“Los civiles no somos parte de la guerra”: el llamado desde el Catatumbo
Por ocho días, campesinos de Hacarí sostuvieron un asentamiento humanitario para exigir la reubicación de una base del Ejército que está en medio de los caseríos de la comunidad. A finales de enero, grupos insurgentes atacaron la base y cerca de 40 familias salieron desplazadas. Hasta hoy no han regresado. Recorrido por la zona.
Sebastián Forero Rueda
Dos días antes ya habían escuchado un hostigamiento a la base militar. Esa vez, como venía ocurriendo desde hacía ya varios meses, un grupo insurgente —nadie sabe cuál fue, porque en la zona hay al menos tres— atacó desde un cerro con ráfagas de fusil a los militares, que estaban asentados en el filo de otro. En medio de ambos actores, las parcelas de los campesinos de las veredas Islitas y Monte Tarra, en Hacarí. Ese día el hostigamiento inició hacia las 7 de la mañana y el intercambio de disparos pudo haber durado una hora, dicen quienes lo escucharon. En cambio, el domingo 31 de enero fue en la noche y no duró más de veinte minutos, pero no fue con disparos sino con cilindros que lanzaron los armados hacia el Ejército. Algunos de ellos no llegaron hasta la punta del cerro y detonaron muy cerca de las casas campesinas, arrasando con puertas y ventanas. No hubo heridos. La comunidad tampoco quiso esperar a que los hubiera.
Don Rito y su familia fueron los primeros en desplazarse, al día siguiente, 1° de febrero. Uno de los artefactos explosivos que les tiraron a los militares cayó muy cerca de su casa, en la que vive con su esposa y sus hijos (de ocho y doce años). A ellos les siguieron otras 37 familias, para un total de 93 personas desplazadas ese día, que se regaron entre las veredas de la zona y el casco urbano de Hacarí.
La mayoría de ellos nacieron en esas veredas o llevan varias décadas viviendo allí. Paradójicamente, en los años más duros del conflicto entre el Estado y las antiguas Farc, en estas veredas no sintieron con fuerza el ruido de las balas. En cambio, la comunidad tiene una fecha clara en la que sitúan el origen de la guerra que hoy están viviendo: el 27 de octubre de 2018, el presidente Iván Duque activó, desde Ocaña, la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra) número 3, con 5.000 soldados adicionales para la región del Catatumbo, que por esa época vivía una aguda confrontación entre el Eln y el Epl, y además tiene presencia de una disidencia de las Farc. En los días siguientes, los batallones de esa fuerza se ubicaron en los municipios de la región y el Batallón N.° 7 ubicó dos puntos en Islitas y Monte Tarra. Aunque su naturaleza es móvil, desde que se ubicó allí esa base no volvió a moverse.
* * *
Antes de que amaneciera el viernes pasado, los últimos campesinos que quedaban en el asentamiento humanitario terminaban de desarmar sus carpas, descolgar los chinchorros, recoger sus toldos y guardar las pancartas. La movilización ya completaba ocho días, desde que el 18 de febrero cerca de mil campesinos, principalmente de las veredas del corregimiento San José del Tarra, apoyados por el Comité de Integración Social del Catatumbo (CISCA) y la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo (Asuncat), instalaron ese asentamiento justo en las veredas de las que se desplazaron las familias a principios de febrero. Los miles de campesinos acudieron con la petición clara de que la base del Ejército que está allí sea reubicada. Y acudieron además porque en sus veredas también se han registrado combates constantemente en los últimos meses y porque allá, como acá, las bases militares están en medio de las viviendas de la gente.
En Islitas y Monte Tarra, las bases están en la punta de dos cerros, sobre algunos lotes sembrados de coca. En uno, las garitas están a escasos quince metros de una de las viviendas de los campesinos. En el otro, están muy cerca del acueducto comunitario, del que los uniformados también cogen agua y sacan energía para su uso. Uno de los puestos de la base está ubicado en un predio privado de un campesino, a quien los militares le prohibieron la libre circulación por su propio terreno. Ya son poco más de dos años desde que los uniformados se asentaron allí. Pero además de que la instalación de la base militar en el territorio pone en riesgo a los pobladores de la zona, la comunidad denuncia que los uniformados realizan empadronamiento a los habitantes, retenes arbitrarios a sus pobladores, registros fotográficos de los documentos de identidad de los campesinos y ocupan los bienes privados.
