La guerra reciclada del Bajo Cauca
La Defensoría del Pueblo constató la dramática situación que se vive en los seis municipios que conforman esta subregión a orillas del río Cauca, donde las Autodefensas Gaitanistas, los Caparrapos, el Eln y las disidencias de las Farc libran una feroz batalla por el dominio de las rutas del narcotráfico y la explotación minera.
Alfredo Molano Jimeno / @AlfredoMolanoJi
Dicen que pasaba el mediodía en el corregimiento de Puerto Bélgica. Que ese 14 de febrero era un día caluroso y que los gritos rasgaron el silencio que desde hace meses se posó en el pueblo por cuenta del miedo. Dicen que los sacaron del lugar en el que almorzaban. Que eran dos hombres y dos mujeres. Que los llevaron a la cancha de fútbol y delante de la comunidad los torturaron, que a dos jóvenes las violaron, que los cuatro los mataron, lanzaron sus cuerpos al río Cauca y quemaron el carro en el que llegaron a esta vereda de Cáceres, en el Bajo Cauca antioqueño. Dicen que nadie quiere hablar de eso. Que nadie quiere recordarlo ni contarlo. Solo dicen que dicen. Esa es la regla para proteger la vida en una región que vive en el más crudo fuego cruzado.
La historia quedó apenas registrada como noticia judicial, en la que se dan los nombres de tres de las cuatro víctimas. Se dice que eran comerciantes de Montería y que iban padre, hija y dos amigos. Pero su trágica muerte no trascendió, seguramente, porque los ojos del país estaban ya concentrados en la crisis política y social de Venezuela, pero el episodio sintetiza el drama humanitario que vive hoy el Bajo Cauca, entre el sur de Córdoba y el norte de Antioquia.
Lea: ¿Cuál es la importancia de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET)?
Allí sus pobladores no duermen por el miedo a que se rompa la presa de Hidroituango; el hambre por el fracaso de la sustitución de cultivos ilícitos y la desaparición de la pesca, o la brutal violencia que han desatado las franquicias criminales, que se dividen y multiplican con distintos nombres, pero idéntica brutalidad. Pelean por el control de la ruta de narcotráfico que va desde Nechí hasta Coveñas. Una pelea que ha convertido el territorio en una réplica del Lejano Oeste, donde la vida no vale ni los 500 pesos que dicen que cuesta la bala.
El retorno de la guerra
Los homicidios en el Bajo Cauca antioqueño y el sur de Córdoba no tienen precedentes en la historia reciente. En algunos de sus pueblos se pasó de dos asesinatos en 2017 a 15, 30 o 45 en lo que va del año. Y las tipologías de los crímenes recuerdan los momentos más salvajes del paramilitarismo, cuando se jugaba fútbol con las cabezas o los armados cobraban el miedo con la virginidad de las niñas. Una matazón sin proporciones que crece en silencio mientras el país sigue la crisis humanitaria de Venezuela, transmitida en vivo en la televisión nacional. En esta región operó el frente 18 de las Farc y con su salida se desató una nueva guerra por el control de los cultivos de coca, las minas de oro y la ruta del narcotráfico, que busca la salida al mar por las playas de Coveñas, Moñitos y el golfo de Urabá.
En esta ruta del narcotráfico aparece San José de Uré, un municipio del sur de Córdoba, ubicado a dos horas de Montería, por una carretera perfectamente asfaltada, de esas que gestionaron los denominados “ñoños” desde el Congreso. Un calor seco cae sobre los poco más de 6.000 habitantes, la mayoría víctimas del conflicto y miembros de comunidades negras o resguardos indígenas. La historia de este pueblo es tan antigua, que sus primeros habitantes fundaron un Palenque a mediados del siglo XVI, atraídos por las minas de oro y buscando su libertad; sin embargo, solo hasta 2007 la Gobernación de Córdoba le otorgó la categoría de municipio y San José de Uré dejó de ser un corregimiento de Montelíbano.
