El suicidio de Eva*, la cara más ruin del reclutamiento forzado al norte de Chocó
Una niña de ocho años fue la última menor emberá, de una lista de 50 en los últimos tres años, en suicidarse para no ser llevada a la guerra por parte de las Agc. “¿Qué tan insistentes y miserables tuvieron que ser las amenazas para hacer que en una cabecita tan pequeña cupiera la posibilidad de quitarse la vida?”, se preguntaron algunos de sus conocidos. El rostro de Eva* es el de un conflicto armado que nunca ha dejado en paz a Bojayá.
Camilo Pardo Quintero
Alrededor del cuerpo de Eva* se postraron 12 mujeres y niñas emberá. Dos de ellas acariciaban su cabeza y no la soltaban; se aferraban a su presencia física y no dejaban de mirarla. A la altura de su cabeza y al costado sus pies le pusieron dos velas pequeñas - pero con ardor intenso- que cargan un simbolismo bellísimo y ancestral: para esta comunidad indígena el fuego representa sanación y purifica el cuerpo, incluso después de la muerte.
Esta escena tuvo lugar en la vereda Punto Cedro, zona rural de Bojayá (Chocó), el sábado 30 de abril de 2022, día en el que Eva, de tan solo ocho años, decidió quitarse la vida para no ser reclutada por las Agc (conocidas por las Fuerzas Militares como Clan del Golfo). La violencia ejercida por este grupo paramilitar, que tiene recrudecido el conflicto a lo largo de los pueblos que bordean el río Atrato, el Medio San Juan y los Baudós, indujo a esta niña indígena inocente de toda culpa a tomar una decisión en la que jamás debió estar envuelta: agarrar un arma o morir.
“¿Qué cabezas tan retorcidas se querían llevar a una niña de ocho años a la guerra? ¿Qué tan insistentes y miserables tuvieron que ser las amenazas para hacer que en una cabecita tan pequeña cupiera la posibilidad de quitarse la vida? En forma esto fue un suicidio, pero de fondo esto es un crimen con complicidad del Estado. Si los indígenas en Bellavista estamos desprotegidos de muchas cosas, nadie se alcanza a imaginar la vida de quienes están selva adentro”, le dijo en terreno a Colombia+20 un miembro de la comunidad emberá en Bojayá que pidió reserva de identidad.
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En los últimos tres años, de acuerdo con el comisionado de la Verdad Leyner Palacios, 50 niños y niñas en esta zona del país han optado por el camino del suicidio antes que ser llevados forzosamente a una guerra que todos los días se carcome a sus comunidades. Eva es la última de esa lista y la menor en optar por ese camino.
La corta niñez de Eva no fue de muñecas ni peluches. No necesitó de estos lujos citadinos para comenzar a crecer y ser feliz con los suyos, mientras la dejaron. Los relatos que se contaron sobre ella en Bojayá durante los días posteriores a su muerte fueron varios, pero coincidieron en lo siguiente: le apasionaba el río Cuia, bañador de su vereda y fuente de algunos alimentos para su comunidad; correteaba a orillas del afluente, gritaba cuando se emocionaba, jugaba y se enlodaba con otros niños. Estaba dando sus primeros pasos con el español y la lengua Embera, y veía cómo sus mayores trabajaban la madera, materia prima importantísima dentro de su vereda.
Los meandros del Cuia, que se mueven entre la selva y desembocan en el Atrato, tal vez serían los únicos en conocer la totalidad de los sueños y angustias de Eva. O al menos eso dijo Víctor Carpio, miembro de la Mesa Indígena de Concertación y Diálogo de Chocó, cuando habló acerca de este hecho agregando que “con su muerte, los violentos mandaron un mensaje de desinterés hacia la vida de los emberá en Chocó. Ya ni siquiera discriminan en edad para afectar a quien esté a su paso”.
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La violencia armada en Punto Cedro estaba advertida
El padre Rogelio Salazar, párroco de Bojayá, fue una de las primeras personas en Bellavista nuevo (casco urbano de Bojayá) en anunciar y lamentar lo sucedido con Eva. Lo hizo el domingo 1 de mayo, minutos antes de comenzar las conmemoraciones por el vigésimo aniversario de la masacre de Bojayá. Ofreció un minuto de silencio como homenaje a la niña y sintetizó su frustración con una frase lapidaria: “la muerte de un niño o una niña como consecuencia de una guerra es algo que una comunidad jamás va a olvidar, se puede perdonar, pero con un dolor que es para siempre”.
