Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Por Sebastián Forero (@SebastianForerr) y Edinson Bolaños (@eabolanos)
Debían ser casi las 5:00 p.m. cuando Gladys Betancourt vio a su hijo con vida por última vez. Se encontraron en la escuela de la vereda Santa Catalina, de Samaniego, para devolver allí la base de un parlante que les habían prestado. “Mijo, no se vaya a poner a tomar tanto”, fue la recomendación que le hizo a Óscar Andrés, quien ya partía para el asado que él mismo había organizado días atrás y para el que le había pedido prestada la casa a una tía que vive en esa vereda. Gladys arrancó para la cabecera del pueblo por la misma vía por la que habría de pasar presurosa en su moto unas cinco horas después, cuando su sobrina, escondida debajo de la cama de una habitación de la casa, la llamó para avisarle que estaban “echando bala y matando a los muchachos”.
Ese sábado 15 de agosto iban a ser apenas dos meses desde que Óscar Andrés Obando Betancourt, de 24 años, había regresado al pueblo, tras acabar cuarto semestre de Deportes en la Escuela Nacional del Deporte, en Cali. No se quedó en la capital del Valle para pasar la cuarentena con su familia en Samaniego. Regresó con ellos, entre otras, porque le pidieron que regresara pues a su abuela Socorro, dueña de la casa donde se hizo el asado, un cáncer de útero la tenía postrada en una cama. Falleció en esa misma vivienda apenas el 23 de julio pasado.
(Lea: Ante la violencia, Samaniego acude a la resistencia social)
A las 9:58 pm. de ese sábado, el profesor Jesús Quintero se enteró que en la casa de la vereda Santa Catalina donde estaba su hijo, Joan Sebastián Quintero, se había escuchado una balacera. Inmediatamente salió de la casa, tomó su vehículo y empezó a escuchar a lo lejos las sirenas de la ambulancia de los bomberos. Ahí se desesperó, pero también sintió que se le fue todo el miedo. La madre de Joan, que ya no es la esposa del profesor Jesús, era quien lo había llamado a su celular. “¿Sabes algo? Es que se escuchó una balacera”, le dijo. Jesús lo único que temía, después de las 4 de la tarde cuando Joan ya iba para la fiesta por invitación de Óscar Andrés, era el regreso en moto porque en el trayecto existe un puente angosto en el que podrían caerse cuando decidieran conducir embriagados. Sin embargo, a medida que se iba acercando a la finca donde estaba su hijo, lo único que veía eran motos que bajaban rápido, alumbrando como luciérnagas hacia el casco urbano de Samaniego: eran los sobrevivientes de una masacre que estaba por presenciar.
Con Óscar Andrés eran muy amigos de infancia, desde cuando jugaban en las escuelas de fútbol del pueblo hasta que cada uno cogió su rumbo, aunque nunca dejaron de creer que podían ser futbolistas profesionales. Joan Sebastián entró a la escuela de Boca Juniors en Pasto donde tomó un vuelo importante hasta llegar a una escuela de fútbol en Cali. En 2014 llegó al Club Deportivo Montenegro en el departamento de Quindío, donde fue dirigido por el profesor Marco Andrés Arias, quien lo ubicó de volante creativo ya que gozaba de gran habilidad con la pelota y tenía una buena pegada. En esa época y con 18 años logró coronarse campeón del torneo nacional Interclubes en la categoría sub23 de Difutbol y también de la Copa Telecafé. “Después de eso hubo la posibilidad de que él llegara a Argentina, pero toqué las puertas del Gobierno y no hubo forma”, dice el profesor Quintero, quien es el coordinador académico de una institución educativa en Samaniego.
A Óscar Andrés le ocurrió algo similar. Antes de empezar a estudiar en Cali, persiguió hasta donde pudo su deseo de ser futbolista profesional. Aún estando en el colegio, salió de Samaniego para la capital de Nariño a probar suerte en la escuela de menores del Deportivo Pasto. “La idea era que el Pasto lo viera jugar, pero para que los empresarios, el técnico y los administrativos se fijaran en él había que tener plata, amistades”, cuenta un primo que lo recibió en la capital de Nariño durante los casi dos años que jugó allí. Aunque no logró clasificar, lo convocaban para jugar en los equipos de Samaniego y del departamento de Nariño.
