La lucha de los indígenas de Jambaló (Cauca) contra los cultivos de marihuana
Durante 246 días, las cinco autoridades indígenas de Jambaló recorren su territorio de esquina a esquina para tratar de contener el avance de esa mata. Enfrentan reparos del gremio cultivador y se ponen en la mira de los armados. Acompañamos su recorrido.
Valentina Parada Lugo
Para llegar a la casa de Serefino, un hombre de unos 30 años, delgado y bajito, hay que trepar una montaña que se pierde entre la neblina que baja después de las cinco de la tarde en el municipio de Jambaló (norte del Cauca). Para los habitantes de la zona es como andar una cuadra, pero en realidad hay que atravesar varias trochas que, cuando llueve, se convierten en pantanos resbalosos que hacen imposible caminar. Doña Carmen Rosa Dagua, la presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda Loma Pueblito, donde queda esta casa, dijo que era cerquita, a veinte minutos de la carretera. En realidad, fue una hora y media cuesta arriba.
Llegamos con las botas embarradas hasta la pantorrilla, una señal, según Serefino, de que éramos primíparos en la trocha. A esa, que pareciera ser la última casa de la montaña, llegaron el 10 de mayo los Nejwes’x, como le llaman en lengua Nasa a las autoridades indígenas. Su visita se daba en el marco de la Minga Hacia Adentro, un ejercicio de acompañamiento que están haciendo los gobernadores para conocer de primera mano las necesidades de sus habitantes, pero sobre todo, para advertir sobre el riesgo inminente que tiene la siembra de cultivos de marihuana en el territorio.
Las autoridades étnicas llegaron con su chonta -o bastón de mando- en mano hasta esa casa, y explicaron que desde hace tres meses se empezaron a multiplicar los cultivos de uso ilícito en el municipio. Esa es una de sus mayores preocupaciones sobre el territorio, que en este momento porque, dicen, no quieren que la situación se salga de control como ya pasó en municipios vecinos como Toribío o Caloto, que son ahora dos de los que más tienen siembras de marihuana y hoja de coca en el norte del Cauca.
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Por eso comenzaron el 1 de mayo de este año a visitar a la comunidad casa por casa, vereda por vereda. Para ir a algunas les toma más de siete días porque las distancias en estas montañas son mucho más extensas que las de las zonas urbanas. “Queremos que la gente sepa que estamos allí y que vea a sus autoridades en sus viviendas, escuchándolos y conociendo sus necesidades”, dijo otra de las autoridades minutos antes de empezar el diálogo con la familia de Serefino en la cocina, en la vereda de Loma Pueblito.
Los cinco Nejwes’x del territorio tienen agenda llena hasta mediados de enero de 2023. Visitarán las 5.500 familias que viven en todo Jambaló, desde la zona baja hasta el municipio, que queda en la parte más alta. El recorrido completo de la minga les tomará 246 días, según sus cuentas y si no se atraviesan imprevistos en los ocho meses que caminarán todo el territorio de lunes a domingo, con relevos entre los cinco para descansar en algunas fechas.
La nueva bonanza de la marihuana
Desde Jambaló se puede ver el Nevado del Huila cerquita, cuando el cielo se despeja y el sol se asoma. El pueblo está ubicado a 2.560 metros sobre el nivel del mar, lo que hace que su suelo sea casi infértil para sembrar hoja de coca, el insumo principal para el procesamiento de la cocaína.
En 2020, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en Jambaló había 39 hectáreas de coca, una cifra irrisoria comparada con otros municipios aledaños como El Tambo, que tenía 7.483, o Cajibío, con 355. De los cultivos de marihuana no hay registros oficiales, lo cierto es que de las 5.500 familias que viven en el casco urbano y las 35 veredas de Jambaló, 600 tienen cultivos, según el propio gremio de cultivadores de esa mata.