Además, denuncian estigmatización hacia los voceros de las comunidades, que los militares relacionan con la insurgencia. En una ocasión, al término de una reunión en Hacarí sobre estos temas, uno de los uniformados sostuvo que allí se muestran como líderes, pero cuando llegan a las veredas se tercian el fusil, denunció uno de los líderes del asentamiento, presidente de una junta comunal.
En la zona tienen fuerte presencia grupos como el Eln, el Epl y la disidencia de las Farc, quienes también han impuesto sus condiciones sobre los habitantes, así como señalan a los pobladores de ser colaboradores del Ejército. “Cuando los militares llegaron, uno como campesino no tiene nada en contra de esa gente: si necesitaban un pollo se les vendía, si necesitaban un gajo de plátano se les vendía. Pero los grupos armados también llegaron y nos dijeron que no podíamos venderles nada. Unas tiendas que había por ahí las mandaron cerrar. Aquí tenemos problemas por lado y lado”, denunció un poblador de la zona, que salió desplazado de la vereda y dijo que esos grupos los han citado a reuniones y en ellas han señalado a algunos pobladores de suministrar información al Ejército.
Vivir entre el fuego cruzado va dejando consecuencias en los pobladores, no solo por el desplazamiento forzado de los que se fueron, sino por las afectaciones en la salud mental. José Yepes es defensor de derechos humanos y psicólogo de la Asociación Minga, organización acompañante de las comunidades que la semana pasada convocó organizaciones sociales y medios de comunicación al asentamiento humanitario. “Atendí un caso esta mañana de una niña que vivió los combates y el lanzamiento de los explosivos. Esa niña está muy afectada, ya no juega sola, le da miedo estar sola, tiene que estar con sus papás, se despierta a medianoche gritando y cuando ve a un militar, la niña se orina”, contó. Igualmente, en los adultos ha reconocido episodios de estrés, que se manifiestan en dolores corporales. “Se han hecho las denuncias, se hicieron comisiones de verificación por parte de la ONU, de la Defensoría del Pueblo, organizaciones de DD. HH., pero ya el desplazamiento de finales de enero fue el que rebosó la copa”, dijo Aleider Contreras, presidente de la junta de San José del Tarra y vicepresidente de la Asociación de Juntas del corregimiento. Por eso, decidieron convocar el asentamiento humanitario como último recurso.
Al final de la tarde del jueves pasado, una reunión prometió una solución a corto plazo para las peticiones que los cerca de mil campesinos que participaron en el asentamiento habían plasmado en un pliego, siendo la principal solicitud que la base militar del batallón N.° 7 de la Fudra fuera reubicada lejos de las viviendas de los campesinos. En la Alcaldía de Hacarí se reunieron el comandante de ese batallón, coronel Javier Quintero; el personero, Robeiro Muñoz; el alcalde, Deivy Bayona; los líderes de la movilización; el senador Alberto Castilla, en representación de la Comisión de Paz del Senado, y organizaciones defensoras de derechos humanos. En remoto, acompañaron también representantes de la Procuraduría y de ONU Derechos Humanos.
Allí, el coronel Quintero explicó que la base está ubicada en ese punto por ser un lugar estratégico para el control del territorio, pues por allí cruzan los grupos armados y mueven armas y coca. Según la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC), Hacarí tiene unas 600 hectáreas sembradas de coca, pero en total en los municipios del Catatumbo hay más de 40.000 hectáreas de ese cultivo, siendo una de las zonas del país con mayor cantidad de coca sembrada. Si bien la naturaleza de su batallón y de la Fudra es móvil, como se trata de una zona que todavía no está consolidada, la tropa debe permanecer allí hasta que se logre ese control.
A raíz de la movilización campesina que exige la reubicación de la base, el coronel informó que se tienen dos posibles puntos ubicados para el traslado, pero que la decisión depende directamente del comandante de la Segunda División del Ejército, general Marcos Evangelista Pinto. Dijo también que desde el momento en que se autorice la reubicación, el traslado puede darse en treinta o cuarenta días. Como la decisión no se pudo tomar allí, la conclusión a la que se llegó es que por intermedio de la Comisión de Paz del Senado se buscaría una reunión de más alto nivel, en la que esté el general Pinto y pueda, por fin, tomarse una decisión. Con ese compromiso, los líderes del asentamiento optaron por levantarlo, con la posibilidad de volver a convocarlo en caso de que les incumplan. Sin embargo, lo que generó malestar en ese encuentro fue que el comandante del Batallón N.° 7 sostuvo que desde que llegaron a la zona no han recibido quejas sobre el accionar de sus tropas y su relación con las comunidades.
