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Un radio del tamaño de una panela colgaba de una columna en una casa de madera ubicada a orillas del río San Juan (entre Chocó y Valle del Cauca). La noticia hablaba sobre la segunda Misión de Naciones Unidas que acompañará la implementación del Acuerdo de Paz que alcanzaron el Gobierno y las Farc. “Paz” es la palabra que queda retumbando en la mente del dueño de la casa, un negro de unos 65 años. “¿Si hay paz por qué tanta maluquera?”, pregunta en voz alta. Y “maluquera” en este caso quiere decir “guerra”.
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El río San Juan es el escenario de una guerra a muerte. Desde el 2014, cuando el proceso de paz con las Farc avanzaba, empezó el reacomodamiento de fuerzas en el afluente. Llegaron las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la Fuerza Pública con el mismo objetivo: controlar ese río que tiene siete salidas al mar (estratégicas para el tráfico de armas, narcóticos y otras mercancías ilegales) y que durante muchos años estuvo bajo el dominio del frente 30 y el Bloque Móvil Arturo Ruíz de las Farc.
En medio de esa confrontación está la población civil. En el Litoral del San Juan hay 30 comunidades negras y 24 pueblos indígenas de la etnia Wounaan. La situación humanitaria cada vez es más grave. Según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en lo que va corrido de 2017 se han desplazado 1.640 personas de los municipios de Buenaventura y Litoral del San Juan.
Una escena de esas cifras: veo una mujer llevando en una canoa su casa desarmada, tablas de madera y tejas metálicas. El desplazamiento en la zona es tan grave que Acnur ya habla de “pueblos arrasados”. Las comunidades de Carrá, Cuellar y Togoromá están desiertas.
Pero no es sólo el desplazamiento. El 25 de marzo de 2017 un grupo de hombres armados que portaban insignias del ELN llegaron hasta la comunidad de Carrá y abrieron fuego indiscriminadamente. En la acción murieron cinco personas. Días antes, comentan, se había presentado un combate en esa comunidad entre las AGC y la Infantería de Marina. Episodio tras el cual, dicen, la Fuerza Pública les empezó a gritar que eran unos paramilitares.
Ningún grupo armado ha dejado de cometer excesos. En una visita que hizo la Corte Constitucional a la zona entre el 20 y el 24 de septiembre de 2016 constataron la ocupación de bienes civiles por parte de la Infantería de Marina en la comunidad de Palestina. La Defensoría del Pueblo intervino y la Brigada de Infantería de Marina número 24 construyó una casa en la que está instalada. Además, la Fuerza Pública ha llegado a algunas comunidades diciendo que tiene “orden presidencial” de hablar con las personas para interrogarlos sobre los movimientos de los otros grupos armados. Esas visitas ponen a los civiles en la mira de los violentos.
Por todo eso las comunidades que insisten en quedarse en su territorio se llaman a sí mismas “resistentes”. Es el caso de los cabildos de Agua Clara, Puerto Pizario, Valledupar y de la comunidad afro de Malaguita. Todas, a pesar de las penurias que les ha generado el conflicto armado, se han negado a dejar de existir.
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El duro retorno de Agua Clara
La persistencia de Agua Clara es conocida en la región debido a que el 28 de noviembre de 2014 tuvieron que huir. Ese día 127 familias (573 personas) de las comunidades indígenas de Agua Clara, Chachajo y Chamapuro salieron hacia Buenaventura. Tomaron la decisión luego de que las AGC llegaran durante varios días seguidos a la comunidad con la intención de quedarse. Ese hecho significaba que los otros grupos armados en la región estigmatizarían a los pobladores.
Estando en Buenaventura el drama del desplazamiento cobró la vida de cuatro niños por enfermedades curables y la falta de procedimientos adecuados. Tras concertar un Plan de Retorno con las autoridades, la comunidad volvió a su territorio el 29 de noviembre de 2015. En el documento quedaron consignados varios compromisos del Estado para que el retorno de las comunidades se hiciera en condiciones dignas. Por ejemplo, la entrega de una lancha ambulancia, acceso a internet y el fortalecimiento de la guardia indígena, entro otros. Sin embargo, las quejas de incumplimientos son recurrentes.
Esas quejas fueron reseñadas en el auto 091 de 2017 en el cual la Corte Constitucional consignó que en la región se han adelantado procesos de retorno y reubicación “sin recursos, acompañamiento institucional y cumplimientos de mínimos de dignidad y seguridad”.
En cuanto a la seguridad las condiciones parecen no ser muy diferentes a las que había cuando se desplazaron. El 19 de noviembre de 2016 unos hombres armados botaron al agua a un indígena wounaan que estaba en una lancha de la comunidad y se la robaron. En la zona las lanchas son el único medio de transporte que tienen los indígenas para salir a hacer sus actividades. Además, los líderes han recibido amenazas por teléfono, por lo cual antes de salir hacia Buenaventura le piden a los médicos tradicionales que los recen para protegerlos.
La alimentación también se ha visto afectada. El miedo a encontrarse con los armados ha hecho que la pesca y la caza se reduzcan. Antes iban a las bocanas del río a pescar. Sin embargo, ahora solo asumen el riesgo cuando pueden ir en grupos grandes. Además, las comunidades (ubicadas sobre las salidas al mar Pacífico) con las que intercambiaban todos los domingos pescado por cultivos han quedado vacías o están habitadas por desconocidos.
Las artesanías y el espíritu de Valledupar
Varias veces vieron pasar cuerpos sin cabeza por el río. Varias mujeres fueron víctimas de las Autodefensas Unidas de Colombia que les cortaban los senos cuando las veían usar blusas bajo el argumento de que las indígenas no debían cubrirse el pecho. La guerra para la comunidad de Valledupar empezó mucho antes del 2014.