Cuando se habla de cultivos de uso ilícito en este municipio, la gente alza las cejas en silencio. Casi nadie quiere referirse a ese tema y aunque aseguran que los grupos armados no tienen una presencia significativa en el territorio, hay un ‘tire y afloje’ entre el gremio de cultivadores de marihuana y las autoridades étnicas, que además de oponerse a la siembra, en lo que va del año han realizado seis erradicaciones manuales en distintas veredas, una de ellas en Paletón, donde en enero de este año varias autoridades erradicaron dos cultivos. Justo allí comenzó el recorrido de la minga, que les tomó siete días. La comunidad contó que varios de los jóvenes a quienes les erradicaron cultivos a comienzo de año, están consolidando un proyecto avícola como alternativa de sustitución.
Sin embargo, dice que no deja de angustiarla pensar en la posibilidad de que vuelvan a sembrar, impulsados por las ganancias económicas que deja la marihuana: las personas solteras pueden sembrar 125 matas en casa y, si es una pareja, pueden tener hasta 250. De cada mata se pueden sacar entre 350 gramos y una libra en moños de marihuana, que es lo que se vende para procesar.
Por cada libra, a los cultivadores de esa zona les pagan entre $60.000 y $200.000, dependiendo de si el cultivo es orgánico o no. En promedio, cada uno saca entre 87 - 125 libras cada cuatro meses. Lo mínimo que gana un cultivador (soltero) en un año en esa región son $15 millones que, según ellos, quedan casi libres, porque apenas invierten unos $200.000 al año en abonos y pesticidas.
Esas son las cuentas que hacen los mismos cultivadores, que desde octubre del año pasado se organizaron en un “gremio”, que es como le llaman a la organización que se encarga de direccionar a quienes cultivan marihuana en el territorio y controlan el número de plantas que cada uno puede tener. También son quienes les proveen las semillas, los asesoran en la siembra, les cobran un valor por ingresar al “mercado” y, además, son quienes les hacen el “puente” con los compradores.
Los habitantes de Jambaló niegan que las personas del gremio pertenezcan a algún grupo armado. Los cultivadores explican que la razón por la que limitan el máximo de cultivo por persona es para controlar el precio de la marihuana, como regla básica de economía: a mayor demanda, menor precio. Colombia+20 intentó comunicarse con ellos, pero se negaron a dar entrevistas.
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Para los cultivadores, una de las ventajas de la marihuana es que para plantar 125 plántulas no se necesita una extensión de tierra significativa: se siembra en un terreno de 90 x 90 metros, que es menos de una hectárea. Mientras que para sembrar café, por ejemplo, que es el cuarto cultivo más rentable en el norte del Cauca (después de la coca, la marihuana y la amapola), se necesita por lo menos una hectárea de tierra para sembrar de 9.000 a 10.000 plántulas de café, que darán cosecha tres años después de poner las semillas. Luego, la cosecha es anual y salen entre 20 a 25 arrobas, que se pagan a $140.000 cada una, es decir unos $3.500.000 en el año (con una hectárea sembrada), sin contar el abono semestral que requiere el café y que cuesta 250.000.
Con las cifras nadie pelea. Ningún cultivo lícito puede llegar a ser tan rentable como los que se usan para fines ilícitos, entre otras cosas, porque el 70 % de la tierra de Jambaló (que representa unas 17.500 hectáreas), es de vocación forestal, por lo que la producción de alimentos es escasa y estos cultivos terminan siendo una solución a las necesidades.
Yina Montoya, una de las gobernadoras indígenas, explica que tras 30 años de procesos de erradicación y reaparición de la siembra, “hemos entendido que el problema no es erradicar la mata del suelo sino arrancarla de la cabeza y el corazón”.