Con un nudo en la garganta, el padre siguió con sus oraciones. En ellas suplicaba el fin de una violencia que parece interminable en estos pueblos chocoanos y, con valentía, también mantenía esperanza para seguir viviendo a merced.
Pasaron los actos de memoria, en honor a los muertos del 2 de mayo de 2002, y tras caminar las calles de Bellavista se comenzaron a escuchar algunos murmullos en inmediaciones de la Casa Emberá. Este es un sitio icónico de los indígenas, que queda a contados pasos del Atrato y de la cabaña en madera que tiene que subir la gente apenas llega al pueblo en lancha. Dos mujeres emberá y un muchacho afro estaban reprochando la presencia de la Unidad de Víctimas en los eventos de conmemoración, diciendo -una de ellas- que “venían por una foto para quedar bien por cosas del pasado, sin querer ver que la guerra seguía”.
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Específicamente, una de ellas, que en diálogo con El Espectador pidió ser identificada como Kelly, dijo que la mayor molestia al interior de los emberá en Bojayá radicaba en una seguidilla de gritos de auxilio hacia el Estado que no han sido contestados. “Desde 2019, distintos colectivos indígenas han pedido ayuda para resolver la violencia que afecta a los indígenas en esta zona del Chocó. Nadie nos quiso colaborar o escuchar”, dijo.
A lo que Kelly hizo alusión fue a un comunicado que la Federación de Asociaciones de Cabildos Indígenas del Departamento del Chocó (Fedeorewa) hizo el 31 de octubre de 2019, indicando las afectaciones humanitarias a los pueblos ancestrales más afectados por las dinámicas de los grupos armados al norte del departamento. Allí lanzaron alertas para defender a “comunidades de los resguardos Opogadó Doguadó, el Resguardo Alto Río Napipí y Alto Río Cuia, en el municipio de Bojayá”. Este último, hogar de Eva.
En adición a eso, Colombia+20 consultó al secretario de Gobierno de Bojayá, Jeferson Machado Valencia, quien dijo que si bien el Estado se ha articulado con la administración local para impulsar proyectos de embellecimiento de Bellavista con algunas obras, el tema de seguridad está salido de control. “Los grupos armados que merodean estos lados tienen el control del río (Atrato), de allí para adentro no hay ley y aprovechan eso para aterrorizar a las comunidades. No queremos más suicidios, no queremos más violencia ¡por favor!”, añadió.
En abril de 2021, cuando Eva tenía siete años, fue la primera vez que el gobierno se apareció en su comunidad para reparar estragos que la guerra había dejado en pasado, cuando las Farc tenían como bastión esta zona del Chocó. Ese mes se entregó una obra de adecuación a su centro educativo, que no solo servía a Punto Cedro, sino a las comunidades de Unión Baquiaza, Salina, Char y Cuti.
Desde allí, Punto Cedro y los Emberá Dóbida quedaron desamparados y como blancos militares constantes de las Agc. Este grupo aprendió a dominar el Atrato -incluso con igual o más fuerza que el Eln-, lo que los volvió dueños de fachadas en distintas casas a orillas del río para marcar sus iniciales en ellas, responsables de decenas de confinamientos al norte del Chocó y sinónimo de pánico en las poblaciones alejadas del resto, desde la Ciénaga de Napipí hacia el sur.
Otro contexto: Los jóvenes, en la mira de los grupos armados del norte del Cauca
A Eva la querían llevar a esa guerra. Por más de un mes, los paramilitares le siguieron el rastro a ella y a otro par de niños en Punto Cedro. Según Víctor Carpio, se ensañaron con ella; en algún momento se convirtió en una obsesión para las Agc y su insistencia para llevársela era el mayor tormento para sus padres.
A Eva la querían separar de su río para armarla a la fuerza. Lograron calar tanto en su cabeza, que tal vez la mataron en vida; le quitaron los sueños a una niña de ocho años.
