Las mujeres rurales reviven violencias de la guerra en medio de la pandemia
En departamentos como Chocó, Putumayo y Cauca el confinamiento por el COVID-19 ha aumentado y evidenciado la violencia dentro de sus hogares. También por razón del conflicto armado que sigue activo en sus territorios.
Beatriz Valdés Correa - @beatrijelena
Durante la guerra las mujeres afrodescendientes del norte del Cauca tuvieron que estar solas. Ya no se podía salir al campo con las amigas, o al río con las vecinas, o a una reunión de planeación de la vida comunitaria. Ya no se podían juntar. Y peor, cada una tenía que sufrir por su lado. El dolor no se podía compartir porque los paramilitares les tenían prohibidas las juntazas, pues las tildaban de guerrilleras. Hoy esas mismas mujeres, que llevan más de 10 años en proceso de reconstrucción, memoria y trabajo conjunto, están nuevamente solas a causa del aislamiento decretado para evitar el contagio del COVID-19. No se pueden tocar ni ir a visitar. No pueden ir libremente a sus fincas a cultivar yuca, maíz o fríjol, ni pueden ir al río a recoger oro con sus bateas, ni pueden ir a las cabeceras municipales a venderlo para comprar azúcar, sal o aceite. La pandemia las hizo volver, de otra manera, a esos tiempos.
Mientras tanto, el conflicto en el departamento no merma. Los actores armados siguen traficando armas y drogas, los líderes y las lideresas siguen siendo asesinados y ahora, incluso, son estos grupos ilegales los que imponen el control de la pandemia. Es su directriz el hecho de que nadie pueda estar en la calle después de las dos de la tarde, aunque salga una sola persona, aunque salga a su propia finca. Esto no se traduce en cuidado, pues siguen victimizando a las comunidades. Y para las mujeres hay un impacto diferenciado.
“Las violencias de la guerra continúan, especialmente la violencia sexual, que está muy compleja. Sigue sucediendo por parte de actores armados y requerimos que se les garanticen los derechos a las mujeres, entre esos las condiciones para la denuncia. Porque denunciar así es ponerse la lápida encima”, dice Clemencia Carabalí, líder de la Asociación de Mujeres Afrodescendientes del Norte del Cauca (Asom). “Nosotras tenemos tres psicólogas en el equipo y todos los días están recibiendo entre cuatro y cinco llamadas de necesidad de apoyo. Mujeres llorando, que están pasando situaciones muy complejas al interior del hogar. Incluso que no tienen garantizado montar la olla para sus hijos”.
(Le puede interesar: La pobreza rural, peor para las mujeres)
Las mujeres que integran esta organización sufrieron múltiples violencias en los años más duros del conflicto, desde el asesinato y la desaparición de sus familiares hasta la violencia sexual y el desplazamiento forzado. Hoy, agrupadas, permanecen en el territorio a pesar del panorama descrito.
Lo que sucede en el Cauca no es distinto a lo que están viviendo mujeres en departamentos como Putumayo y Chocó, y regiones como Urabá. Durante una conversación virtual sobre género y ruralidad, organizada por la organización Corewoman y la Universidad Javeriana, Nancy Sánchez, coordinadora de la Alianza de Mujeres Tejedoras de Vida de Putumayo, denunció que el confinamiento ha afectado a las mujeres del departamento en materia organizativa, económica y política. Además de que los niveles de violencia están incrementando.
“Tenemos una línea de atención habilitada hace menos de dos semanas y ya hemos recibido siete casos que nos tienen impresionados”, dijo Sánchez. “Una mujer que casi la ahorca el tipo porque ella quiere trabajar y hacer su vida económica. Una niña que, desde los 15 años (ya tiene 18) no se ha dejado violar del padrastro. Una abuelita de 75 años que su nieto de 15 años con problemas de drogadicción la maltrata y la golpea. Además de otros, como el de dos niñas a las que supuestamente un tipo mafioso de aquí las está violando constantemente en frente de su madre”, explicó. Esto sucede en medio del contexto de narcotráfico, coca y actores armados que persisten en el territorio. “Hay unas alianzas gravísimas con mafia, disidentes de las Farc y lo que dicen ahora las comunidades es que no pueden movilizarse, les han prohibido hasta los celulares. Hay un control sobre las mujeres, que están temerosas. Tenemos un número importante de lideresas en riesgo”.
(Lea también: ¿Cómo fue ser mujer en los peores años del conflicto en el Catatumbo?)