La lucha por sustituir
Varias familias han elegido la sustitución como camino, pero no por el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) creado por el Acuerdo de Paz, que según ellos fue un fracaso porque les incumplieron. Lo hacen por convicción. Serefino es ejemplo de ello: hace casi dos años dejó de sembrar cultivos de uso ilícito en su finca, justo donde hicimos la entrevista, un terreno amplio donde ahora cultiva café y fique mientras intenta levantar un proyecto de piscicultura.
“Cuando tenía 17 años empecé a sembrar amapola. Yo la dejé a los 20 años porque, la verdad, se dejó de cosechar bien, ya la tierra no daba lo mismo y no era rentable. Luego intenté sembrar papa, zanahoria y otros cultivos de pancoger, pero también los dejé porque no hay a quién venderle. Después sembré marihuana porque, ante la necesidad, era lo que veía más rentable, pero la dejé porque me la erradicaron y uno corre mucho riesgo por los grupos armados”.
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Serefino prefiere no decir a qué tipo de riesgos se refiere, lo cierto es que en el norte del Cauca una de las estructuras armadas más consolidadas es la Dagoberto Ramos, un grupo de las disidencias de las Farc que antes de la firma del Acuerdo de Paz era el Sexto Frente de esa guerrilla y cuya renta principal ahora es el narcotráfico. Aunque las zonas de más presencia son los municipios de Toribío, Corinto y Miranda (el triángulo del narcotráfico del Cauca), su control es invisible y silencioso en Jambaló, un municipio que en 1985 vivió una masacre perpetrada por el Sexto Frente, que acabó con la vida de cinco hombres y un niño pequeño de cinco años.
La guardia indígena de este municipio dice que el Acuerdo de Paz sí sirvió en Jambaló; aseguran que se silenciaron las balas y los hostigamientos entre 2016 y 2020, período en el que no se registraron hechos violentos por el conflicto armado. En los dos últimos años, dicen, se han reorganizado los grupos armados en la zona y el crecimiento de cultivos de uso ilícito ha llevado a que las disidencias de las Farc comiencen a ejercer control sobre esas rentas. Por eso, la necesidad de las autoridades indígenas de oponerse radicalmente a los cultivos de marihuana en su territorio, porque saben que con la mata, llega también la muerte.
A pesar de ese contexto, Jambaló es un pueblo en el que se puede caminar de noche. Aunque la mayoría de locales comerciales cierran sobre las 7 p.m., hay una tienda que, aunque pequeña, está bien abastecida justo en frente de la cancha de fútbol y que tiene servicio hasta las 10 p.m. Venden casi todos los productos de supermercado, menos frutas y verduras. Tienen tres sillas afuera del negocio y varias personas llegan antes del cierre a abastecerse de cerveza o de aguardiente caucano. La mayoría compra para llevar a casa, pero otros se “parchan” en las bancas del parque principal a beber a esa hora de la noche, con la neblina y la brisa helada sobre los ojos.
El negocio de doña Carmenza* también cierra tarde entre semana. Vende perros calientes, hamburguesas y chorizo santarrosano “traído de Cali”, dice entre risas cuando alguien le pide uno. Ella, oriunda de Silvia (Cauca), cuenta que lleva 17 años viviendo allí y que le han tocado los episodios más difíciles de la guerra. “La última vez que se vivió algo así violento fue hace dos años (2020), que lanzaron una granada contra la estación de Policía que queda aquí cerquitica”, asegura y señala con el dedo la calle.
Nunca supieron qué grupo fue, según ella. O quizás sí, pero es mejor no decirlo por seguridad.
Ese negocio de comidas rápidas le ha salvado la vida, no solo por ser su principal fuente de ingreso sino también porque allí se ha resguardado de enfrentamientos que podrían haberle costado la vida. Se refiere a uno en 2013 que hubo entre el Ejército y el Sexto Frente. Cierra los ojos, frunce el ceño y recuerda cómo las balas caían sobre el techo. “Eran como las 10 de la noche cuando sonó una explosión. Yo cerré rápido el local y con la gente que estaba aquí adentro nos tiramos al piso. Las balas sonaban cerquita. Nos tocó amanecer acurrucados en la cocina, el enfrentamiento duró como tres horas”.
