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A las 3:30 p.m. del 26 de marzo de 2020, el soldado Jhon Eider Arbeláez López disparó su fusil galil calibre 22, por una razón que aún la justicia no ha establecido, contra Alejandro Carvajal, un campesino de 22 años que se encontraba a 239 metros más arriba en la montaña. La bala le entró por la espalda, a la altura del tórax, y perforó su corazón. Se desplomó al instante frente a su padre Teófilo y su hermano Daniel. A su alrededor estaban decenas de campesinos que participaban de ese asentamiento instalado en Sardinata, Catatumbo, para evitar que los militares les arrancaran por la fuerza las matas de coca que les dan de comer.
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“Mi sargento… acabé con mi vida, se me fue un disparo”, le habría dicho el soldado Arbeláez López inmediatamente después al sargento Erick David Corby Argumedo, ambos del Batallón de Operaciones Terrestres (Batot) No. 9, adscrito a la Fuerza de Tarea Vulcano, perteneciente a la Segunda División del Ejército. Esa es la versión que ha sostenido desde entonces, hace ya 20 meses, el soldado que acabó con la vida del joven Carvajal.
Otra es la versión de la defensa de la víctima, que ha insistido en la sospechosa precisión del disparo que, pese a haberse hecho a 239 metros de distancia, impactó en el tórax al joven de 22 años, sin que en ese momento hubiera choques o enfrentamientos entre los campesinos que custodiaban los cultivos de coca y los militares que esperaban para erradicarlos.
El pasado mes de agosto, la Corte Constitucional se inclinó más por esta segunda versión, en la decisión que sacó el caso de la justicia penal militar y lo asignó a la jurisdicción ordinaria. En ese auto, el alto tribunal escribió: “existe incertidumbre acerca de qué fue lo que verdaderamente ocurrió, pues al momento de los hechos el centinela Arbeláez López se encontraba solo y, minutos después de lo acontecido, fue él quien informó al Sargento Segundo a cargo del pelotón que “se le había ido un disparo”, los testigos refieren no saber qué fue lo que sucedió ni los motivos por los cuales el soldado Arbeláez López disparó el arma, pues para ese momento no había ninguna situación de amenaza que implicara abrir “fuego”. Además, la víctima se encontraba desarmada y a una distancia de 239 metros del lugar donde se encontraban los soldados”.
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El caso reposa actualmente en el juzgado 01 penal municipal de Cúcuta. El pasado lunes 22 de noviembre, la Fiscalía imputó al soldado por homicidio doloso, como había pedido la defensa de la víctima, es decir, haciendo énfasis en la intención del soldado de asesinar al joven campesino.
Lo que suceda con este caso es vital de cara a las otras víctimas que también han muerto en episodios casi calcados: la Fuerza Pública llega a erradicar los cultivos de coca, la comunidad sale a protestar (muchas veces porque los sembradíos son su único sustento y otras empujada por el grupo armado que ejerce el control en la zona) y luego las confrontaciones escalan.
Dos meses antes de que Alejandro Carvajal muriera por el disparo del militar, Segundo Girón también murió en una operación de erradicación forzada de coca, esa vez ejecutada por la Policía Antinarcóticos. El sábado 1 de febrero, grupos móviles de erradicación llegaron hasta territorio del consejo comunitario Río Mejicano, en zona rural de Tumaco (Nariño), a arrancar las matas de ese cultivo de uso ilícito. La comunidad salió a oponerse a los uniformados y la situación derivó en choques entre pobladores y policías. En medio de la confrontación, Segundo Girón murió por un disparo de arma de fuego.
En ese mismo departamento, pero en el mes de abril de 2020, la víctima fue el indígena awá Ángel Artemio Nastacuás. El 22 de abril, policías antinarcóticos ejecutaban acciones de erradicación en zona aledaña al resguardo Inda Sabaleta. Los indígenas y campesinos del territorio salieron a defender los cultivos y, de nuevo, la situación escaló a confrontación. Empezaron los disparos con arma de fuego de los uniformados y el resultado fue la muerte de Nastacuás.
Un mes después la situación se replicó en zona rural de Cúcuta. El 18 de mayo, tropas adscritas a la XIII Brigada del Ejército llegaron a la vereda Totumito, corregimiento de Vigilancia, a hacer labores de erradicación forzada. La comunidad se organizó en asentamiento campesino para impedir que los militares arrancaran los cultivos y, en medio de las confrontaciones entre los labriegos, armados con machetes y palos, y los militares, con sus fusiles, Digno Emérito Buendía, campesino de 44 años, murió a consecuencia de un disparo de arma de fuego.