Estos dos municipios del sur de Córdoba están en alerta roja por la situación de conflicto. Y la Defensoría del Pueblo se lo hizo saber al gobierno de Juan Manuel Santos y al de Iván Duque, que acaba de cumplir seis meses. En angustiantes “alarmas tempranas”, el Ministerio Público ha querido llamar la atención de lo que en esta región ocurre desde finales de 2017, cuando se identificó que el Clan del Golfo, también conocido como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), libraban una guerra a muerte contra una disidencia de este mismo grupo, denominada los Caparrapos. Grupos cuyo origen, en un 90 %, tiene que ver con el fracasado proceso de desmovilización paramilitar.
Tan es así, que la denominación de “Caparrapos”, dicen los organismos de inteligencia, tiene que ver con que sus integrantes tienen una estrecha relación con el excomandante del Bloque Mineros de las Autodefensas, Cuco Vanoy, natural de Caparrapí y extraditado a Estados Unidos. Cuentan que la división con el Clan del Golfo se produjo luego de que Otoniel, su máximo líder, intentara un proceso de negociación con el gobierno Santos. También afirman que los duros golpes que recibió este grupo el año pasado hicieron que dejaran de llegar armas y dineros a sus estructuras en regiones como el Bajo Cauca, por lo que los mandos regionales partieron cobijas.
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Y una versión más arriesgada sostiene que la fricción interna tiene que ver con la muerte de Gavilán, segundo al mando de las AGC, quien murió en combates con el Ejército en septiembre de 2017. Según se oye en la región, hombres cercanos al extinto jefe “para” acusan a Otoniel de haberlo traicionado. Chismes del bajo mundo que nadie comprobará, pero lo cierto es que, según la Defensoría, los homicidios en San José de Uré se multiplicaron exponencialmente entre 2016 y 2018.
En 2017, en Uré se registraron 12 homicidios y en 2018 fueron 24, incluyendo los de cuatro presidentes de juntas de acción comunal; y van tres desplazamientos masivos del área rural al casco urbano. En lo corrido de 2019 van dos homicidios. Sin embargo, este es uno de los municipios más tranquilos del Bajo Cauca. Mientras tanto, en su vecino Montelíbano, los enfrentamientos también se dan entre Caparrapos y ACG, pero a la vez con disidentes del antiguo frente 18 de las Farc. Las autoridades reportan que en 2016 se registraron 24 homicidios; que en 2017 fueron 18; en 2018 hubo 38, y entre enero y el 20 de febrero de este año ya iban 15. “San José de Uré, Montelíbano, Puerto Libertador y Tierralta son puntos estratégicos en la ruta del narcotráfico del Bajo Cauca, pero la respuesta del Estado es la de siempre, más Fuerza Pública y nada de inversión social. No hay educación y los jóvenes se nos están yendo a los grupos armados”, protesta una autoridad municipal.
Abandonados a la suerte
Caucasia es el corazón de la subregión del Bajo Cauca. Se encuentra en el límite entre Antioquia y Córdoba. Tiene cerca de 130.000 habitantes y por su territorio pasan los ríos Cauca y Nechí, este último rico en oro, así como también toca el Nudo de Paramillo. Características que lo convierten en un enclave estratégico para la zona. En los últimos tres años se ha convertido en el principal receptor de población desplazada de los municipios del sur de Córdoba, pero también de Zaragoza, Cáceres, Tarazá y Nechí, en Antioquia.
Al ritmo que crece su población crecen sus problemas. “Yo sí le digo doctor, esto es muy berraco. Cuando no es el agua es la sequía. Cuando no es la sequía es la violencia, y cuando no es la violencia es el Estado”, expresa el alcalde de Caucasia, Óscar Suárez, en actitud angustiada. Explica el mandatario local que viene de acompañar un proceso de captura de unos barequeros por parte de la Policía. “Uno ya no sabe qué hacer, dice la Fuerza Pública que son mineros ilegales, pero aquí la gente está sobreviviendo, y ahora le dicen que no puede vivir de lo que siempre ha vivido, que tiene que conseguir títulos mineros y permisos, pero esos solo se los dan a grandes empresarios, y entonces qué hacen los que barequean”, agrega.
