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En los últimos tres años se desplazaron 42 mil personas del Bajo Cauca en Antioquia. Como si no hubiera sido poca la intensidad del conflicto armado en los años 2000, muchos habitantes creen que la época más violenta es la que están viviendo en la actualidad, así se hable de que Los Caparrapos estén cerca de perder la guerra con las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y que con ello llegue un tiempo menos convulso.
Entre 2018 y 2020 se desplazó el 20.7% del total de personas registradas de esa región desde 1985. Cáceres y Tarazá representan los casos más dramáticos. Del primero huyeron 11 mil personas y del segundo, 16 mil. La Defensoría del Pueblo dice que en estos tres años hubo 25 desplazamientos masivos, sin contar las familias que huyeron en silencio. Un promedio diario de 39 personas desplazadas.
¿Por qué pervive el conflicto armado en esta región?, fue una de las preguntas que se hicieron investigadores del Instituto Popular de Capacitación (IPC) de Medellín en el informe Segregación y vaciamiento: una estrategia del capital y los armados para ordenar y explotar el Bajo Cauca, que entregaron a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y que socializaron en el municipio de El Bagre el 11 de junio.
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Una economía de enclave
Dice el informe que desde la Colonia hubo flujos de población en búsqueda de nuevas tierras y que allí confluyeron sabaneros de Córdoba y Sucre con montañeros del interior de Antioquia, que el oro se explota desde hace quinientos años y que desde siempre se trató de un territorio de frontera, desconectado de la economía nacional. Para el Estado, y una clase económica y política de Medellín, era una economía de enclave de la cual extraía recursos naturales en detrimento de la inversión social, económica y de infraestructura.
“Es una economía en la que se ha privilegiado la extracción aurífera y la ganadería, que son actividades productivas que generan poco trabajo y que necesitan de grandes extensiones de tierra, sin generar desarrollo para las comunidades. Se sobrepone también el narcotráfico que, siendo ilegal, también es una economía de enclave, porque no genera un dividendo ni un superávit para el Bajo Cauca”, dice Carlos Andrés Zapata, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos y Paz del IPC e investigador principal del informe.
Para 2019, de las más de 848 mil hectáreas del Bajo Cauca, 360 mil estaban tituladas y solicitadas para la minería, 441 mil eran pastos para la ganadería, y cerca de cinco mil hectáreas tenían cultivos ilícitos como la coca.
Señala el informe que la concentración de la propiedad “ha generado una presión sobre los pobladores que otrora fueron colonos campesinos, presión que se manifiesta en una ocupación de las zonas montañosas y de especial protección.” Al ya no tener hacia donde más moverse, lo que se empieza a dar desde la segunda mitad del siglo XX “es un vaciamiento del territorio, que para la década de los ochenta se empieza a representar a través de desplazamientos forzados de las personas, algo que en la actualidad se mantiene”.
Para Carlos Andrés Zapata, mientras no se transite a economías más democráticas seguirán las conflictividades fuertes en el territorio. Un punto que concluye el informe, cuando asegura que “si no se realiza un ordenamiento territorial que incluya a todos los pobladores y demás intereses sobre el territorio (en otras palabras, si no se realiza una negociación del ordenamiento del territorio en el que confluyan todos los actores, y principalmente las comunidades que le han dado un sentido de pertenencia por encima del de propiedad), no se podrá construir una verdadera paz sostenible con perspectiva territorial.”
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Actores armados y organizaciones sociales
Mientras que el Bajo Cauca ha sido concesionado a la iniciativa privada, al entregar títulos mineros a perpetuidad a multinacionales, como Mineros S.A., propietario y ordenador de la cuenca baja del río Nechí desde 1974, y tierra a terratenientes, bajo la lógica de que ellos generan empleo, el Estado ha priorizado su presencia con las fuerzas militares. De ese abandono estatal bebieron las guerrillas desde los años 60, al suplir las demandas de seguridad y justicia y el acceso a la tierra en terrenos baldíos; y los paramilitares al enfrentarse a los primeros y disputar el control de las economías ilícitas.
Durante ese conflicto armado, dice el Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH, en el Bajo Cauca hubo 42 masacres, 234 casos de secuestro, 2.033 asesinatos selectivos y 3.820 víctimas de desaparición forzada. Y, según la Unidad de Víctimas, hay 203.318 casos de personas afectadas por el conflicto, es decir, el 80% de la población.
A la par que aumentó el conflicto se redujeron las movilizaciones, paros y mítines. Entre 1960 y 1990 en el Bajo Cauca hubo 53 movilizaciones, paros y mítines. Uno de los más recordados es el Movimiento 27 de febrero de 1985, el cual bloqueó carreteras y actividades mineras por dos meses para reclamar construcción de escuelas, hospitales y vías, y facilidad para obtener préstamos en la Caja Agraria.
Luego de la desmovilización de los grupos paramilitares en 2007 resurgieron los movimientos sociales, pero hoy de nuevo, especialmente las juntas de acción comunal, son las más afectadas por la violencia en las zonas rurales de los municipios de la región.
A esto se le suma una subrepresentación política del Bajo Cauca, que ha favorecido a políticos de Córdoba y Sucre. Dice Carlos Andrés Zapata que “a pesar de tener una población de 260 mil habitantes, un censo electoral para poner tres representantes a la Cámara, el Bajo Cauca no ha tenido representación. En la Asamblea tampoco la tiene”, además cuestiona la corrupción de los alcaldes electos de esa región, pues en los últimos 20 años, 12 mandatarios locales fueron condenados por concierto para delinquir y delitos contra la administración pública, como celebración indebida de contratos y peculado. Tres de ellos fueron elegidos de nuevo en municipios como Nechí, Tarazá y Caucasia.
Recomendaciones
El informe le presenta 16 recomendaciones a la Comisión de la Verdad. Entre estas está que se construya una política de inclusión y respeto a la diversidad étnica y cultural del Bajo Cauca, que las integre en un proyecto de desarrollo regional; deben promoverse políticas de retorno, ante el éxodo masivo de la población.
Pero lo anterior solo puede darse si se cumple con el punto uno del Acuerdo de Paz, de manera que se garantice la formalización y el acceso a la tierra de pequeños campesinos y de las comunidades étnicas; que se promuevan estrategias para el fortalecimiento de la economía campesina, que se haga un nuevo reordenamiento del territorio y que se replantee la política antidrogas, la cual alimenta la violencia en la región. En ese sentido, sugiere la investigación que se le debe cumplir a las familias vinculadas al Plan Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, Pnis.
Con relación a la minería, el informe recomienda hacer estudios que permitan establecer el pasivo ambiental que la minería ha dejado en el territorio, que se recuperen las tierras y que se analicen las implicaciones de la privatización de la fuerza pública, “es necesario abrir el debate en torno a si es ético destinar recursos de la seguridad pública a la protección de bienes privados y no de la población civil, con los batallones especiales energéticos y viales”.
Para finalizar, recomiendan mantener la puerta abierta a un proceso de paz con el ELN y procesos de sometimiento de organizaciones criminales, que permitan desmantelar los actores armados ilegales.
Esto coincide con la opinión de un líder social de Tarazá, para quien se debe hacer una consolidación territorial, social y cultural. “Porque si seguimos a punta de plomo lo que va haber es muertos, muertos y muertos, y más plomo. Entonces debe haber una concertación integral y un trabajo psicosocial grande para que haya una transformación”, dice.
Con menos palabras, otro líder asegura que “la única reparación es que el Estado entre”.
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