Luego, nos contó que tuvo que sacar del municipio a uno de sus cinco hijos para evitar que se lo llevara la guerrilla en 2014. Tenía 13 años, estudiaba en la escuela del pueblo y ya le habían advertido que se lo llevarían. Habían visitado la casa varias veces y lo tenían “fichado”, como dice. Una organización sin ánimo de lucro le ayudó para que lo sacaran hacia Santander de Quilichao donde siguió estudiando en el colegio. “Ahora sueña con ser médico, pero vamos a ver si se da la oportunidad”, susurra con un tono esperanzador, pero dice que la situación con los jóvenes está difícil en el municipio. “Uno ahora casi no ve oportunidades para ellos”.
El problema del consumo
Esa problemática la dimensiona bien William Pitro, otra de las autoridades indígenas del territorio, que explica que uno de los asuntos más importantes para entender la realidad del municipio hoy fue su crecimiento poblacional en los últimos cinco años. El 40 % de la población no sobrepasa los 20 años. Hay 7.700 muchachos entre los 14 y los 20 años en el municipio, y al riesgo por reclutamiento, ahora los colegios advierten que el consumo temprano de sustancias psicoactivas está disparado. “Tenemos en promedio 440 jóvenes entre los 10 y 15 años que están consumiendo marihuana”, señala.
Por eso, la apuesta principal ha sido buscar alternativas para ocupar el tiempo libre de los jóvenes. Cuando pasen los 246 días de Minga Hacia Adentro reescribirán el Plan de Vida de la comunidad, según las nuevas necesidades que hayan identificado. Ya tienen una idea: consolidar un fondo rotatorio para financiar los proyectos productivos. Los Nejwes’x mencionan que, aunque este es un problema estructural del país que no resolverán en los dos años que les quedan como autoridades, lucharán por mantener a Jambaló como el municipio del norte del Cauca que más le ha hecho resistencia a los cultivos ilícitos en los últimos 20 años.
*Nombre cambiado por seguridad de la fuente
Para llegar a la casa de Serefino, un hombre de unos 30 años, delgado y bajito, hay que trepar una montaña que se pierde entre la neblina que baja después de las cinco de la tarde en el municipio de Jambaló (norte del Cauca). Para los habitantes de la zona es como andar una cuadra, pero en realidad hay que atravesar varias trochas que, cuando llueve, se convierten en pantanos resbalosos que hacen imposible caminar. Doña Carmen Rosa Dagua, la presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda Loma Pueblito, donde queda esta casa, dijo que era cerquita, a veinte minutos de la carretera. En realidad, fue una hora y media cuesta arriba.
Llegamos con las botas embarradas hasta la pantorrilla, una señal, según Serefino, de que éramos primíparos en la trocha. A esa, que pareciera ser la última casa de la montaña, llegaron el 10 de mayo los Nejwes’x, como le llaman en lengua Nasa a las autoridades indígenas. Su visita se daba en el marco de la Minga Hacia Adentro, un ejercicio de acompañamiento que están haciendo los gobernadores para conocer de primera mano las necesidades de sus habitantes, pero sobre todo, para advertir sobre el riesgo inminente que tiene la siembra de cultivos de marihuana en el territorio.
Las autoridades étnicas llegaron con su chonta -o bastón de mando- en mano hasta esa casa, y explicaron que desde hace tres meses se empezaron a multiplicar los cultivos de uso ilícito en el municipio. Esa es una de sus mayores preocupaciones sobre el territorio, que en este momento porque, dicen, no quieren que la situación se salga de control como ya pasó en municipios vecinos como Toribío o Caloto, que son ahora dos de los que más tienen siembras de marihuana y hoja de coca en el norte del Cauca.