Desde el 2010 se está agudizando. Ese año un grupo armado secuestró a un indígena de ese cabildo y le hizo algunas preguntas. Cuando terminaron el interrogatorio la amenazaron. Ese mismo año apareció muerto un habitante de la comunidad vecina de Palestina. Con esos episodios llegó el miedo.
Y el temor va en aumento. El 8 de enero de 2017 un indígena iba a recoger frutas y entre el follaje alcanzó a ver a varios hombres armados vestidos de negro. El hecho hizo que la comunidad se declarara en confinamiento. Más recientemente, el 16 de julio hubo un enfrentamiento en Taparal, una comunidad cercana. Las casas en el cabildo Valledupar, ubicado en Buenaventura, temblaron ese día.
Las afectaciones que la confrontación armada genera en la región también pasan por lo espiritual. Así lo sienten en Valledupar. Afirman que el enfrentamiento armado ha generado que los chimias (espíritus que están presentes en todo lo que los rodea) cambien. Además, creen que Ewandam (su dios) los ha castigado porque no distingue entre quienes hacen la guerra y quienes no. Ese castigo ha consistido en que hace más de 20 años no nace en la comunidad un mensajero de Ewandam.
Otra afectación se materializó en diciembre del 2016, cuando tenían una cita en Expoartesanías en Bogotá. La idea era vender en Corferias las cestas, manillas, collares y el resto de artesanías que por tradición ellos hacen. Sin embargo, el miedo a ir a recoger el chocolatillo y el guerrregue (las materias primas) derivó en que perdieran el espacio en la exposición.
“Nosotros no somos pobres, los indígenas tenemos toda la diversidad que quieren los extranjeros”, dicen cuando hablan de las razones que los mantienen resistiendo en su territorio.
En Malaguita la violencia no solo es la guerra
Las 19 familias que viven en la comunidad afro de Malaguita dicen pagar el minuto a celular más caro del país: 28 mil pesos. Lo anterior porque para tener señal deben ir hasta la comunidad de Puerto Pizario, lo que demanda dos galones de gasolina. Antes sus celulares contaban con señal, pero desde que los operativos se intensificaron en junio de este año los teléfonos han quedado inservibles.
Pero las quejas no se limitan a la falta de comunicación. El año pasado no tuvieron profesor en la institución educativa de la comunidad, por lo que unas 10 familias salieron hacia otras comunidades o hacia Buenaventura para que los niños pudieran estudiar. “El tema de los profesores no tiene que ver con el conflicto armado porque acá siempre hemos tenido ese problema”, cuentan.
La salud es otro tema que los afana. Dicen que las brigadas de salud, la última se dio en noviembre, no los atienden de manera satisfactoria. Solamente llegan con el fin de atender a personas que reporten urgencias. No hay chequeos para prevenir enfermedades, cuentan.
La guerra también los tiene sitiados. Desde que se dio la masacre de Carrá han estado pensando en salir de la zona, idea que cogió más fuerza cuando los 107 integrantes de la comunidad de Cabecera se desplazaron a Buenaventura el 1 de abril de 2017. A pesar de que ya no pueden salir a pescar a las bocanas del río ni a las quebradas cercanas y de que su alimentación ha cambiado por las restricciones de movilidad se resisten a salir.
La solidaridad de Puerto Pizario
El 20 de agosto de 2016 llegaron a Puerto Pizario 120 indígenas provenientes de los cabildos Puerto Guadualito y Unión San Juan (ubicados al otro lado del río). Salieron de sus comunidades luego de que una mujer fuera torturada: le cortaron cuatro dedos con un cuchillo y la golpearon. Además, con ella mandaron una amenaza según la cual los armados no iban a descansar hasta no acabar con todos los dirigentes de Puerto Pizario.
Tiempo después, el 17 de mayo de 2017, otra comunidad llegó a resguardarse en Puerto Pizario. Se trata de seis familias provenientes de Cerrito Bongo que huían de los combates que se daban cerca de su territorio.
Las condiciones en las que viven las comunidades en desplazamiento no son las mejores. Las familias de Cerrito Bongo pasan sus días en albergues hechos de lona verde. Por su parte, en el auto 091 de 2017 quedó consignado que, antes del desplazamiento de Cerrito Bongo, vivían 740 personas en 60 viviendas que hay en Puerto Pizario.
Esa comunidad ha abierto sus puertas aunque también han padecido la guerra en carne propia. El 25 de septiembre de 2014 hubo un combate entre Puerto Pizario y Cabecera. A pesar de eso, no quisieron abandonar el territorio. Se quedaron todos en el colegio de la comunidad sin poder salir a cazar ni a pescar. Comían lo que alcanzaban a sacar de sus casas y algunos insumos que había en la tienda.
El miedo ha impedido la práctica de ceremonias tradicionales. Creen que si se reunen a hacer sus danzas y rezos algún grupo armado los puede rodear y ocasionar una tragedia. Las mujeres ya no van a los cultivos porque la tortura en Puerto Guadualito les mandó el mensaje de que ellas también son blancos en la guerra.
El territorio para las comunidades del río San Juan no es simplemente el lugar en donde viven, es el lugar de la memoria, de las tradiciones. Es la cultura la que los constituye como pueblos. “Nosotros siempre defendemos al pueblo y su cultura porque cuando un pueblo pierde su cultura se pierde, desaparece”, concluyen. En el San Juan “la maluquera” tiende a agravarse.
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*Este reportaje se hizo en el marco de una visita de monitoreo de la situación humanitaria al río San Juan, adelantada por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refuciados (Acnur), que hace presencia en la región desde 2004.