Robeiro Muñoz es el personero del municipio y en los diez meses que lleva en el cargo ha recibido denuncias de las comunidades sobre amenazas directas o señalamientos sin pruebas que han hecho los militares a pobladores de la zona sobre tener relación con la insurgencia, ocupación de forma arbitraria de la fuerza pública a bienes civiles y ocupación de predios, entre otras. Dijo que ha enviado todas las denuncias que la Personería ha recibido a la Procuraduría, como sucedió el 21 de enero pasado, con dos quejas, y el 16 diciembre de 2020, con otras dos. Pero, además, dijo que lo que recibe es mínimo, pues las comunidades tienen miedo de denunciar. “Hay que tener en cuenta que no solamente hay un actor que es la fuerza pública, sino hay otro que es la insurgencia, de la cual también se han recibido muchas violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario”.
En el encuentro estuvo ausente la Gobernación de Norte de Santander, pero su postura la dejó ver el secretario de Gobierno, Felipe Corzo, en declaraciones que le dio al diario La Opinión. Según dijo, él habló con el general Pinto y este le habría dicho que no van a retirar al Ejército de la zona. “No lo pueden mover, es su misión constitucional. Realmente esa solicitud no es sensata ni viable. Entendemos la posición de la comunidad porque se presentan enfrentamientos, pero no es realizable. Si van a hacer protestas, que sean contra los grupos armados y no contra el Ejército Nacional, porque lo único que ellos hacen es proteger a la comunidad”, afirmó el funcionario.
* * *
A pocas cuadras de la Alcaldía, en un edificio de tres pisos, funciona el albergue que habilitó el municipio para las víctimas del conflicto. Allí llegaron, el 2 de febrero, alrededor de la mitad de las familias desplazadas de Islitas y Monte Tarra. Las demás se regaron por otras veredas. Desde entonces, la parcela de don Rito y su familia, sus cultivos de plátano, yuca y cacao, y las vacas que tiene allí, con las que trata de pagar un préstamo que sacó para construir casa, quedaron a la deriva. En otras de las familias, uno que otro día alguien va hasta la vereda para darle de comer al ganado, pero nadie pasa la noche en sus veredas. Antes de las 6 de la tarde ya están de regreso en el albergue. Allí están en buenas condiciones, con atención de la Alcaldía, pero les han empezado a decir que esa atención se acabará. La emergencia debe ser atendida, en principio, por la administración local, pero luego debe entrar la Unidad de Víctimas a responder. Hoy, eso no ha pasado.
Su condición para volver es clara: que reubiquen la base. “No estamos pidiendo que se retiren de la región, sino que los reubiquen. Los que nos salimos somos los que estamos más cerca de la base. Ellos dicen que no son los generadores de violencia, pero si no es a ellos, entonces ¿a quién le están disparando? ¿La guerrilla con quién se está enfrentando?”, reclamó don Rito.
Pero no solo en las veredas el Ejército se ubicó cerca de las viviendas campesinas. De hecho, en el barrio 20 de Julio, en la cabecera municipal de Hacarí, los militares instalaron una base sobre la vivienda de un campesino, apenas unos cinco metros más arriba sobre el cerro. A finales del año pasado, esa base fue hostigada por un grupo armado y los campesinos del barrio quedaron en medio del fuego cruzado. Un artefacto explosivo cayó en la vivienda más cercana a la base. No detonó. El propietario y su familia optaron por desplazarse más hacia el centro del municipio. Ese día los soldados disparaban sobre el cerro, al frente de las casas, donde hoy corretea un puñado de niños.
El pasado sábado 27 de febrero, 23 congresistas y 63 organizaciones sociales firmaron una acción urgente en respaldo a las comunidades de estas veredas y las familias desplazadas. Saludaron la decisión de los campesinos de levantar el asentamiento con el compromiso de que esta semana se produzca la reunión anunciada con el comandante de la Segunda División del Ejército. En caso “de no darse cumplimiento el campesinado se movilizará nuevamente de manera masiva”, se advierte en ese documento.
De hecho, justo el día en que se decidió levantar el asentamiento acababan de llegar nuevas delegaciones de campesinos de municipios aledaños listos para sumarse al reclamo de que la guerra es entre los armados, no con la población civil. En la mañana del viernes la zona quedó vacía, pero esta semana se verá si los campesinos tendrán que volver a instalar sus carpas.