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Por eso comenzaron el 1 de mayo de este año a visitar a la comunidad casa por casa, vereda por vereda. Para ir a algunas les toma más de siete días porque las distancias en estas montañas son mucho más extensas que las de las zonas urbanas. “Queremos que la gente sepa que estamos allí y que vea a sus autoridades en sus viviendas, escuchándolos y conociendo sus necesidades”, dijo otra de las autoridades minutos antes de empezar el diálogo con la familia de Serefino en la cocina, en la vereda de Loma Pueblito.
Los cinco Nejwes’x del territorio tienen agenda llena hasta mediados de enero de 2023. Visitarán las 5.500 familias que viven en todo Jambaló, desde la zona baja hasta el municipio, que queda en la parte más alta. El recorrido completo de la minga les tomará 246 días, según sus cuentas y si no se atraviesan imprevistos en los ocho meses que caminarán todo el territorio de lunes a domingo, con relevos entre los cinco para descansar en algunas fechas.
La nueva bonanza de la marihuana
Desde Jambaló se puede ver el Nevado del Huila cerquita, cuando el cielo se despeja y el sol se asoma. El pueblo está ubicado a 2.560 metros sobre el nivel del mar, lo que hace que su suelo sea casi infértil para sembrar hoja de coca, el insumo principal para el procesamiento de la cocaína.
En 2020, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en Jambaló había 39 hectáreas de coca, una cifra irrisoria comparada con otros municipios aledaños como El Tambo, que tenía 7.483, o Cajibío, con 355. De los cultivos de marihuana no hay registros oficiales, lo cierto es que de las 5.500 familias que viven en el casco urbano y las 35 veredas de Jambaló, 600 tienen cultivos, según el propio gremio de cultivadores de esa mata.
Cuando se habla de cultivos de uso ilícito en este municipio, la gente alza las cejas en silencio. Casi nadie quiere referirse a ese tema y aunque aseguran que los grupos armados no tienen una presencia significativa en el territorio, hay un ‘tire y afloje’ entre el gremio de cultivadores de marihuana y las autoridades étnicas, que además de oponerse a la siembra, en lo que va del año han realizado seis erradicaciones manuales en distintas veredas, una de ellas en Paletón, donde en enero de este año varias autoridades erradicaron dos cultivos. Justo allí comenzó el recorrido de la minga, que les tomó siete días. La comunidad contó que varios de los jóvenes a quienes les erradicaron cultivos a comienzo de año, están consolidando un proyecto avícola como alternativa de sustitución.
Sin embargo, dice que no deja de angustiarla pensar en la posibilidad de que vuelvan a sembrar, impulsados por las ganancias económicas que deja la marihuana: las personas solteras pueden sembrar 125 matas en casa y, si es una pareja, pueden tener hasta 250. De cada mata se pueden sacar entre 350 gramos y una libra en moños de marihuana, que es lo que se vende para procesar.
Por cada libra, a los cultivadores de esa zona les pagan entre $60.000 y $200.000, dependiendo de si el cultivo es orgánico o no. En promedio, cada uno saca entre 87 - 125 libras cada cuatro meses. Lo mínimo que gana un cultivador (soltero) en un año en esa región son $15 millones que, según ellos, quedan casi libres, porque apenas invierten unos $200.000 al año en abonos y pesticidas.
Esas son las cuentas que hacen los mismos cultivadores, que desde octubre del año pasado se organizaron en un “gremio”, que es como le llaman a la organización que se encarga de direccionar a quienes cultivan marihuana en el territorio y controlan el número de plantas que cada uno puede tener. También son quienes les proveen las semillas, los asesoran en la siembra, les cobran un valor por ingresar al “mercado” y, además, son quienes les hacen el “puente” con los compradores.
Los habitantes de Jambaló niegan que las personas del gremio pertenezcan a algún grupo armado. Los cultivadores explican que la razón por la que limitan el máximo de cultivo por persona es para controlar el precio de la marihuana, como regla básica de economía: a mayor demanda, menor precio. Colombia+20 intentó comunicarse con ellos, pero se negaron a dar entrevistas.