(Lea también: Clamor de justicia en Samaniego)
Pese a que intentó estudiar Ingeniería Electrónica en Pereira, donde vivía su hermana Eliana y su hermano José Miguel, reafirmó que lo suyo era el deporte y por eso se fue a Cali. “Como a uno le queda difícil mantenerlos en distintas ciudades, entonces los tres se fueron para Cali”, dice su madre. El 28 de diciembre de 2018, José Miguel Obando, hermano mayor de Óscar Andrés, falleció en un accidente al caerse de un balcón. De esa muerte, dice Gladys Betancourt, su otro hijo nunca se recuperó.
A Sebastián Quintero lo recibió su padre un diciembre en Samaniego para decidir qué iban a hacer. Se decidió por el estudio y empezó con ingeniería de procesos en la Universidad Mariana de Pasto, una carrera novedosa, dice su padre. Al final, como Quintero era directivo docente, tenía los recursos para darle el estudio. Dos semanas atrás de la tragedia, había empezado clases virtuales en cuarto semestre. Desde marzo pasado regresó por la pandemia a casa, igual que muchos de sus amigos de infancia, como Óscar Andrés. El miércoles anterior, en esa misma casa de la vereda Santa Catalina, hicieron otra fiesta, más pequeña. Eran los amigos de salir de fiesta, de jugar fútbol, de toda la vida.
Poco antes de las 10:00 p.m. de ese sábado, límite que había puesto la dueña de la casa para el asado, hombres encapuchados y con armas largas irrumpieron en la finca y, según han dicho a los familiares de las víctimas, insultaron a los jóvenes que estaban allí, los obligaron a acostarse boca abajo y les dispararon. Algunos jóvenes intentaron correr, pero los alcanzaron las balas. En ese momento, escondida debajo de la cama y con los hombres armados aún en la finca, fue cuando la hija de la dueña de la casa llamó a su tía Gladys y la alertó de la masacre. Esta última y su hija Eliana abordaron su moto y arrancaron a toda velocidad por la vía hacia la vereda. A mitad de camino se encontró con dos jóvenes que le hablaron de algunos amigos asesinados y le dijeron que atrás venían los bomberos con su hijo herido. Pasaron los bomberos y ella dio la vuelta y se fue detrás de ellos hasta el hospital.
En cambio, el profesor Jesús Quintero encontró vivo a su hijo Joan Sebastian en la finca de la masacre. Se le vinieron todas las imágenes que había vivido con su hijo y lo montó al carro. Hizo el mismo trayecto, pero ahora de regreso a la cabecera de Samaniego. Pensaba que los ruegos que había susurrado cuando salió de la casa al encuentro de su hijo no se habían cumplido: “yo lo único que le pedía a Dios era que me diera valor y que mi hijo estuviera bien”, dijo. Ya en el hospital, Joan Sebastián fue conducido a la sala de urgencias y él se quedó en el pasillo rememorando las imágenes más íntimas que tuvo durante 24 años con él. El médico lo preparó para remitirlo al municipio de Ipiales, a un hospital de más nivel, para intentar salvarle la vida. En ese momento el galeno le dijo a Quintero que eran mínimas las posibilidades de que llegara con vida. La ambulancia arrancó y él se quedó revolviendo sus pensamientos de cuando su hijo jugaba en la selección de fútbol de Samaniego y cuando intentó viajar a Argentina para ser un profesional con el balón.
(En imágenes: Así fue la despedida de los jóvenes asesinados en Samaniego)
Al hospital Lorencita Villegas de Santos, en la cabecera de Samaniego, a donde llevaron a Joan Sebastián y a Óscar Andrés, también llegó con vida Laura Michel Melo Riascos, la única mujer que murió en la masacre. Realmente, ella no quería ir a la fiesta, contó Karina Ibarra Riascos la prima que vivía con ella en el pueblo. Al otro día, como todos los domingos, debía salir temprano a vender con su prima tortas y postres en las calles de Samaniego. Pero sus primos la convencieron.
Le tenía miedo a la calle porque a su padre lo asesinaron en las calles de ese pueblo hace cinco años, cuando trabajaba como mototaxista. Después supieron que se trató de un atentado contra el hombre que él transportaba en su motocicleta. Laura Michel vendía postres porque quería estudiar medicina y su madre trabajaba como aseadora en casas de familia para ayudarle. Lograron juntar el dinero para pagar el premédico en la Fundación Universitaria San Martín, en Pasto, que había empezado este año.
