La sonrisa de Doña Tuta: denuncia desde Noanamá, en el Medio San Juan chocoano

La historia de una líder social en el Chocó que asegura que como no han podido asesinarla le han hecho un montaje judicial para callarla.

Ramón Campos Iriarte*
15 de noviembre de 2019 - 11:00 a. m.
Doña Tuta nació en Noanamá y toda la vida ha trabajado en su Chocó.  / Video: Travesía
Doña Tuta nació en Noanamá y toda la vida ha trabajado en su Chocó. / Video: Travesía
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Más allá de los tristes titulares que anuncian, día tras día, la muerte violenta de líderes sociales en todo el país, existe una guerra silenciosa de persecución que muchas veces antecede al atentado físico. Acusaciones, rumores, procesos judiciales y montajes son la munición simbólica que comienza a acabar la vida de los que defienden los intereses de las comunidades, el medio ambiente y los derechos humanos.

En los territorios alejados de la Colombia urbana, donde no hay presencia estatal, los líderes que se enfrentan a las mafias del narcotráfico y la minería ilegal, a las maquinarias politiqueras y a los grupos armados viven a merced de la violencia. No existe respaldo alguno, ni reconocimiento institucional a su labor —salvo de parte de algunas ONG y entidades internacionales—, por lo cual el trabajo valioso de estas personas se torna aun más complicado y peligroso.

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En el Medio San Juan chocoano se juntan varios de los males que dejan décadas de guerra y desgobierno. Un completo abandono de las poblaciones, que viven sin luz, agua potable ni asomo de infraestructura ha empujado a muchas familias a depender de la minería ilegal o de sembrados de coca, o simplemente a huir de la precariedad y asentarse en Cali o Medellín. En el Medio San Juan está Noanamá, una pequeña población ribereña con calles de barro y casas de madera machare y peine mono, que es el hogar de Jesusita Moreno, una incansable líder afro a quien apodan con cariño doña Tuta.

Doña Tuta nació en Noanamá y toda la vida ha trabajado en su Chocó. Fue registradora municipal durante varios años a finales de los 70, luego trabajó con la autoridad ambiental del departamento, Codechocó y, de manera paralela, a lo largo de su carrera profesional, nunca interrumpió su trabajo de acompañamiento y gestión con las comunidades afro e indígenas.

El Medio San Juan ha sido un territorio lejano para el resto del país e ignorado por los políticos. Como un lugar donde “los días pasan lentos como la vida” lo describía Alfredo Molano Bravo en 1994, cuando la entrevistó para la serie televisiva Travesías. Ante la cámara, hace 25 años, Jesusita —cuya estética evocaba las míticas luchadoras del Black Panther Party— conversó con Molano: “Por medio de la organización, nosotros hemos aprendido a trabajar en conjunto, entre comunidades, entre las dos etnias, indígenas y negros”, decía con decisión. “Ya somos conscientes del problema que tenemos y todos luchamos, ahorita luchamos por lo nuestro: nuestro territorio, que es lo más importante para nosotros”. Poco ha cambiado .

Hoy, doña Tuta sigue recibiendo en el porche de su casa a los pocos periodistas que se aventuran a visitar su tierra. Las largas charlas a la luz de un bombillo débil alimentado por una planta eléctrica se aligeran con uno que otro trago de viche, que pasa por la garganta como si fuera gasolina. Tuta guarda en su alacena una mezcla secreta de alcohol y yerbas para cada ocasión. Y a menudo, en la oscuridad de la noche, se ve pasar a lo lejos la lucecita titilante de un dron del Ejército, que les recuerda a los contertulios que están trasnochando en una zona de guerra.

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El río San Juan, que nace en el cerro de Caramanta, en el triángulo fronterizo de Antioquia, Risaralda y Chocó, y muere en su delta de Siete Bocas, justo al norte de Buenaventura, conoció el conflicto armado en la primera década del 2000, cuando las Farc desplegaron un frente a lo largo del río. Poco tiempo después, también llegó el Frente Occidental del Eln y, desde entonces, la autoridad allí ha sido la insurgencia que hasta ahora no ha tenido competencia alguna por parte del Estado.