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Para los cultivadores, una de las ventajas de la marihuana es que para plantar 125 plántulas no se necesita una extensión de tierra significativa: se siembra en un terreno de 90 x 90 metros, que es menos de una hectárea. Mientras que para sembrar café, por ejemplo, que es el cuarto cultivo más rentable en el norte del Cauca (después de la coca, la marihuana y la amapola), se necesita por lo menos una hectárea de tierra para sembrar de 9.000 a 10.000 plántulas de café, que darán cosecha tres años después de poner las semillas. Luego, la cosecha es anual y salen entre 20 a 25 arrobas, que se pagan a $140.000 cada una, es decir unos $3.500.000 en el año (con una hectárea sembrada), sin contar el abono semestral que requiere el café y que cuesta 250.000.
Con las cifras nadie pelea. Ningún cultivo lícito puede llegar a ser tan rentable como los que se usan para fines ilícitos, entre otras cosas, porque el 70 % de la tierra de Jambaló (que representa unas 17.500 hectáreas), es de vocación forestal, por lo que la producción de alimentos es escasa y estos cultivos terminan siendo una solución a las necesidades.
Yina Montoya, una de las gobernadoras indígenas, explica que tras 30 años de procesos de erradicación y reaparición de la siembra, “hemos entendido que el problema no es erradicar la mata del suelo sino arrancarla de la cabeza y el corazón”.
La lucha por sustituir
Varias familias han elegido la sustitución como camino, pero no por el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) creado por el Acuerdo de Paz, que según ellos fue un fracaso porque les incumplieron. Lo hacen por convicción. Serefino es ejemplo de ello: hace casi dos años dejó de sembrar cultivos de uso ilícito en su finca, justo donde hicimos la entrevista, un terreno amplio donde ahora cultiva café y fique mientras intenta levantar un proyecto de piscicultura.
“Cuando tenía 17 años empecé a sembrar amapola. Yo la dejé a los 20 años porque, la verdad, se dejó de cosechar bien, ya la tierra no daba lo mismo y no era rentable. Luego intenté sembrar papa, zanahoria y otros cultivos de pancoger, pero también los dejé porque no hay a quién venderle. Después sembré marihuana porque, ante la necesidad, era lo que veía más rentable, pero la dejé porque me la erradicaron y uno corre mucho riesgo por los grupos armados”.
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Serefino prefiere no decir a qué tipo de riesgos se refiere, lo cierto es que en el norte del Cauca una de las estructuras armadas más consolidadas es la Dagoberto Ramos, un grupo de las disidencias de las Farc que antes de la firma del Acuerdo de Paz era el Sexto Frente de esa guerrilla y cuya renta principal ahora es el narcotráfico. Aunque las zonas de más presencia son los municipios de Toribío, Corinto y Miranda (el triángulo del narcotráfico del Cauca), su control es invisible y silencioso en Jambaló, un municipio que en 1985 vivió una masacre perpetrada por el Sexto Frente, que acabó con la vida de cinco hombres y un niño pequeño de cinco años.
La guardia indígena de este municipio dice que el Acuerdo de Paz sí sirvió en Jambaló; aseguran que se silenciaron las balas y los hostigamientos entre 2016 y 2020, período en el que no se registraron hechos violentos por el conflicto armado. En los dos últimos años, dicen, se han reorganizado los grupos armados en la zona y el crecimiento de cultivos de uso ilícito ha llevado a que las disidencias de las Farc comiencen a ejercer control sobre esas rentas. Por eso, la necesidad de las autoridades indígenas de oponerse radicalmente a los cultivos de marihuana en su territorio, porque saben que con la mata, llega también la muerte.
