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Cuando atiende al teléfono, Linson Palacios debe correr. Después del tradicional "aló", sigue un "espéreme un minutico". Se escuchan pasos rápido y el ruido del viento. Luego el movimiento cesa y él continúa: "Ahora sí le escucho bien, es que me toca irme a otro lugar para que entre la señal". Agitado, cansado, más de la vida que de la trotada, empieza a contar su historia:
"Mi nombre completo es Linson Palacios. Yo vengo de Satinga (Nariño). Tengo 31 años. Por el momento no conseguí empleo todavía. Llegué a Bogotá hace dos años. Me tocó salir del municipio de donde vengo con mi familia por la guerrilla del Eln. Tuve que venirme a la ciudad obligatoriamente".
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Linson es afro, alto, de nariz gruesa, de manos grandes, muy grandes, y piernas largas. Con ellas sostiene a su hija, rendida por el sueño, en medio de una invasión, un terreno irregular lleno de casas de lona, palos y tejas. Está sentado sobre una tabla, que a su vez está apoyada en una llanta. En ese plano general, lleno de escombros y de matas, sobresale su mirada. Un ceño fruncido que esta vez no es de furia, sino de frustración, de desesperanza. En esta imagen, tomada por Mauricio Alvarado, fotógrafo de este diario, no cabe otra pregunta: "¿Qué vamos a hacer?". Esa misma que Linson repite a través del teléfono.
En Bocas de Santinga, la cabecera del municipio Olaya Herra, en Nariño, Linson se dedicaba a la construcción. Le iba bien, dice, y le alcanzaba para tener ahorros. Pero la violencia, como tantas veces en Colombia, arrasó con todo. Después de la firma del acuerdo de paz, en 2016, millones de personas que viven en los municipios más apartados pensaron que la guerra se convertiría en un mal recuerdo, pero eso duró poco. Los vacíos que dejó un grupo armado, rápidamente, fueron llenados por otro. "Ellos se apoderaron del territorio donde trabajaba. Yo cargaba piedra para la construcción hasta que llegó la guerrilla y nos sacaron".
Lo sacaron del trabajo y luego de su casa. Les dieron seis horas para que se fueran: "Esa misma noche nos fuimos en el único medio de transporte que uno coge fácil en el Pacífico, la lancha. Uno se va por el río Patía hasta el mar. De ahí sube para Buenaventura y llega al puerto; de Buenaventura llegamos a Cali, y de ahí a Bogotá". Olvidó cuántos días tardó en llegar hasta la capital.
Esa ruta la repiten varios. En el pacífico nariñense ha habido, en los últimos tres años, un recrudecimiento del conflicto por enfrentamientos entre grupos armados y el narcotráfico. Como consecuencia, han denunciando varias organizaciones sociales, entre ellas el Colectivo Orlando Fals Borda y Fundación Ideas para la Paz, los desplazamientos forzados aumentaron. Sólo este año, más de 4.000 personas han sido desplazadas.
En otras partes del país, como Chocó, Norte de Santander y Cauca, sucede lo mismo. No en vano Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, ha asegurado que hoy hay más víctimas de desplazamiento forzado en Colombia que número de habitantes en Costa Rica.
Caracolí sale en los medios de comunicación cada dos o cuatro años. Es un terreno inestable y cada vez que cae un aguacero fuerte se asoma una tragedia. En 2006 murieron cuatro personas. En 2010 ocho más resultaron heridas. Es una zona de alto riesgo de deslizamiento y la Alcaldía Mayor de Bogotá siempre lo ha advertido. Aún así, decenas de personas, principalmente desplazados del Pacífico, se asientan allí en busca de un hogar. La hostil y difícil Bogotá los ha obligado a reunirse en estas lomas, bautizadas como Caracolí, como un homenaje a los árboles que les servían de refugio en la selva húmeda tropical que los vio crecer.
Primero llegaron las comunidades negras, luego los indígenas y los mestizos y, a pesar de los trabajos de reubicación de la Alcaldía, Caracolí vuelve llenarse. Mientras el boquete de la guerra siga abierto, Caracolí siempre estará habitada. En una entrevista con Colombia2020, Vladimir Rodríguez, alto consejero para los Derechos de las Víctimas, asegura que en Bogotá hay 400.000 víctimas del conflicto armado. “Y la cifra es aún mayor cuando sumamos la región estamos llegando al millón de manera fluctuante”.
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Cuando se acabó el subsidio de los tres meses, Linson y su familia, por recomendación de una persona que prefirió no nombrar, llegaron hasta la invasión de Altos de la Estancia: "Nos tocó venirnos porque no teníamos otra salida más. Con un millón de pesos que nos salieron de una ayuda humanitaria del Estado nosotros compramos las tejas y armamos el rancho. Nadie nos cobró por el terreno. Después de dejar Nariño esperábamos que se convirtiera en nuestra esperanza, en el futuro".
Linson narra con verbos en pretérito. Su rancho ahora es un revoltijo de lo que quedó de sus camas, techo y paredes. El pasado 2 de mayo, en medio de la cuarentena para evitar la propagación del nuevo coronavirus, conocido como SARS-CoV-2, agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), acompañados por gestores de convivencia del Distrito, adelantaron un proceso de desalojo con el argumento de que tenían que sacar a los habitantes por riesgo de deslizamiento.
"Cuando llegó la Policía y el Esmad a desbaratar todo sentimos como que todo se nos fue al piso, como que la esperanza ya no estaba más. Lo que yo pienso de eso es que la alcaldesa debió esperar a que se acabara la cuarentena para desalojarnos. Es que atacar a la gente así, como si uno fuera un animal, es muy duro. Las personas que hicieron esto es como si no tuvieran corazón en su cuerpo". Se le entrecorta la voz.