A unos metros de la casa de doña Tuta queda el convento de la hermana Carmen Palacio y sus misioneras Lauritas, quienes, a falta de un puesto de salud, comparten la responsabilidad de cuidar a cuanto enfermo se aparezca en su portón. La hermana Carmen, conocida y respetada por toda la región, secunda a Tuta en su labor humanitaria de mantener a raya a los que ella llama “los dueños del río”, aquellos que portan armas e imponen el orden en la zona, sin importar el bando.

A punta de mediaciones y exigencias, doña Tuta ha logrado mantener algunos compromisos por parte de los armados. Por ejemplo, ningún combatiente debe entrar portando armas ni insignias al pueblo, ni tampoco se permiten campamentos ni acciones militares cerca de los caseríos. Además, doña Tuta también ha logrado que en los retenes que montan sobre el río no se acose a los pobladores, que no les decomisen el mercado ni la gasolina.

En medio del conflicto, esa labor nunca ha sido fácil. A Jesusita Moreno la han acusado de muchas cosas: de ser amiga de la guerrilla, de ser amiga de los paramilitares, de ser agente del Estado y hasta de bruja —esta última, en la profundidad de los territorios afro, es quizá la acusación más temeraria—. Pese a que su liderazgo en causas sociales ha sido reconocido por la Secretaría de Educación Departamental del Chocó y la Defensoría del Pueblo, doña Tuta teme que se esté fraguando un falso positivo judicial en su contra, en medio de una creciente militarización del Medio San Juan, que ordenó el Gobierno.

(Vea: (Video) Los líderes sociales que aún resisten: Chocó)

Como era de esperarse, la presencia permanente de tropas del Ejército y de los barcos artillados de la Armada en el San Juan nada ha mejorado la vida de esos pueblos olvidados, que siguen sumidos en la más estricta pobreza. A Noanamá, que está en plena zona roja, tuvo que llegar una comisión de la OEA, en agosto pasado, a verificar si los militares infringían el derecho internacional humanitario al acampar dentro del pueblo, tentando una tragedia. Es difícil de entender por qué el Estado insiste en una estrategia netamente militar en regiones que claman por una mínima dosis de inversión social.

Durante esta temporada electoral, llegó a Noanamá un supuesto comunicado de la Fiscalía, acusando a doña Tuta de colaborar con la guerrilla para impedir que los candidatos a la Alcaldía del Medio San Juan hicieran proselitismo político en las comunidades del litoral. En el panfleto, cuya falsedad se constató, se acusa a la líder chocoana de propiciar atropellos de “grupos al margen de la ley” en contra de los pobladores de la zona, aseveración cínica, tratándose de alguien que ha dedicado su vida justamente a lo contrario. Y aunque el señalamiento no tenga validez jurídica, pues doña Tuta no tiene asuntos pendientes con las autoridades, el documento forma parte de una estrategia malintencionada que la pone, obviamente, en peligro real.

Por su parte, el Gobierno, en lugar de ver a los líderes sociales como aliados para el empoderamiento institucional del territorio, ha tendido a antagonizar con su actividad y sus demandas, a evadir su responsabilidad de acompañamiento, y hasta, en el peor de los casos, a señalarlos. Así, la soledad y la constante persecución amilanan incluso al más valiente. “Ya me siento agotada y a punto de tirar la toalla”, confiesa doña Tuta con resignación, añadiendo que hay mucha preocupación en varias poblaciones por este amedrentamiento.

Actualmente, el guión de esta guerra silenciosa en contra de los líderes territoriales y defensores de derechos humanos se repite en muchas regiones de Colombia. La intimidación, tal como la muerte de los mil y un cortes de la China antigua, va desgastando hasta destruir los procesos que líderes y lideresas construyen en el interior de sus comunidades, incluso antes de llegar la bala que silenciará para siempre su lucha. Una imagen de doña Tuta cargando un hijo y con una sonrisa enorme cerró el programa de Molano en el 94, “Y así, dijimos adiós. La sonrisa de Jesusita nos acompañó mucho tiempo.”

*ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

Por Ramón Campos Iriarte*

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