“A veces da la impresión de que los habitantes del Bajo Cauca no somos antioqueños. No somos colombianos. Aquí estamos abandonados a nuestra suerte, a la merced de los armados y los temporales. En estos cinco municipios, el año pasado, sumamos más de 390 homicidios. Óigame bien: 390 homicidios. Y en el mes y 20 días de este año ya llegamos a los 50. En Caucasia lo que ha pasado en estos años ha sido impresionante, pasamos de ser 68.000 habitantes y rondar los 130.000 por cuenta de la guerra que se vive en la región. Tenemos ocho ollas de microtráfico y son las mismas desde que yo era un niño. Tenemos un barrio de invasión con 20.000 habitantes viviendo en unas condiciones de llorar, y aquí a la vuelta hay un terrateniente con 40.000 hectáreas para mil vacas (...) entonces doctor, dígame por dónde empiezo a solucionar los problemas”, concluye el indignado burgomaestre.
A pesar de los problemas de orden público, el alcalde Suárez cree que la principal dificultad que enfrenta el municipio no es la violencia, sino lo que la engendra. “Tenemos más de 70.000 personas desocupadas y la principal empresa de Caucasia es el mototaxismo, al que se dedican más de 2.000 personas. El mayor alimento de la violencia es el hambre, es la pobreza y la única forma de combatirla es con oportunidades para la gente”, añade.
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La Defensoría también ha elevado alertas sobre la situación humanitaria del municipio. En abril de 2018 le dijo al gobierno Santos que los homicidios y los desplazamientos estaban disparados. En ese momento había un incremento del 173 % en el número de asesinatos. Con el agravante de que el 95 % de éstos son jóvenes entre 18 y 24 años, y la mayoría no son naturales de Caucasia. Jóvenes que se han desplazado y se vinculan al microtráfico y la producción de coca, a partir de los grupos armados que dominan el municipio. En barrios como Villauribe, la Colombianita o Villavalencia, impusieron el toque de queda. “Este es un barrio muy caliente. Aquí no se puede andar de noche y a la mayoría de mis amigos los han matado”, relata un joven caucasiano de 17 años.
Y por si fuera poco todo este drama, Caucasia queda a orillas del río Cauca, hoy malherido por la obra de Hidroituango. “Nací y crecí pescando en este río y nunca, nunca en la vida, le había visto las bases al puente. Mire lo que queda de nuestro poderoso afluente: un riachuelo rojizo. Y eso que ha subido el nivel, porque tuvieron que verter aguas de la Salvajina, si no eso sería un charco”, cuenta un moreno que se define como expescador y que por estos días se dedica a revolcar el lecho del río descubierto para sacar material de construcción.
“Aquí ya no hay peces. El río nunca se secaba acá, podía bajar un poco, pero no esto. No sabemos qué nos vamos a poner a hacer. En tiempos de la subienda yo me levantaba unos $200.000 o $300.000 en una noche. Ahora voy a cazar piedra, a balastriar para levantarme $20.000 y apoyarme con el mototaxismo”, señala con los ojos encharcados de pensar qué irá a llevar de comer a su casa cuando llegue la noche.
Cáceres, un pueblo fantasma
Una de las poblaciones más antiguas de Antioquia es San Martín de Cáceres. Fue fundada a mediados del siglo XVI como cabeza de lanza de la explotación de las minas de oro que se extienden hasta Zaragoza y El Bagre, a orillas del río Nechí, y los afluentes que desembocan en el río Cauca. Conecta el nordeste antioqueño con el sur de Córdoba y el Magdalena Medio. Es un corredor estratégico y riquísimo que en las últimas tres décadas ha visto correr mucha sangre. Narcos, “paras” y guerrillas han convertido sus territorios en el atroz teatro de la guerra. No le caben más masacres ni desplazamientos. Su gente ya no resiste más dolor.