Le recomendamos:
*Cajibío: el sigiloso avance de la coca y las disidencias de las Farc
*El nuevo panorama de la guerra en el Catatumbo
*“El énfasis debe ser en una política para desmantelar grupos armados”: ONU DD.HH
Dos días antes ya habían escuchado un hostigamiento a la base militar. Esa vez, como venía ocurriendo desde hacía ya varios meses, un grupo insurgente —nadie sabe cuál fue, porque en la zona hay al menos tres— atacó desde un cerro con ráfagas de fusil a los militares, que estaban asentados en el filo de otro. En medio de ambos actores, las parcelas de los campesinos de las veredas Islitas y Monte Tarra, en Hacarí. Ese día el hostigamiento inició hacia las 7 de la mañana y el intercambio de disparos pudo haber durado una hora, dicen quienes lo escucharon. En cambio, el domingo 31 de enero fue en la noche y no duró más de veinte minutos, pero no fue con disparos sino con cilindros que lanzaron los armados hacia el Ejército. Algunos de ellos no llegaron hasta la punta del cerro y detonaron muy cerca de las casas campesinas, arrasando con puertas y ventanas. No hubo heridos. La comunidad tampoco quiso esperar a que los hubiera.
Don Rito y su familia fueron los primeros en desplazarse, al día siguiente, 1° de febrero. Uno de los artefactos explosivos que les tiraron a los militares cayó muy cerca de su casa, en la que vive con su esposa y sus hijos (de ocho y doce años). A ellos les siguieron otras 37 familias, para un total de 93 personas desplazadas ese día, que se regaron entre las veredas de la zona y el casco urbano de Hacarí.
La mayoría de ellos nacieron en esas veredas o llevan varias décadas viviendo allí. Paradójicamente, en los años más duros del conflicto entre el Estado y las antiguas Farc, en estas veredas no sintieron con fuerza el ruido de las balas. En cambio, la comunidad tiene una fecha clara en la que sitúan el origen de la guerra que hoy están viviendo: el 27 de octubre de 2018, el presidente Iván Duque activó, desde Ocaña, la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra) número 3, con 5.000 soldados adicionales para la región del Catatumbo, que por esa época vivía una aguda confrontación entre el Eln y el Epl, y además tiene presencia de una disidencia de las Farc. En los días siguientes, los batallones de esa fuerza se ubicaron en los municipios de la región y el Batallón N.° 7 ubicó dos puntos en Islitas y Monte Tarra. Aunque su naturaleza es móvil, desde que se ubicó allí esa base no volvió a moverse.
* * *
Antes de que amaneciera el viernes pasado, los últimos campesinos que quedaban en el asentamiento humanitario terminaban de desarmar sus carpas, descolgar los chinchorros, recoger sus toldos y guardar las pancartas. La movilización ya completaba ocho días, desde que el 18 de febrero cerca de mil campesinos, principalmente de las veredas del corregimiento San José del Tarra, apoyados por el Comité de Integración Social del Catatumbo (CISCA) y la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo (Asuncat), instalaron ese asentamiento justo en las veredas de las que se desplazaron las familias a principios de febrero. Los miles de campesinos acudieron con la petición clara de que la base del Ejército que está allí sea reubicada. Y acudieron además porque en sus veredas también se han registrado combates constantemente en los últimos meses y porque allá, como acá, las bases militares están en medio de las viviendas de la gente.
En Islitas y Monte Tarra, las bases están en la punta de dos cerros, sobre algunos lotes sembrados de coca. En uno, las garitas están a escasos quince metros de una de las viviendas de los campesinos. En el otro, están muy cerca del acueducto comunitario, del que los uniformados también cogen agua y sacan energía para su uso. Uno de los puestos de la base está ubicado en un predio privado de un campesino, a quien los militares le prohibieron la libre circulación por su propio terreno. Ya son poco más de dos años desde que los uniformados se asentaron allí. Pero además de que la instalación de la base militar en el territorio pone en riesgo a los pobladores de la zona, la comunidad denuncia que los uniformados realizan empadronamiento a los habitantes, retenes arbitrarios a sus pobladores, registros fotográficos de los documentos de identidad de los campesinos y ocupan los bienes privados.
Además, denuncian estigmatización hacia los voceros de las comunidades, que los militares relacionan con la insurgencia. En una ocasión, al término de una reunión en Hacarí sobre estos temas, uno de los uniformados sostuvo que allí se muestran como líderes, pero cuando llegan a las veredas se tercian el fusil, denunció uno de los líderes del asentamiento, presidente de una junta comunal.