Los videos difundidos en redes sociales muestran que en el desalojo hubo violencia. Hay un joven herido en su pantorrilla por, supuestamente, el accionar de una aturdidora. Otras denuncias de la población aseguran que una casa fue demolida con un anciano adentro, y que en otra los uniformados lanzaron gases lacrimógenos a pesar de que había niños y niñas en la vivienda.
Linson ha sobrevivido en Bogotá por la venta informal. Sólo un mes pudo trabajar en una construcción, pero la obra se paró y echaron a los obreros. Volvió de nuevo a vender empanadas y arroz con leche que hacía con su esposa. "Siempre nos rebuscamos", y con esa frase resume sus intentos fracasados de conseguir un empleo estable, y su persistencia para volverlo a intentar.
En la pandemia la situación se agravó. Su realidad, lejana de los decretos presidenciales y distritales, es salir a buscar comida para su familia y para la comunidad desalojada. "Nos toca irnos a Abasto, allí con seguimos papita y cebollita, y después al matadero que queda ahí en la Autopista Sur. No siempre logramos conseguir todo, pero la comida más segura es el almuerzo".
Ahora viven en un cambuche (un refugio improvisado), en un parque cerca de Altos de la Estancia. Se llevó hasta allí tres camas que aguantaron el sacudón del Esmad y las pegó contra un muro. De techo puso un extenso y grueso plástico negro, que se sostiene, por un lado, con bultos de arena y por el otro, con palos. Allí duermen él, su esposa y uno de sus niños. Los demás se quedan donde una vecina, para "no aguantar el frío de la noche".
En medio de la incertidumbre, el hambre, la rabia, le gustaría volver a Nariño, pero eso es imposible. "Es que allá no puedo volver. Si pudiera ya estaría ahí. Me toca quedarme aquí... Es que todo es difícil. Llevo dos años sin conseguir trabajo. Si no lo conocen, no lo ayudan. Para las víctimas es complicado. Salimos del municipio para acá y sin nuestras cosas, sólo la ropa pues".
Y sin trabajo no hay nada. Aunque agradece las ayudas de los demás y los subsidios del Estado, insiste en que él y las víctimas necesitan un empleo formal, una entrada fija, un control de sus gastos, porque de lo contrario lo espera de nuevo la calle. Hoy no tiene idea de cuánto gasta al mes, porque depende de la suerte. A veces come una vez al día. Otras veces, dos. Pocas, tres. En la conversación vuelve a esta conclusión: "Lo más importante y urgente es que me ayuden a conseguir el empleo. Yo con eso sobrevivo con mi familia. Yo he trabajado en construcción, pero me le mido a todo. Es que ya no sé qué hacer".
De acuerdo con el Distrito, hoy en el cambuche hay 50 hogares que vivían en Altos de la Estancia. De estas, 46 han recibido bonos canjeables por alimentos y 28 niños, niñas y adolescentes, y sus familias han sido atendidos con alimentación, valoración en salud, actividades lúdicas y de recreación. “Desde el primer día de la intervención, la Secretaria de Integración Social, a través de la subdirección local de Ciudad Bolívar, ha estado en territorio haciendo la caracterización y entregando las ayudas de emergencia respectivas. Continuaremos en la vinculación de las poblaciones en nuestros servicios sociales”, asegura Xinia Navarro, secretaria de Integración Social.
Con respecto al caso de Linson, Integración Social señala que "el señor y su familia están siendo atendidos desde el 15 de mayo. Hoy redimieron su bono por alimentos. Otro familiar recibe ayudas alimentarias. Por ahora se hospedan gracias a redes familiares. Seguimos trabajando de la mano de la Secretaría de Hábitat para darle apoyo de vivienda". Al cierre de esta edición, este diario constató que siguen viviendo en el cambuche del parque junto a otras familias más.
Uno de los grandes problemas en la atención de la población desplazada en el país, señala Marcos Oyaga Moncada, investigador de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), es que nunca se ha podido dar el paso de la asistencia humanitaria a soluciones duraderas y reparación integral.
"En diversas normativas, sobre todo en el marco de las soluciones duraderas de las Naciones Unidas, se establece que la población desplazada tiene derecho a acceder por lo menos tres soluciones: el retorno cuando quieran hacerlo, la reubicación cuando no quieran estar en el lugar y la integración local. Con esto se deja claro que los desplazados no pueden serlo toda la vida sino que tienen que poder integrarse en nuevos espacios, pero en Colombia no sucede", explica.
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Lo ideal, y en esto ha insistido la Corte Constitucional en varias sentencias, es que además de la primera asistencia haya un acompañamiento, que incluya el aporte de una vivienda diga, acceso al mercado laboral o proyectos productivos, entre otros. En cambio, destaca Oyaga, los gobiernos han confundido su deber y mezclan con la política social, como el acceso al Sisben, como parte de la respuesta a las víctimas, y así evaden la responsabilidad de una respuesta con soluciones a largo plazo.
A propósito de este tema, en el Auto 149 de 2020, la Corte le recordó a la institucionalidad del Estado, es decir, a la Unidad de Víctimas y al Departamento para la Prosperidad Social, que debe diferenciar las medidas de atención y reparación para las víctimas, la política social y la atención de los afectados por el COVID 19. Eso se traduce en que las personas desplazadas deben tener prioridad por su vulnerabilidad en medio de la pandemia y al mismo tiempo ser beneficiadas con las medidas a largo plazo. Por eso, advierte Oyaga, es tan indignante lo que sucedió con Linson, pues "desnuda las falencias de una política de víctimas que no se ha ejecutado como ordena la ley".