“Me siento preso en mi propia casa, mis hijos no salen a la calle más que para ir al colegio, pero nos vamos a ir porque ya no soporto el estrés. No soporto más ver matar a mis compañeros, a mis alumnos. Todos los niños asesinados han sido mis alumnos, estoy dolido en el alma. Impotente. No puedo hacer nada. No hay a quién recurrir. No queremos que nos manden mil o dos mil policías, mándenos tan siquiera tres que sean honestos. No hallamos qué hacer, yo me iré, pero aquí hay gente que no se puede ir, que vive del rebusque, que paga arriendo y están aguantando hambre porque no hay quién salga de la casa”, expresa, con la voz cortada por el llanto, un profesor del pueblo.
Lea: La guerra por el Bajo Cauca y norte de Antioquia
Se calcula que un 30 % de la población del casco municipal ya se ha desplazado, entre el miedo a que se rompa la presa de Hidroituango y la salvaje guerra que libran las AGC, los Caparrapos y el Eln. El año pasado, el colegio Monseñor Gerardo Patiño tenía 2.250 estudiantes y hoy quedan menos de 1.400 niños y niñas. Hasta han tenido que modificar el horario de la jornada educativa para respetar el toque de queda impuesto a punta de miedo.
Los barrios están desocupados. Nadie madruga ni nadie trasnocha. “En mi calle soy la única que queda. Ya todos los vecinos se fueron. Cuando oscurece me guardo a esperar a ver cuándo llegan a matarme. Ni prendo la luz ya, es más, ni bombillos tengo. Me quedo en una silla escuchando los tiros, el llanto, el miedo”, narra una anciana resignada. “Aquí estamos todos enfermos. Los niños han visto los muertos, asesinar a padres, amigos, hermanos. Es un pueblo fantasma. Somos fantasmas, los asesinados y los vivos, que ya estamos muertos del puro terror”.
“No quiero que llegue la noche. No quiero que llegue la noche”, repetía entre sollozos una joven madre. No podía contener el llanto mientras su hijo, de unos cinco años, se le enredaba entre las piernas como queriendo volver a su útero. “Qué vamos a hacer cuando lleguen las 8:00. Anoche corría la zozobra porque pensaba que nos iban a matar”, agrega señalando a otra niña, esta de siete años, hija de su prima. “Eso no es justo, nosotros no elegimos una guerra. Si ellos se quieren matar, que no nos metan a nosotros y al presidente parece que le importara más lo que pasa en Venezuela”, dice tomando un poco de aire.
Su nombre apareció en uno de los panfletos que entregan a quienes tienen que abandonar su casa o atenerse a las consecuencias. Mencionaron a 15 familias de una misma calle, las únicas que quedan allí. Es madre soltera, como su prima y su vecina. Solo se tienen las tres para ver por cinco niños, sus hijos.
Los cuatro asesinados en Puerto Bélgica venían de Montería. Dice el reporte de las autoridades que sus identidades eran Arnoldo Sánchez, su hija Judith Sánchez Villadiego, Yosiris Martelo y una cuarta persona sin identificar. Iban en un Chevrolet Spark. Los familiares aseguran que venían a hacer un negocio porque eran comerciantes de abarrotes y se escuchan rumores de que las autoridades investigan una truculenta historia que tendría que ver con una guaca de las AGC.