Además de esas violencias basadas en género, aparece también la disminución drástica de sus ingresos. La mayoría de estas mujeres se dedican a la agricultura, a la minería y a la comercialización de productos, como artesanías, y ya no pueden trabajar. En Putumayo, por ejemplo, las promotoras comunitarias reportaron que al menos 300 mujeres están en una situación económica grave por causa del aislamiento. En Riosucio (Chocó) sucede lo mismo, y también a mujeres oriundas de este territorio que, por el desplazamiento forzado se vieron obligadas a ser empleadas domésticas y fueron despedidas al inicio de la cuarentena.
Yolanda Perea, lideresa de mujeres víctimas de violencia sexual, dice que “las mujeres de Riosucio con las que yo trabajo necesitan alimento. Están en el campo, pero llegó el río, creció y les mató los animalitos que tenían. El río se desbordó, hubo palizadas por todos lados. No podían salir ni entrar. Y la presencia de actores armados empeoran la situación”. A esto se suma que la mayoría no tiene acceso a salud ni tienen empleo. “Hay una revictimización en unos derechos tan mínimos como la alimentación”, dice Perea.
En medio de todo esto, las mujeres han ideado estrategias para permanecer juntas, pues es una manera de velar por la salud mental. Para Harlen Córdoba, directora de la Corporación Juan Daniel Murillo Mena, en Urabá, los procesos y la organización se ha visto afectada porque nosotras trabajamos lo que son los feminismos negros y comunitarios, y los encuentros presenciales son sumamente importantes, el contacto, la solidaridad, el comadreo, esas estrategias que tenemos las mujeres negras, indígenas, mestizas para esas problemáticas que tenemos en casa y poderlas hablar con nuestras vecinas, amigas, salir de casa, todo afecta la salud mental de nuestras mujeres”.
(Lea: Mary Luz López, la activista de las mujeres explotadas sexualmente)
Han implementado comunicarse a través de grupos de WhatsApp (las que tienen señal y celular) e incluso la gestión de permisos para entregar mercados y apoyo con semillas, abonos y otros insumos, en el caso de las mujeres del Cauca. Sin embargo, no es lo mismo. “No podemos planear, organizar y hasta reírnos, soñar y construir juntas de manera presencial. Algunas compañeras añoran mucho los encuentros que teníamos cada 15 días para trabajar temas de formación, seguimiento a los trabajos colectivos y eso no se ha podido hacer”, explica Clemencia Carabalí.
Lo que más dolor les causa a estas lideresas en estos momentos es que, como dice Carabalí, están “viviendo la pandemia del fusil”. La respuesta institucional es militarizar las zonas donde ya hay presencia armada ilegal, de modo que quedan las comunidades y las mujeres en la mitad. “La soledad que sentimos es impresionante”, sentencia la lideresa.
Durante la guerra las mujeres afrodescendientes del norte del Cauca tuvieron que estar solas. Ya no se podía salir al campo con las amigas, o al río con las vecinas, o a una reunión de planeación de la vida comunitaria. Ya no se podían juntar. Y peor, cada una tenía que sufrir por su lado. El dolor no se podía compartir porque los paramilitares les tenían prohibidas las juntazas, pues las tildaban de guerrilleras. Hoy esas mismas mujeres, que llevan más de 10 años en proceso de reconstrucción, memoria y trabajo conjunto, están nuevamente solas a causa del aislamiento decretado para evitar el contagio del COVID-19. No se pueden tocar ni ir a visitar. No pueden ir libremente a sus fincas a cultivar yuca, maíz o fríjol, ni pueden ir al río a recoger oro con sus bateas, ni pueden ir a las cabeceras municipales a venderlo para comprar azúcar, sal o aceite. La pandemia las hizo volver, de otra manera, a esos tiempos.
Mientras tanto, el conflicto en el departamento no merma. Los actores armados siguen traficando armas y drogas, los líderes y las lideresas siguen siendo asesinados y ahora, incluso, son estos grupos ilegales los que imponen el control de la pandemia. Es su directriz el hecho de que nadie pueda estar en la calle después de las dos de la tarde, aunque salga una sola persona, aunque salga a su propia finca. Esto no se traduce en cuidado, pues siguen victimizando a las comunidades. Y para las mujeres hay un impacto diferenciado.
“Las violencias de la guerra continúan, especialmente la violencia sexual, que está muy compleja. Sigue sucediendo por parte de actores armados y requerimos que se les garanticen los derechos a las mujeres, entre esos las condiciones para la denuncia. Porque denunciar así es ponerse la lápida encima”, dice Clemencia Carabalí, líder de la Asociación de Mujeres Afrodescendientes del Norte del Cauca (Asom). “Nosotras tenemos tres psicólogas en el equipo y todos los días están recibiendo entre cuatro y cinco llamadas de necesidad de apoyo. Mujeres llorando, que están pasando situaciones muy complejas al interior del hogar. Incluso que no tienen garantizado montar la olla para sus hijos”.
