el punto de origen de las primeras invasiones en Puerto Boyacá, hacia 2006. Para entonces, apenas se concretaba el desarme de los grupos paramilitares, y según rumoran en la zona, ellos mismos otorgaron el permiso para que las familias entraran a la propiedad.

Al parecer, el nexo de las autodefensas con estas tierras no era menor. A finales de 2008, la extinta Dirección Nacional de Estupefacientes sacó a la venta 118 fincas (unas 13.000 hectáreas en todo el país) relacionadas con el paramilitarismo. La Fe aparecía en el listado, y la prensa la reseñó como un predio “emblemático de la guerra, pues allí el mercenario israelí Yair Klein entrenó a los primeros paramilitares”, por allá en 1987, cuando llegó pagado por Rodríguez Gacha.

Las trochas de esa zona, en el noroeste de Puerto Boyacá -el segundo municipio más extenso entre los 123 de Boyacá-, en los límites con Antioquia y Santander, conectan varias de esas fincas invadidas por campesinos sin tierra, víctimas del conflicto y hasta exmiembros de las autodefensas.

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“Acá hay gente muy resiliente, que quiere acabar con el estigma de que el pueblo es ‘la cuna de los paramilitares’. Y no hay solo una necesidad de entrega de tierras para poder progresar, sino que acá ya hay gente que aguanta hambre y pareciera que el Gobierno no lo sabe”, dice Eduardo Lesmes, un exconcejal de Puerto Boyacá que lleva años impulsando la reclamación y formalización de tierras para estas personas, incluidas las que han invadido predios.

Una de ellas es Rubiela Ramírez Montes. Cuando llegó a la Fe, en el 2010, todavía había uno que otro intento de desalojo: “Mandaban a la Policía a que nos sacara, pero apenas se iba todos volvíamos. Con el tiempo creamos una asociación para pedir que nos midieran las tierras y nos dieran los títulos, porque estábamos cultivando comida, pero al poco tiempo se acabó el Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural) y nos dejó sin respuesta”.

Tras la liquidación del cuestionado Incoder —que fue el reemplazo del Incora y demostró, una vez más, la incapacidad del Estado para implementar la reforma agraria—, las comunidades tocaron la puerta de las entidades que se repartieron sus funciones: la Agencia Nacional de Tierras y la Agencia Nacional de Desarrollo Rural, y también de la Sociedad de Activos Especiales (SAE), que administra los bienes incautados a la mafia.

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Pero casi 10 años después la sensación sigue siendo la misma: “se tiran la pelota entre uno y otro y nos dejan sin respuesta”, dice Rubiela. Una frase que por años han repetido los campesinos de todo el país.

“No hay solo una necesidad de entrega de tierras para poder progresar, sino que acá ya hay gente que aguanta hambre y pareciera que el Gobierno no lo sabe”

Eduardo Lesmes

Pocos avances en procesos de hace más de 30 años

La incautación de las haciendas de la mafia en la zona comenzó hace más de 30 años, en los que poco se ha avanzado en los procesos de extinción de dominio con los que se espera que estas tierras vayan a parar al fondo de reparación de las víctimas.

De hecho, la fotografía de La Albania que Vandeville capturó en 1989 se dio en el marco de los operativos de las autoridades para confiscar los bienes del cartel de Medellín y sus testaferros en Puerto Boyacá. Los periódicos de la época reportaron que para el 11 de septiembre del 89 iban 21 propiedades confiscadas, que estaban avaluadas en $10.000 millones (hace 33 años, cuando un salario mínimo mensual estaba en $33.556), sin contar los 11.173 semovientes hallados. La mayoría de los bienes les pertenecían a capos como Gacha y Pablo Escobar, o jefes paramilitares como Henry Pérez, quienes usaban a testaferros o terratenientes locales para evadir a la justicia.

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En 2003, la Contraloría General de la Nación reveló que, bajo esa lógica, cuatro millones de hectáreas (el 48 % de las tierras más productivas de Colombia) terminaron en manos de narcotraficantes, muchas de estas obtenidas tras despojos y desplazamientos forzados.

La medida para atacar esa situación fue la extinción de dominio, pero en los años siguientes los resultados siguieron siendo bajos y lentos. En Puerto Boyacá, según información suministrada por la SAE a Colombia+20, solo cuatro predios rurales (de un total de 42) han sido efectivamente extintos de dominio.

“Si las comunidades que están en la zona son sujetos de reforma agraria y demuestran su posesión ininterrumpida por más de 10 años, podrían formalizar la prescripción del dominio y eventualmente recibir esas tierras, pero solo con los predios que ya fueron extintos”, explica el profesor Carlos Duarte, experto en tierras y desarrollo rural.

Eso se traduce en que, de las 4.366 hectáreas en poder de la SAE en el municipio, actualmente solo 405 (el 9 %) estarían disponibles para una eventual entrega a las víctimas, campesinos y excombatientes que las demandan. Y si se tiene en cuenta que en la zona la extensión de la Unidad Agrícola Familiar (UAF) está determinada entre 53 y 72 hectáreas, la tierra disponible por vía de extinción de dominio no alcanzaría ni siquiera para nueve familias.

¿Por qué piden los títulos de los predios?

Humberto Vera aparece a un lado de la trocha que conduce al río Ermitaño, que marca la frontera entre Boyacá y Santander. Recoge unos racimos de plátano y los mete al motocarro en el que hace encomiendas, su fuente de trabajo principal. “Acá muchos vivimos del rebusque o de jornalear en la parcela de algún vecino, por eso estamos exigiendo que nos resuelvan el tema de los terrenos”, dice Vera, quien es líder de una Junta de Acción Comunal de la zona.