Todo el pueblo vio lo que les hicieron, pero nadie se arriesga a denunciar. Se sumarán al registro de los 19 muertos que lleva este año Cáceres y a los 54 del año pasado. Tal vez el hecho quede registrado en una próxima alerta temprana de la Defensoría del Pueblo, como las emitidas para el Atrato chocoano y el Andén Pacífico, recorridos que también acompañó El Espectador. Este nuevo llamado ya la fue entregado al Gobierno para recordarle que la guerra en el Bajo Cauca también está más prendida que nunca.
Dicen que pasaba el mediodía en el corregimiento de Puerto Bélgica. Que ese 14 de febrero era un día caluroso y que los gritos rasgaron el silencio que desde hace meses se posó en el pueblo por cuenta del miedo. Dicen que los sacaron del lugar en el que almorzaban. Que eran dos hombres y dos mujeres. Que los llevaron a la cancha de fútbol y delante de la comunidad los torturaron, que a dos jóvenes las violaron, que los cuatro los mataron, lanzaron sus cuerpos al río Cauca y quemaron el carro en el que llegaron a esta vereda de Cáceres, en el Bajo Cauca antioqueño. Dicen que nadie quiere hablar de eso. Que nadie quiere recordarlo ni contarlo. Solo dicen que dicen. Esa es la regla para proteger la vida en una región que vive en el más crudo fuego cruzado.
La historia quedó apenas registrada como noticia judicial, en la que se dan los nombres de tres de las cuatro víctimas. Se dice que eran comerciantes de Montería y que iban padre, hija y dos amigos. Pero su trágica muerte no trascendió, seguramente, porque los ojos del país estaban ya concentrados en la crisis política y social de Venezuela, pero el episodio sintetiza el drama humanitario que vive hoy el Bajo Cauca, entre el sur de Córdoba y el norte de Antioquia.
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Allí sus pobladores no duermen por el miedo a que se rompa la presa de Hidroituango; el hambre por el fracaso de la sustitución de cultivos ilícitos y la desaparición de la pesca, o la brutal violencia que han desatado las franquicias criminales, que se dividen y multiplican con distintos nombres, pero idéntica brutalidad. Pelean por el control de la ruta de narcotráfico que va desde Nechí hasta Coveñas. Una pelea que ha convertido el territorio en una réplica del Lejano Oeste, donde la vida no vale ni los 500 pesos que dicen que cuesta la bala.
El retorno de la guerra
Los homicidios en el Bajo Cauca antioqueño y el sur de Córdoba no tienen precedentes en la historia reciente. En algunos de sus pueblos se pasó de dos asesinatos en 2017 a 15, 30 o 45 en lo que va del año. Y las tipologías de los crímenes recuerdan los momentos más salvajes del paramilitarismo, cuando se jugaba fútbol con las cabezas o los armados cobraban el miedo con la virginidad de las niñas. Una matazón sin proporciones que crece en silencio mientras el país sigue la crisis humanitaria de Venezuela, transmitida en vivo en la televisión nacional. En esta región operó el frente 18 de las Farc y con su salida se desató una nueva guerra por el control de los cultivos de coca, las minas de oro y la ruta del narcotráfico, que busca la salida al mar por las playas de Coveñas, Moñitos y el golfo de Urabá.
En esta ruta del narcotráfico aparece San José de Uré, un municipio del sur de Córdoba, ubicado a dos horas de Montería, por una carretera perfectamente asfaltada, de esas que gestionaron los denominados “ñoños” desde el Congreso. Un calor seco cae sobre los poco más de 6.000 habitantes, la mayoría víctimas del conflicto y miembros de comunidades negras o resguardos indígenas. La historia de este pueblo es tan antigua, que sus primeros habitantes fundaron un Palenque a mediados del siglo XVI, atraídos por las minas de oro y buscando su libertad; sin embargo, solo hasta 2007 la Gobernación de Córdoba le otorgó la categoría de municipio y San José de Uré dejó de ser un corregimiento de Montelíbano.