En la zona tienen fuerte presencia grupos como el Eln, el Epl y la disidencia de las Farc, quienes también han impuesto sus condiciones sobre los habitantes, así como señalan a los pobladores de ser colaboradores del Ejército. “Cuando los militares llegaron, uno como campesino no tiene nada en contra de esa gente: si necesitaban un pollo se les vendía, si necesitaban un gajo de plátano se les vendía. Pero los grupos armados también llegaron y nos dijeron que no podíamos venderles nada. Unas tiendas que había por ahí las mandaron cerrar. Aquí tenemos problemas por lado y lado”, denunció un poblador de la zona, que salió desplazado de la vereda y dijo que esos grupos los han citado a reuniones y en ellas han señalado a algunos pobladores de suministrar información al Ejército.
Vivir entre el fuego cruzado va dejando consecuencias en los pobladores, no solo por el desplazamiento forzado de los que se fueron, sino por las afectaciones en la salud mental. José Yepes es defensor de derechos humanos y psicólogo de la Asociación Minga, organización acompañante de las comunidades que la semana pasada convocó organizaciones sociales y medios de comunicación al asentamiento humanitario. “Atendí un caso esta mañana de una niña que vivió los combates y el lanzamiento de los explosivos. Esa niña está muy afectada, ya no juega sola, le da miedo estar sola, tiene que estar con sus papás, se despierta a medianoche gritando y cuando ve a un militar, la niña se orina”, contó. Igualmente, en los adultos ha reconocido episodios de estrés, que se manifiestan en dolores corporales. “Se han hecho las denuncias, se hicieron comisiones de verificación por parte de la ONU, de la Defensoría del Pueblo, organizaciones de DD. HH., pero ya el desplazamiento de finales de enero fue el que rebosó la copa”, dijo Aleider Contreras, presidente de la junta de San José del Tarra y vicepresidente de la Asociación de Juntas del corregimiento. Por eso, decidieron convocar el asentamiento humanitario como último recurso.
Al final de la tarde del jueves pasado, una reunión prometió una solución a corto plazo para las peticiones que los cerca de mil campesinos que participaron en el asentamiento habían plasmado en un pliego, siendo la principal solicitud que la base militar del batallón N.° 7 de la Fudra fuera reubicada lejos de las viviendas de los campesinos. En la Alcaldía de Hacarí se reunieron el comandante de ese batallón, coronel Javier Quintero; el personero, Robeiro Muñoz; el alcalde, Deivy Bayona; los líderes de la movilización; el senador Alberto Castilla, en representación de la Comisión de Paz del Senado, y organizaciones defensoras de derechos humanos. En remoto, acompañaron también representantes de la Procuraduría y de ONU Derechos Humanos.
Allí, el coronel Quintero explicó que la base está ubicada en ese punto por ser un lugar estratégico para el control del territorio, pues por allí cruzan los grupos armados y mueven armas y coca. Según la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC), Hacarí tiene unas 600 hectáreas sembradas de coca, pero en total en los municipios del Catatumbo hay más de 40.000 hectáreas de ese cultivo, siendo una de las zonas del país con mayor cantidad de coca sembrada. Si bien la naturaleza de su batallón y de la Fudra es móvil, como se trata de una zona que todavía no está consolidada, la tropa debe permanecer allí hasta que se logre ese control.
A raíz de la movilización campesina que exige la reubicación de la base, el coronel informó que se tienen dos posibles puntos ubicados para el traslado, pero que la decisión depende directamente del comandante de la Segunda División del Ejército, general Marcos Evangelista Pinto. Dijo también que desde el momento en que se autorice la reubicación, el traslado puede darse en treinta o cuarenta días. Como la decisión no se pudo tomar allí, la conclusión a la que se llegó es que por intermedio de la Comisión de Paz del Senado se buscaría una reunión de más alto nivel, en la que esté el general Pinto y pueda, por fin, tomarse una decisión. Con ese compromiso, los líderes del asentamiento optaron por levantarlo, con la posibilidad de volver a convocarlo en caso de que les incumplan. Sin embargo, lo que generó malestar en ese encuentro fue que el comandante del Batallón N.° 7 sostuvo que desde que llegaron a la zona no han recibido quejas sobre el accionar de sus tropas y su relación con las comunidades.