Su funeral fue sencillo, como lo fue su forma de vivir. No hubo ataúd, a Eva la envolvieron en una manta azul con unos estampados grises y al calor de una cabaña en madera, representativa dentro de Punto Cedro, la lloraron y le dieron un adiós prematuro que no debió suceder; una historia que no quiere ser contada nunca más.
*El nombre de la niña fue cambiado para la realización de esta nota periodística.
Alrededor del cuerpo de Eva* se postraron 12 mujeres y niñas emberá. Dos de ellas acariciaban su cabeza y no la soltaban; se aferraban a su presencia física y no dejaban de mirarla. A la altura de su cabeza y al costado sus pies le pusieron dos velas pequeñas - pero con ardor intenso- que cargan un simbolismo bellísimo y ancestral: para esta comunidad indígena el fuego representa sanación y purifica el cuerpo, incluso después de la muerte.
Esta escena tuvo lugar en la vereda Punto Cedro, zona rural de Bojayá (Chocó), el sábado 30 de abril de 2022, día en el que Eva, de tan solo ocho años, decidió quitarse la vida para no ser reclutada por las Agc (conocidas por las Fuerzas Militares como Clan del Golfo). La violencia ejercida por este grupo paramilitar, que tiene recrudecido el conflicto a lo largo de los pueblos que bordean el río Atrato, el Medio San Juan y los Baudós, indujo a esta niña indígena inocente de toda culpa a tomar una decisión en la que jamás debió estar envuelta: agarrar un arma o morir.
“¿Qué cabezas tan retorcidas se querían llevar a una niña de ocho años a la guerra? ¿Qué tan insistentes y miserables tuvieron que ser las amenazas para hacer que en una cabecita tan pequeña cupiera la posibilidad de quitarse la vida? En forma esto fue un suicidio, pero de fondo esto es un crimen con complicidad del Estado. Si los indígenas en Bellavista estamos desprotegidos de muchas cosas, nadie se alcanza a imaginar la vida de quienes están selva adentro”, le dijo en terreno a Colombia+20 un miembro de la comunidad emberá en Bojayá que pidió reserva de identidad.
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En los últimos tres años, de acuerdo con el comisionado de la Verdad Leyner Palacios, 50 niños y niñas en esta zona del país han optado por el camino del suicidio antes que ser llevados forzosamente a una guerra que todos los días se carcome a sus comunidades. Eva es la última de esa lista y la menor en optar por ese camino.
La corta niñez de Eva no fue de muñecas ni peluches. No necesitó de estos lujos citadinos para comenzar a crecer y ser feliz con los suyos, mientras la dejaron. Los relatos que se contaron sobre ella en Bojayá durante los días posteriores a su muerte fueron varios, pero coincidieron en lo siguiente: le apasionaba el río Cuia, bañador de su vereda y fuente de algunos alimentos para su comunidad; correteaba a orillas del afluente, gritaba cuando se emocionaba, jugaba y se enlodaba con otros niños. Estaba dando sus primeros pasos con el español y la lengua Embera, y veía cómo sus mayores trabajaban la madera, materia prima importantísima dentro de su vereda.
Los meandros del Cuia, que se mueven entre la selva y desembocan en el Atrato, tal vez serían los únicos en conocer la totalidad de los sueños y angustias de Eva. O al menos eso dijo Víctor Carpio, miembro de la Mesa Indígena de Concertación y Diálogo de Chocó, cuando habló acerca de este hecho agregando que “con su muerte, los violentos mandaron un mensaje de desinterés hacia la vida de los emberá en Chocó. Ya ni siquiera discriminan en edad para afectar a quien esté a su paso”.
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La violencia armada en Punto Cedro estaba advertida
El padre Rogelio Salazar, párroco de Bojayá, fue una de las primeras personas en Bellavista nuevo (casco urbano de Bojayá) en anunciar y lamentar lo sucedido con Eva. Lo hizo el domingo 1 de mayo, minutos antes de comenzar las conmemoraciones por el vigésimo aniversario de la masacre de Bojayá. Ofreció un minuto de silencio como homenaje a la niña y sintetizó su frustración con una frase lapidaria: “la muerte de un niño o una niña como consecuencia de una guerra es algo que una comunidad jamás va a olvidar, se puede perdonar, pero con un dolor que es para siempre”.