Estos dos municipios del sur de Córdoba están en alerta roja por la situación de conflicto. Y la Defensoría del Pueblo se lo hizo saber al gobierno de Juan Manuel Santos y al de Iván Duque, que acaba de cumplir seis meses. En angustiantes “alarmas tempranas”, el Ministerio Público ha querido llamar la atención de lo que en esta región ocurre desde finales de 2017, cuando se identificó que el Clan del Golfo, también conocido como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), libraban una guerra a muerte contra una disidencia de este mismo grupo, denominada los Caparrapos. Grupos cuyo origen, en un 90 %, tiene que ver con el fracasado proceso de desmovilización paramilitar.
Tan es así, que la denominación de “Caparrapos”, dicen los organismos de inteligencia, tiene que ver con que sus integrantes tienen una estrecha relación con el excomandante del Bloque Mineros de las Autodefensas, Cuco Vanoy, natural de Caparrapí y extraditado a Estados Unidos. Cuentan que la división con el Clan del Golfo se produjo luego de que Otoniel, su máximo líder, intentara un proceso de negociación con el gobierno Santos. También afirman que los duros golpes que recibió este grupo el año pasado hicieron que dejaran de llegar armas y dineros a sus estructuras en regiones como el Bajo Cauca, por lo que los mandos regionales partieron cobijas.
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Y una versión más arriesgada sostiene que la fricción interna tiene que ver con la muerte de Gavilán, segundo al mando de las AGC, quien murió en combates con el Ejército en septiembre de 2017. Según se oye en la región, hombres cercanos al extinto jefe “para” acusan a Otoniel de haberlo traicionado. Chismes del bajo mundo que nadie comprobará, pero lo cierto es que, según la Defensoría, los homicidios en San José de Uré se multiplicaron exponencialmente entre 2016 y 2018.
En 2017, en Uré se registraron 12 homicidios y en 2018 fueron 24, incluyendo los de cuatro presidentes de juntas de acción comunal; y van tres desplazamientos masivos del área rural al casco urbano. En lo corrido de 2019 van dos homicidios. Sin embargo, este es uno de los municipios más tranquilos del Bajo Cauca. Mientras tanto, en su vecino Montelíbano, los enfrentamientos también se dan entre Caparrapos y ACG, pero a la vez con disidentes del antiguo frente 18 de las Farc. Las autoridades reportan que en 2016 se registraron 24 homicidios; que en 2017 fueron 18; en 2018 hubo 38, y entre enero y el 20 de febrero de este año ya iban 15. “San José de Uré, Montelíbano, Puerto Libertador y Tierralta son puntos estratégicos en la ruta del narcotráfico del Bajo Cauca, pero la respuesta del Estado es la de siempre, más Fuerza Pública y nada de inversión social. No hay educación y los jóvenes se nos están yendo a los grupos armados”, protesta una autoridad municipal.
Abandonados a la suerte
Caucasia es el corazón de la subregión del Bajo Cauca. Se encuentra en el límite entre Antioquia y Córdoba. Tiene cerca de 130.000 habitantes y por su territorio pasan los ríos Cauca y Nechí, este último rico en oro, así como también toca el Nudo de Paramillo. Características que lo convierten en un enclave estratégico para la zona. En los últimos tres años se ha convertido en el principal receptor de población desplazada de los municipios del sur de Córdoba, pero también de Zaragoza, Cáceres, Tarazá y Nechí, en Antioquia.
Al ritmo que crece su población crecen sus problemas. “Yo sí le digo doctor, esto es muy berraco. Cuando no es el agua es la sequía. Cuando no es la sequía es la violencia, y cuando no es la violencia es el Estado”, expresa el alcalde de Caucasia, Óscar Suárez, en actitud angustiada. Explica el mandatario local que viene de acompañar un proceso de captura de unos barequeros por parte de la Policía. “Uno ya no sabe qué hacer, dice la Fuerza Pública que son mineros ilegales, pero aquí la gente está sobreviviendo, y ahora le dicen que no puede vivir de lo que siempre ha vivido, que tiene que conseguir títulos mineros y permisos, pero esos solo se los dan a grandes empresarios, y entonces qué hacen los que barequean”, agrega.