Robeiro Muñoz es el personero del municipio y en los diez meses que lleva en el cargo ha recibido denuncias de las comunidades sobre amenazas directas o señalamientos sin pruebas que han hecho los militares a pobladores de la zona sobre tener relación con la insurgencia, ocupación de forma arbitraria de la fuerza pública a bienes civiles y ocupación de predios, entre otras. Dijo que ha enviado todas las denuncias que la Personería ha recibido a la Procuraduría, como sucedió el 21 de enero pasado, con dos quejas, y el 16 diciembre de 2020, con otras dos. Pero, además, dijo que lo que recibe es mínimo, pues las comunidades tienen miedo de denunciar. “Hay que tener en cuenta que no solamente hay un actor que es la fuerza pública, sino hay otro que es la insurgencia, de la cual también se han recibido muchas violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario”.
En el encuentro estuvo ausente la Gobernación de Norte de Santander, pero su postura la dejó ver el secretario de Gobierno, Felipe Corzo, en declaraciones que le dio al diario La Opinión. Según dijo, él habló con el general Pinto y este le habría dicho que no van a retirar al Ejército de la zona. “No lo pueden mover, es su misión constitucional. Realmente esa solicitud no es sensata ni viable. Entendemos la posición de la comunidad porque se presentan enfrentamientos, pero no es realizable. Si van a hacer protestas, que sean contra los grupos armados y no contra el Ejército Nacional, porque lo único que ellos hacen es proteger a la comunidad”, afirmó el funcionario.
* * *
A pocas cuadras de la Alcaldía, en un edificio de tres pisos, funciona el albergue que habilitó el municipio para las víctimas del conflicto. Allí llegaron, el 2 de febrero, alrededor de la mitad de las familias desplazadas de Islitas y Monte Tarra. Las demás se regaron por otras veredas. Desde entonces, la parcela de don Rito y su familia, sus cultivos de plátano, yuca y cacao, y las vacas que tiene allí, con las que trata de pagar un préstamo que sacó para construir casa, quedaron a la deriva. En otras de las familias, uno que otro día alguien va hasta la vereda para darle de comer al ganado, pero nadie pasa la noche en sus veredas. Antes de las 6 de la tarde ya están de regreso en el albergue. Allí están en buenas condiciones, con atención de la Alcaldía, pero les han empezado a decir que esa atención se acabará. La emergencia debe ser atendida, en principio, por la administración local, pero luego debe entrar la Unidad de Víctimas a responder. Hoy, eso no ha pasado.
Su condición para volver es clara: que reubiquen la base. “No estamos pidiendo que se retiren de la región, sino que los reubiquen. Los que nos salimos somos los que estamos más cerca de la base. Ellos dicen que no son los generadores de violencia, pero si no es a ellos, entonces ¿a quién le están disparando? ¿La guerrilla con quién se está enfrentando?”, reclamó don Rito.
Pero no solo en las veredas el Ejército se ubicó cerca de las viviendas campesinas. De hecho, en el barrio 20 de Julio, en la cabecera municipal de Hacarí, los militares instalaron una base sobre la vivienda de un campesino, apenas unos cinco metros más arriba sobre el cerro. A finales del año pasado, esa base fue hostigada por un grupo armado y los campesinos del barrio quedaron en medio del fuego cruzado. Un artefacto explosivo cayó en la vivienda más cercana a la base. No detonó. El propietario y su familia optaron por desplazarse más hacia el centro del municipio. Ese día los soldados disparaban sobre el cerro, al frente de las casas, donde hoy corretea un puñado de niños.
El pasado sábado 27 de febrero, 23 congresistas y 63 organizaciones sociales firmaron una acción urgente en respaldo a las comunidades de estas veredas y las familias desplazadas. Saludaron la decisión de los campesinos de levantar el asentamiento con el compromiso de que esta semana se produzca la reunión anunciada con el comandante de la Segunda División del Ejército. En caso “de no darse cumplimiento el campesinado se movilizará nuevamente de manera masiva”, se advierte en ese documento.
De hecho, justo el día en que se decidió levantar el asentamiento acababan de llegar nuevas delegaciones de campesinos de municipios aledaños listos para sumarse al reclamo de que la guerra es entre los armados, no con la población civil. En la mañana del viernes la zona quedó vacía, pero esta semana se verá si los campesinos tendrán que volver a instalar sus carpas.
Le recomendamos:
*Cajibío: el sigiloso avance de la coca y las disidencias de las Farc
*El nuevo panorama de la guerra en el Catatumbo
*“El énfasis debe ser en una política para desmantelar grupos armados”: ONU DD.HH