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Las mujeres que integran esta organización sufrieron múltiples violencias en los años más duros del conflicto, desde el asesinato y la desaparición de sus familiares hasta la violencia sexual y el desplazamiento forzado. Hoy, agrupadas, permanecen en el territorio a pesar del panorama descrito.
Lo que sucede en el Cauca no es distinto a lo que están viviendo mujeres en departamentos como Putumayo y Chocó, y regiones como Urabá. Durante una conversación virtual sobre género y ruralidad, organizada por la organización Corewoman y la Universidad Javeriana, Nancy Sánchez, coordinadora de la Alianza de Mujeres Tejedoras de Vida de Putumayo, denunció que el confinamiento ha afectado a las mujeres del departamento en materia organizativa, económica y política. Además de que los niveles de violencia están incrementando.
“Tenemos una línea de atención habilitada hace menos de dos semanas y ya hemos recibido siete casos que nos tienen impresionados”, dijo Sánchez. “Una mujer que casi la ahorca el tipo porque ella quiere trabajar y hacer su vida económica. Una niña que, desde los 15 años (ya tiene 18) no se ha dejado violar del padrastro. Una abuelita de 75 años que su nieto de 15 años con problemas de drogadicción la maltrata y la golpea. Además de otros, como el de dos niñas a las que supuestamente un tipo mafioso de aquí las está violando constantemente en frente de su madre”, explicó. Esto sucede en medio del contexto de narcotráfico, coca y actores armados que persisten en el territorio. “Hay unas alianzas gravísimas con mafia, disidentes de las Farc y lo que dicen ahora las comunidades es que no pueden movilizarse, les han prohibido hasta los celulares. Hay un control sobre las mujeres, que están temerosas. Tenemos un número importante de lideresas en riesgo”.
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Además de esas violencias basadas en género, aparece también la disminución drástica de sus ingresos. La mayoría de estas mujeres se dedican a la agricultura, a la minería y a la comercialización de productos, como artesanías, y ya no pueden trabajar. En Putumayo, por ejemplo, las promotoras comunitarias reportaron que al menos 300 mujeres están en una situación económica grave por causa del aislamiento. En Riosucio (Chocó) sucede lo mismo, y también a mujeres oriundas de este territorio que, por el desplazamiento forzado se vieron obligadas a ser empleadas domésticas y fueron despedidas al inicio de la cuarentena.
Yolanda Perea, lideresa de mujeres víctimas de violencia sexual, dice que “las mujeres de Riosucio con las que yo trabajo necesitan alimento. Están en el campo, pero llegó el río, creció y les mató los animalitos que tenían. El río se desbordó, hubo palizadas por todos lados. No podían salir ni entrar. Y la presencia de actores armados empeoran la situación”. A esto se suma que la mayoría no tiene acceso a salud ni tienen empleo. “Hay una revictimización en unos derechos tan mínimos como la alimentación”, dice Perea.
En medio de todo esto, las mujeres han ideado estrategias para permanecer juntas, pues es una manera de velar por la salud mental. Para Harlen Córdoba, directora de la Corporación Juan Daniel Murillo Mena, en Urabá, los procesos y la organización se ha visto afectada porque nosotras trabajamos lo que son los feminismos negros y comunitarios, y los encuentros presenciales son sumamente importantes, el contacto, la solidaridad, el comadreo, esas estrategias que tenemos las mujeres negras, indígenas, mestizas para esas problemáticas que tenemos en casa y poderlas hablar con nuestras vecinas, amigas, salir de casa, todo afecta la salud mental de nuestras mujeres”.
(Lea: Mary Luz López, la activista de las mujeres explotadas sexualmente)
Han implementado comunicarse a través de grupos de WhatsApp (las que tienen señal y celular) e incluso la gestión de permisos para entregar mercados y apoyo con semillas, abonos y otros insumos, en el caso de las mujeres del Cauca. Sin embargo, no es lo mismo. “No podemos planear, organizar y hasta reírnos, soñar y construir juntas de manera presencial. Algunas compañeras añoran mucho los encuentros que teníamos cada 15 días para trabajar temas de formación, seguimiento a los trabajos colectivos y eso no se ha podido hacer”, explica Clemencia Carabalí.
Lo que más dolor les causa a estas lideresas en estos momentos es que, como dice Carabalí, están “viviendo la pandemia del fusil”. La respuesta institucional es militarizar las zonas donde ya hay presencia armada ilegal, de modo que quedan las comunidades y las mujeres en la mitad. “La soledad que sentimos es impresionante”, sentencia la lideresa.