“A veces da la impresión de que los habitantes del Bajo Cauca no somos antioqueños. No somos colombianos. Aquí estamos abandonados a nuestra suerte, a la merced de los armados y los temporales. En estos cinco municipios, el año pasado, sumamos más de 390 homicidios. Óigame bien: 390 homicidios. Y en el mes y 20 días de este año ya llegamos a los 50. En Caucasia lo que ha pasado en estos años ha sido impresionante, pasamos de ser 68.000 habitantes y rondar los 130.000 por cuenta de la guerra que se vive en la región. Tenemos ocho ollas de microtráfico y son las mismas desde que yo era un niño. Tenemos un barrio de invasión con 20.000 habitantes viviendo en unas condiciones de llorar, y aquí a la vuelta hay un terrateniente con 40.000 hectáreas para mil vacas (...) entonces doctor, dígame por dónde empiezo a solucionar los problemas”, concluye el indignado burgomaestre.
A pesar de los problemas de orden público, el alcalde Suárez cree que la principal dificultad que enfrenta el municipio no es la violencia, sino lo que la engendra. “Tenemos más de 70.000 personas desocupadas y la principal empresa de Caucasia es el mototaxismo, al que se dedican más de 2.000 personas. El mayor alimento de la violencia es el hambre, es la pobreza y la única forma de combatirla es con oportunidades para la gente”, añade.
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La Defensoría también ha elevado alertas sobre la situación humanitaria del municipio. En abril de 2018 le dijo al gobierno Santos que los homicidios y los desplazamientos estaban disparados. En ese momento había un incremento del 173 % en el número de asesinatos. Con el agravante de que el 95 % de éstos son jóvenes entre 18 y 24 años, y la mayoría no son naturales de Caucasia. Jóvenes que se han desplazado y se vinculan al microtráfico y la producción de coca, a partir de los grupos armados que dominan el municipio. En barrios como Villauribe, la Colombianita o Villavalencia, impusieron el toque de queda. “Este es un barrio muy caliente. Aquí no se puede andar de noche y a la mayoría de mis amigos los han matado”, relata un joven caucasiano de 17 años.
Y por si fuera poco todo este drama, Caucasia queda a orillas del río Cauca, hoy malherido por la obra de Hidroituango. “Nací y crecí pescando en este río y nunca, nunca en la vida, le había visto las bases al puente. Mire lo que queda de nuestro poderoso afluente: un riachuelo rojizo. Y eso que ha subido el nivel, porque tuvieron que verter aguas de la Salvajina, si no eso sería un charco”, cuenta un moreno que se define como expescador y que por estos días se dedica a revolcar el lecho del río descubierto para sacar material de construcción.
“Aquí ya no hay peces. El río nunca se secaba acá, podía bajar un poco, pero no esto. No sabemos qué nos vamos a poner a hacer. En tiempos de la subienda yo me levantaba unos $200.000 o $300.000 en una noche. Ahora voy a cazar piedra, a balastriar para levantarme $20.000 y apoyarme con el mototaxismo”, señala con los ojos encharcados de pensar qué irá a llevar de comer a su casa cuando llegue la noche.
Cáceres, un pueblo fantasma
Una de las poblaciones más antiguas de Antioquia es San Martín de Cáceres. Fue fundada a mediados del siglo XVI como cabeza de lanza de la explotación de las minas de oro que se extienden hasta Zaragoza y El Bagre, a orillas del río Nechí, y los afluentes que desembocan en el río Cauca. Conecta el nordeste antioqueño con el sur de Córdoba y el Magdalena Medio. Es un corredor estratégico y riquísimo que en las últimas tres décadas ha visto correr mucha sangre. Narcos, “paras” y guerrillas han convertido sus territorios en el atroz teatro de la guerra. No le caben más masacres ni desplazamientos. Su gente ya no resiste más dolor.