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Y el 3 de julio, en el corredor Puerto Vega – Teteyé, en Puerto Asís (Putumayo) la víctima fue Educardo Alemeza Papamija. En este caso, la comunidad denunció que la fuerza pública intentó presentarlo como guerrillero muerto en combate, pues habrían intentado vestirlo con prendas militares. La reacción y la protesta de los pobladores impidió que así sucediera y se supo que se trataba de un poblador de la región que participaba de las protestas contra la erradicación.
Cinco campesinos muertos a manos de la Fuerza Pública por oponerse a la erradicación forzada de coca. Esos casos se suman a los siete labriegos que murieron el 5 de octubre de 2017, poco antes de celebrar el primer aniversario de la firma de la paz, en la vereda El Tandil, de Tumaco (Nariño). Ese día, policías y militares ejecutaban labores de erradicación forzada cuando empezaron los choques con la comunidad que protestaba contra esas jornadas. Los uniformados dispararon contra la población civil. Según ellos, sus tropas fueron atacadas por un grupo disidente de las Farc y en respuesta abrieron fuego. Los hechos hoy, cuatro años después, no se han esclarecido y nadie ha sido condenado ni sancionado por esas muertes.
Sus nombres eran Diego Escobar Dorado, Nelson Chacuendo Colamba, Janier Usperto Cortés, Jaime Guanga Pai, Alfonso Taicús Taicús, Iván Darío Muñoz y Aldemar Gil.
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No son hechos aislados
En un intento por documentar la dimensión de estos choques, el Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, de la Universidad Nacional y la Universidad del Rosario, registró 129 incidentes entre campesinos y fuerza pública en medio de operativos de erradicación forzada de coca, desde diciembre de 2016 hasta febrero de 2021. Es el único registro que existe en el país sobre estos choques. Los muertos son solo la expresión fatal de una escena que se repite territorio tras territorio.
Del otro lado también hay víctimas. Desde 2006, cuando se empezó a utilizar en Colombia la erradicación manual forzada de coca, hasta la fecha 497 personas que ejecutaban labores de erradicación fueron víctimas de minas antipersonal. De esas, 432 eran civiles que contrata el Estado para esas labores y 65 eran miembros de la fuerza pública que los acompañaban. Del total, 52 personas murieron, entre unos y otros.
Instancias de Naciones Unidas han exhortado al Estado colombiano al menos en dos ocasiones a detener el uso de civiles en las labores de erradicación forzada. La primera, por el Comité de Derechos Humanos, en 2016, cuando escribió: “El Comité nota con preocupación los informes relativos a actividades de erradicación manual de cultivos de coca realizadas por campesinos pobres que no tienen otras oportunidades laborales, en zonas donde están expuestos a los riesgos generados por la existencia de minas terrestres y la presencia de grupos armados ilegales”. Y agregó: “El Estado debe interrumpir el uso de civiles en actividades de erradicación manual de cultivos de coca hasta que se verifique, de conformidad con los estándares internacionales para dicha verificación, que las áreas en las que se deban realizar tales actividades estén efectivamente libres de minas terrestres y se verifique también que esas áreas estén efectivamente libres de otros peligros que puedan poner en riesgo su vida o integridad”. Y la segunda, por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en 2017, que expresó lo mismo.
El Acuerdo de Paz estableció que la herramienta primordial para combatir los cultivos de uso ilícito sería la sustitución voluntaria por parte de los campesinos. Solo en casos en que los cultivadores se negaran a la sustitución o incumplieran con esa promesa, el Gobierno procedería a la erradicación forzada. Hoy son 99 mil familias las que suscribieron el programa de sustitución voluntaria y, como lo ha certificado Naciones Unidas, cumplieron con arrancar sus matas. Sin embargo, el Gobierno Duque frenó la inscripción de familias al programa y se han ejecutado operativos de erradicación aún en territorios donde sus habitantes expresaron la voluntad de sustituir sus cultivos voluntariamente.
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Uno de los argumentos más certeros que han lanzado diferentes sectores contra la erradicación forzada es que, al final, todo ese costo será en vano. La resiembra de cultivos, aplicando esa estrategia, puede alcanzar hasta el 69%, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). En 2019, Colombia registraba 154.000 hectáreas de coca en todo el país y durante ese año, según cifras oficiales, la Fuerza Pública erradicó 94.670 hectáreas. Sin embargo, para 2020, la disminución en las hectáreas fue de apenas 7%, bajando a 143.000 hectáreas. El año pasado, 2020, la Fuerza Pública erradicó 130.000 hectáreas, cuyo resultado sólo se verá hasta 2022, cuando salga el monitoreo sobre hectáreas cultivadas en 2021. Es una batalla perdida.