Con un nudo en la garganta, el padre siguió con sus oraciones. En ellas suplicaba el fin de una violencia que parece interminable en estos pueblos chocoanos y, con valentía, también mantenía esperanza para seguir viviendo a merced.
Pasaron los actos de memoria, en honor a los muertos del 2 de mayo de 2002, y tras caminar las calles de Bellavista se comenzaron a escuchar algunos murmullos en inmediaciones de la Casa Emberá. Este es un sitio icónico de los indígenas, que queda a contados pasos del Atrato y de la cabaña en madera que tiene que subir la gente apenas llega al pueblo en lancha. Dos mujeres emberá y un muchacho afro estaban reprochando la presencia de la Unidad de Víctimas en los eventos de conmemoración, diciendo -una de ellas- que “venían por una foto para quedar bien por cosas del pasado, sin querer ver que la guerra seguía”.
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Específicamente, una de ellas, que en diálogo con El Espectador pidió ser identificada como Kelly, dijo que la mayor molestia al interior de los emberá en Bojayá radicaba en una seguidilla de gritos de auxilio hacia el Estado que no han sido contestados. “Desde 2019, distintos colectivos indígenas han pedido ayuda para resolver la violencia que afecta a los indígenas en esta zona del Chocó. Nadie nos quiso colaborar o escuchar”, dijo.
A lo que Kelly hizo alusión fue a un comunicado que la Federación de Asociaciones de Cabildos Indígenas del Departamento del Chocó (Fedeorewa) hizo el 31 de octubre de 2019, indicando las afectaciones humanitarias a los pueblos ancestrales más afectados por las dinámicas de los grupos armados al norte del departamento. Allí lanzaron alertas para defender a “comunidades de los resguardos Opogadó Doguadó, el Resguardo Alto Río Napipí y Alto Río Cuia, en el municipio de Bojayá”. Este último, hogar de Eva.
En adición a eso, Colombia+20 consultó al secretario de Gobierno de Bojayá, Jeferson Machado Valencia, quien dijo que si bien el Estado se ha articulado con la administración local para impulsar proyectos de embellecimiento de Bellavista con algunas obras, el tema de seguridad está salido de control. “Los grupos armados que merodean estos lados tienen el control del río (Atrato), de allí para adentro no hay ley y aprovechan eso para aterrorizar a las comunidades. No queremos más suicidios, no queremos más violencia ¡por favor!”, añadió.
En abril de 2021, cuando Eva tenía siete años, fue la primera vez que el gobierno se apareció en su comunidad para reparar estragos que la guerra había dejado en pasado, cuando las Farc tenían como bastión esta zona del Chocó. Ese mes se entregó una obra de adecuación a su centro educativo, que no solo servía a Punto Cedro, sino a las comunidades de Unión Baquiaza, Salina, Char y Cuti.
Desde allí, Punto Cedro y los Emberá Dóbida quedaron desamparados y como blancos militares constantes de las Agc. Este grupo aprendió a dominar el Atrato -incluso con igual o más fuerza que el Eln-, lo que los volvió dueños de fachadas en distintas casas a orillas del río para marcar sus iniciales en ellas, responsables de decenas de confinamientos al norte del Chocó y sinónimo de pánico en las poblaciones alejadas del resto, desde la Ciénaga de Napipí hacia el sur.
Otro contexto: Los jóvenes, en la mira de los grupos armados del norte del Cauca
A Eva la querían llevar a esa guerra. Por más de un mes, los paramilitares le siguieron el rastro a ella y a otro par de niños en Punto Cedro. Según Víctor Carpio, se ensañaron con ella; en algún momento se convirtió en una obsesión para las Agc y su insistencia para llevársela era el mayor tormento para sus padres.
A Eva la querían separar de su río para armarla a la fuerza. Lograron calar tanto en su cabeza, que tal vez la mataron en vida; le quitaron los sueños a una niña de ocho años.
Su funeral fue sencillo, como lo fue su forma de vivir. No hubo ataúd, a Eva la envolvieron en una manta azul con unos estampados grises y al calor de una cabaña en madera, representativa dentro de Punto Cedro, la lloraron y le dieron un adiós prematuro que no debió suceder; una historia que no quiere ser contada nunca más.
*El nombre de la niña fue cambiado para la realización de esta nota periodística.