“Me siento preso en mi propia casa, mis hijos no salen a la calle más que para ir al colegio, pero nos vamos a ir porque ya no soporto el estrés. No soporto más ver matar a mis compañeros, a mis alumnos. Todos los niños asesinados han sido mis alumnos, estoy dolido en el alma. Impotente. No puedo hacer nada. No hay a quién recurrir. No queremos que nos manden mil o dos mil policías, mándenos tan siquiera tres que sean honestos. No hallamos qué hacer, yo me iré, pero aquí hay gente que no se puede ir, que vive del rebusque, que paga arriendo y están aguantando hambre porque no hay quién salga de la casa”, expresa, con la voz cortada por el llanto, un profesor del pueblo.
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Se calcula que un 30 % de la población del casco municipal ya se ha desplazado, entre el miedo a que se rompa la presa de Hidroituango y la salvaje guerra que libran las AGC, los Caparrapos y el Eln. El año pasado, el colegio Monseñor Gerardo Patiño tenía 2.250 estudiantes y hoy quedan menos de 1.400 niños y niñas. Hasta han tenido que modificar el horario de la jornada educativa para respetar el toque de queda impuesto a punta de miedo.
Los barrios están desocupados. Nadie madruga ni nadie trasnocha. “En mi calle soy la única que queda. Ya todos los vecinos se fueron. Cuando oscurece me guardo a esperar a ver cuándo llegan a matarme. Ni prendo la luz ya, es más, ni bombillos tengo. Me quedo en una silla escuchando los tiros, el llanto, el miedo”, narra una anciana resignada. “Aquí estamos todos enfermos. Los niños han visto los muertos, asesinar a padres, amigos, hermanos. Es un pueblo fantasma. Somos fantasmas, los asesinados y los vivos, que ya estamos muertos del puro terror”.
“No quiero que llegue la noche. No quiero que llegue la noche”, repetía entre sollozos una joven madre. No podía contener el llanto mientras su hijo, de unos cinco años, se le enredaba entre las piernas como queriendo volver a su útero. “Qué vamos a hacer cuando lleguen las 8:00. Anoche corría la zozobra porque pensaba que nos iban a matar”, agrega señalando a otra niña, esta de siete años, hija de su prima. “Eso no es justo, nosotros no elegimos una guerra. Si ellos se quieren matar, que no nos metan a nosotros y al presidente parece que le importara más lo que pasa en Venezuela”, dice tomando un poco de aire.
Su nombre apareció en uno de los panfletos que entregan a quienes tienen que abandonar su casa o atenerse a las consecuencias. Mencionaron a 15 familias de una misma calle, las únicas que quedan allí. Es madre soltera, como su prima y su vecina. Solo se tienen las tres para ver por cinco niños, sus hijos.
Los cuatro asesinados en Puerto Bélgica venían de Montería. Dice el reporte de las autoridades que sus identidades eran Arnoldo Sánchez, su hija Judith Sánchez Villadiego, Yosiris Martelo y una cuarta persona sin identificar. Iban en un Chevrolet Spark. Los familiares aseguran que venían a hacer un negocio porque eran comerciantes de abarrotes y se escuchan rumores de que las autoridades investigan una truculenta historia que tendría que ver con una guaca de las AGC.
Todo el pueblo vio lo que les hicieron, pero nadie se arriesga a denunciar. Se sumarán al registro de los 19 muertos que lleva este año Cáceres y a los 54 del año pasado. Tal vez el hecho quede registrado en una próxima alerta temprana de la Defensoría del Pueblo, como las emitidas para el Atrato chocoano y el Andén Pacífico, recorridos que también acompañó El Espectador. Este nuevo llamado ya la fue entregado al Gobierno para recordarle que la guerra en el Bajo Cauca también está más prendida que nunca.