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“El hecho de que esa propiedad no esté constituida legalmente es un tropiezo. Si usted va al Banco Agrario a solicitar un préstamo para un proyecto agropecuario, lo primero que revisan es que las tierras donde se ejecutaría estén a nombre de uno, entonces ahí mismo le frenan el crédito. Si nos legalizan, dejaríamos de estar al margen y podríamos aplicar a ayudas de alcaldías, gobernaciones y ministerios”, explica el líder.

Incluso hay casos de proyectos de cooperación internacional que, de acuerdo con los pobladores, se han ido por la borda ante la falta de formalización de las tierras. Blanca Berenice Arteaga, representante de la asociación Amecam, conformada por 30 mujeres madres cabeza de familia, víctimas y desplazadas, asegura que en 2019 perdieron la financiación para la compra de 10.000 gallinas por no tener un terreno para implementar el proyecto propuesto.

“Este año nos ganamos una convocatoria sembrar 15.000 alevinos de tilapia, y aún seguimos a la espera de algún terreno, que llevamos años pidiendo, donde podríamos montar la infraestructura que se necesita. Las víctimas buscamos esos apoyos para poder asegurar nuestra seguridad alimentaria, porque aquí en el pueblo ya se está viendo un tema muy duro de hambre y nadie le presta atención”, cuenta Arteaga, quien se ha negado a invadir los terrenos de la mafia.

A los clamores por tierra se han sumado los antiguos paramilitares. Rodolfo Ordóñez, desmovilizado del Bloque Magdalena Medio de las Auc y líder de los excombatientes, asegura que aún persiste la discriminación contra esta población a la hora de buscar trabajos en las ciudades, por lo que muchos -sobre todo los de origen rural- ven el campo como opción única. “Nosotros no supimos negociar. El gobierno hizo un experimento y nos dejaron a la deriva. Acá hay miles de hectáreas en poder de la SAE que están siendo improductivas, y lo que buscamos es que se puedan cultivar, crear granjas y vincular a la población víctima y desmovilizada”.

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En Puerto Boyacá la pobreza multidimensional afecta a cuatro de cada 10 habitantes (42 %) de zonas rurales, más del doble del indicador nacional general, que se ubica en 16 %. Y buena parte de quienes se enfrentan a esa condición son los campesinos que no tienen tierras propias y tampoco han invadido predios donde puedan cultivar en esa suerte de propiedades sin títulos, como la familia de Sonia Rincón.

“El sustento acá nos lo da el jornal en los cultivos de cacao, de papaya, de plátano. Uno sí anhela trabajar en lo propio, sembrar comidita y que quede algo de ganancia para arreglar la casa, para poner cocina o los servicios, y darles mejor futuro a los hijos. Yo apenas aprendí a firmar después de vieja, no sé leer, por eso queríamos poner a estudiar a los hijos, pero no tuvimos formas”, asevera Sonia.

La educación sigue siendo un derecho sin garantizar a plenitud en los latifundios de Gacha, donde los niños tienen que hacer un recorrido de casi dos horas para llegar a la escuela más cercana. “Acá tenemos destinado un terreno para que nos construyan una escuela rural para los niños, pero eso no ha sido posible por los líos con los títulos de las tierras”, cuenta Juan de Dios Osorio, un campesino de la zona que está a la cabeza de Asocamfuturo, una asociación de 45 familias que ocuparon 200 hectáreas de la hacienda La Fe 2 en el municipio de Bolívar, Santander.

La incertidumbre con la propiedad de estas tierras también supone una traba para que quienes han ocupado los terrenos incautados accedan a servicios públicos. La energía eléctrica, por ejemplo, llegó hace apenas unos años, después de varias negativas a instalar redes del municipio, por tratarse de invasiones.

Eso sí, las demandas por tierras en Puerto Boyacá tienen un factor que podría facilitar su solución. A diferencia de regiones donde la propiedad está en disputa, en la actualidad acá no hay quien reclame las tierras de narcos como suyas y presione a quienes han invadido para que se vayan.

Se han registrado casos, sí, como el de un grupo de campesinos que ocupaban hace años una zona de La Albania y habrían sido desalojados en 2021. También han expresado preocupación las 80 familias que están en La Alaska, un latifundio incautado al narcotraficante Arcángel Henao que aparece en venta en la página de la SAE.

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En todas esas tierras hay familias que, con dificultad, han empezado un proyecto de vida. “Las comunidades tenemos la esperanza de que no se tome ninguna medida de desalojo hasta que el Gobierno escuche a los campesinos que están aquí”, cuenta el líder Eduardo Lesmes, quien además ha venido impulsando la siembra de cacao a través de la asociación Asorecamm, que ya es reconocida porque sus cosechas están entre las 10 de mejor calidad del país.

La expectativa, más que evitar el desalojo, es asegurar que las comunidades puedan obtener y formalizar sus predios en la región del Magdalena Medio, que tantos embates de la guerra ha resistido. La sentencia del líder de los exparamilitares de la zona, Rodolfo Ordóñez, resume el sentir de muchos por acá: “En esta zona se está hablando mucho de la ‘paz total’, pero eso debe ir acompañado de esas tierras para que el campesino pueda cultivar comida y mitigar el hambre, porque si hay hambre no hay paz”.

Julián Ríos Monroy

Por Julián Ríos Monroy

Periodista y fotógrafo. Es subeditor de Colombia+20 y profesor de cátedra en la Universidad del Rosario.@julianrios_mjrios@elespectador.com

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