En el momento en que llegaron los armados, su primo, que había ido con ella al asado, estaba en el baño desde donde escuchó los disparos. Juntos salieron para la fiesta hacia las 5:00 p.m. y juntos debían volver. Pero llegó sólo él. En vez de volver al patio de la finca, se escabulló por entre los cafetales que rodean la casa y emprendió camino de regreso al pueblo. Llegó hasta su casa y alertó del crimen.
Cuando los familiares de su prima llegaron al hospital, Laura Michel estaba todavía viva. Sin embargo, instantes después falleció allí junto con Óscar Andrés Obando. En la finca quedaron muertos Daniel Vargas, Bairon Patiño, Rubén Darío Ibarra, Campo Elian Benavides y Brayan Alexis Cuarán. En la ambulancia camino a Ipiales murió Joan Sebastián Quintero.
Su padre esperó en el hospital hasta que volvió a escuchar las sirenas que sintió cuando le avisaron de la balacera al salir a buscarlo. Esta vez, las volvía a escuchar porque presentía que no había alcanzado a llegar a Ipiales. Tenía razón.
Ahora solo le resta hacer respetar su dignidad y la de su hijo, pues dice que está sentido porque desde el Gobierno han tildado la masacre como una vendetta de narcotraficantes. Se refiere a la declaración del general Jorge Vargas, director de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional, quien hizo esa afirmación. La periodista Salud Hernández también dijo lo mismo, incluso, que Bairon Patiño era el contador de un narcotraficante que habían asesinado a mediados de junio en ese municipio. Sin embargo, su padre, Carlos Patiño, otro docente de Samaniego, dice que eso es una calumnia.
Al profesor Carlos le avisaron a las 9:40 pm., hace ocho días. Le dijeron que había ocurrido una tragedia. “El pueblo es pequeño, aquí todo mundo tiene mi celular porque ni yo ni mi hijo tenemos nada que esconder”, responde con un tono agrio de desdicha ante la muerte y la estigmatización. “Todos eran grandes futbolistas en su municipio, cuatro de ellos integraron la selección de Samaniego y fueron aclamados en un estadio”, añade. Bairon hacía un año había terminado la carrera de contador público en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD), y esperaba su tarjeta profesional para ejercer. Pero ni él ni ninguno de los muchachos tiene que ver con el narcotráfico, añade. Precisamente, este sábado esperan entregarle al presidente Iván Duque, en su visita a Samaniego, un pliego de peticiones en el que le solicitan que no dañen el nombre de sus hijos haciéndole creer al país que se trataba de una banda de narcos. “No, eran futbolistas”, termina Patiño.
Una fiesta de narcotraficantes que terminó en masacre sí se había registrado en la zona rural de Samaniego, pero hacía dos meses. El 13 de junio pasado, en la vereda Yunguilla, un narcotraficante conocido como ‘El Cuy’ (al que se refiere Salud Hernández) fue asesinado en medio de una masacre cuando celebraba el Día del Padre con sus allegados. Ese día, incluso, cantó una artista de música popular de Samaniego. “En este caso, con estos muchachos no cabe la suspicacia. Son muchachos que si hubieran querido hacer mal, se quedaban en Samaniego, pero no, a los muchachos los mandaron a estudiar a otras ciudades porque saben que acá o se van para grupos armados o a coger coca y vivir bacano para arriba y para abajo. Pero ellos ninguno tenía carro, son muchachos que para tomarse un trago hacían la vaca”, sostiene uno de los familiares de las víctimas y periodista en la región.
La mejor demostración de lo que el fútbol significaba para los muchachos asesinados en la vereda Santa Catalina la dieron los integrantes de los clubes de fútbol de Samaniego. En la cancha del pueblo, le hicieron camino de honor al ataúd que llevaba el cuerpo de Campo Elian Benavides, otra de las víctimas de la masacre. El joven de 19 años, quien cursaba el último año del bachillerato, estaba a la espera de emprender un viaje a México para intentar con un equipo de fútbol de ese país. En ese sentido homenaje, todos los muchachos presentes tocaron el balón hasta que cruzara la línea de gol y se abalanzaron, llorando, sobre el cajón de su compañero.