A pesar de ese contexto, Jambaló es un pueblo en el que se puede caminar de noche. Aunque la mayoría de locales comerciales cierran sobre las 7 p.m., hay una tienda que, aunque pequeña, está bien abastecida justo en frente de la cancha de fútbol y que tiene servicio hasta las 10 p.m. Venden casi todos los productos de supermercado, menos frutas y verduras. Tienen tres sillas afuera del negocio y varias personas llegan antes del cierre a abastecerse de cerveza o de aguardiente caucano. La mayoría compra para llevar a casa, pero otros se “parchan” en las bancas del parque principal a beber a esa hora de la noche, con la neblina y la brisa helada sobre los ojos.
El negocio de doña Carmenza* también cierra tarde entre semana. Vende perros calientes, hamburguesas y chorizo santarrosano “traído de Cali”, dice entre risas cuando alguien le pide uno. Ella, oriunda de Silvia (Cauca), cuenta que lleva 17 años viviendo allí y que le han tocado los episodios más difíciles de la guerra. “La última vez que se vivió algo así violento fue hace dos años (2020), que lanzaron una granada contra la estación de Policía que queda aquí cerquitica”, asegura y señala con el dedo la calle.
Nunca supieron qué grupo fue, según ella. O quizás sí, pero es mejor no decirlo por seguridad.
Ese negocio de comidas rápidas le ha salvado la vida, no solo por ser su principal fuente de ingreso sino también porque allí se ha resguardado de enfrentamientos que podrían haberle costado la vida. Se refiere a uno en 2013 que hubo entre el Ejército y el Sexto Frente. Cierra los ojos, frunce el ceño y recuerda cómo las balas caían sobre el techo. “Eran como las 10 de la noche cuando sonó una explosión. Yo cerré rápido el local y con la gente que estaba aquí adentro nos tiramos al piso. Las balas sonaban cerquita. Nos tocó amanecer acurrucados en la cocina, el enfrentamiento duró como tres horas”.
Luego, nos contó que tuvo que sacar del municipio a uno de sus cinco hijos para evitar que se lo llevara la guerrilla en 2014. Tenía 13 años, estudiaba en la escuela del pueblo y ya le habían advertido que se lo llevarían. Habían visitado la casa varias veces y lo tenían “fichado”, como dice. Una organización sin ánimo de lucro le ayudó para que lo sacaran hacia Santander de Quilichao donde siguió estudiando en el colegio. “Ahora sueña con ser médico, pero vamos a ver si se da la oportunidad”, susurra con un tono esperanzador, pero dice que la situación con los jóvenes está difícil en el municipio. “Uno ahora casi no ve oportunidades para ellos”.
El problema del consumo
Esa problemática la dimensiona bien William Pitro, otra de las autoridades indígenas del territorio, que explica que uno de los asuntos más importantes para entender la realidad del municipio hoy fue su crecimiento poblacional en los últimos cinco años. El 40 % de la población no sobrepasa los 20 años. Hay 7.700 muchachos entre los 14 y los 20 años en el municipio, y al riesgo por reclutamiento, ahora los colegios advierten que el consumo temprano de sustancias psicoactivas está disparado. “Tenemos en promedio 440 jóvenes entre los 10 y 15 años que están consumiendo marihuana”, señala.
Por eso, la apuesta principal ha sido buscar alternativas para ocupar el tiempo libre de los jóvenes. Cuando pasen los 246 días de Minga Hacia Adentro reescribirán el Plan de Vida de la comunidad, según las nuevas necesidades que hayan identificado. Ya tienen una idea: consolidar un fondo rotatorio para financiar los proyectos productivos. Los Nejwes’x mencionan que, aunque este es un problema estructural del país que no resolverán en los dos años que les quedan como autoridades, lucharán por mantener a Jambaló como el municipio del norte del Cauca que más le ha hecho resistencia a los cultivos ilícitos en los últimos 20 años.
*Nombre cambiado por seguridad de la fuente