María la Baja, el ocaso de la tierra campesina
La lucha de 29 campesinos por regresar a sus tierras sembradas con 278 hectáreas de palma aceitera, que alimenta la planta extractora del empresario Carlos Murgas. Una historia de sangre, engaño y dolor.
Edinson Arley Bolaños / @eabolanos
Cuando se empezó a implementar la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo en 1968, los campesinos de María la Baja (Bolívar) se escondían en el monte para huir de los funcionarios que repartían la tierra. Por las emisoras Radio Libertad de Barranquilla y Radio Fuentes de Cartagena, únicos medios a los que tenían acceso los pobladores, anunciaban que quienes tocaban a la puerta eran comunistas que iban a marcar con hierro caliente a los hijos de esas tierras.
Lea también: Tierras, un capítulo a escribir en la JEP?
“Más de uno se fue a la montaña creyéndose el cuento, otros se fueron para Venezuela y otros nos quedamos y aquí tenemos el pedazo de tierra”, recuerda Elva Barrera, la viuda de Máximo Ariza, un líder agrario que perdió la vida defendiendo los predios que les había adjudicado el gobierno y enfrentando sin armas a los paramilitares de “Juancho Dique”, en la finca El Cucal, cerca de donde quedó regada su sangre el 27 de diciembre de 1997, en el corregimiento San José del Playón.
Diagonal a la planta extractora de aceite de palma, que está ubicada en la Troncal del Caribe, a 10 minutos de María La Baja e inaugurada en 2007, hay una carretera destapada que conduce al cruce del corregimiento de San José del Playón y otras veredas. Ahí nos esperaban Elva Barrera, Graciela Lobo y un puñado de negros que se consideran campesinos desde los tiempos en que Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc) fue su sombrilla para pelear por un pedazo de tierra; tierra que años más tarde unos abandonaron, otros vendieron, otros alquilaron y, los que aún la tienen, está rodeada de palma o empeñada en los bancos.
El Cucal es una finca que tiene 904 hectáreas, todas adjudicadas a 62 campesinos tras la conquista agraria de Ariza en 1993. Hoy, ninguno ha retornado al predio que abandonaron por la presión paramilitar desde 1997 hasta nuestros días, y solo 14 han solicitado la restitución de sus parcelas sin que hasta la fecha tengan una respuesta esperanzadora.
En las próximas semanas, la Asociación del Comité de Desplazados de El Cucal (Asocucal), radicará en la Unidad de Restitución de Tierras (Urt) 15 solicitudes más que sumarían 355 hectáreas pedidas en restitución. Quieren demostrarle al país que se fueron cuando la sangre corrió por los surcos de lo que hoy son los cultivos de palma y que antes que palma aceitera para alimentar la planta del empresario Carlos Murgas, en la finca El Cucal sembraban comida, tanta como para abastecer a su propio pueblo.
El legado de Máximo Ariza
Elva Barrera tiene 66 años, las piernas gruesas de tanto caminar por los Montes de María y un machete de mango largo, propio para cortar el corozo aceitero que brota de la palma espinosa, pero el de ella es para cultivar maíz y tumbar la maleza. Hay que hablarle fuerte, porque un tiro que le rozó un oído el día que iban a matar a Máximo la dejó sorda.
Cada palabra, cada lágrima, cada paso que da lo hace en honor a Ariza. Se conocieron el 14 de febrero de 1991, cuando el líder dio la orden de invadir la finca El Cucal, de Rafael Vergara Támara, un terrateniente de Sincelejo que para ese momento ya había sido Gobernador de Bolívar y senador por el partido Liberal. Entonces los campesinos vivían hacinados con sus familias y querían tierra para trabajarla.
Se tomaron El Cucal, pero se instalaron en el sitio conocido como Los Delicios, donde sembraron mango, ajonjolí y coco. El Ejército pronto llegaría a disparar, como si se estuviera enfrentando con la guerrilla, afirma Barrera. Las peleas fueron constantes, pero finalmente en la oficina del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incora), en Cartagena (Bolívar), Máximo Ariza y Rafael Vergara se vieron las caras.
Los campesinos, entonces bajo el liderazgo de la Anuc de Sincelejo (pues esa asociación se dividió entre líderes agrarios que estaban con el Gobierno, y líderes de la capital de Sucre que impulsaban la reforma agraria por vías de hecho), presionaron para que Vergara Támara vendiera al Incora El Cucal, una de las seis fincas que tenía en los departamentos de Bolívar y Sucre. En ese momento, la reforma agraria que impulsó Lleras Restrepo desde 1968 se había caído por obra de los terratenientes del país, tras el pacto de Chicoral, en Chaparral (Tolima), aun cuando Vergara Támara, siendo terrateniente y parlamentario, la había apoyado con su voto para que les repartieran tierra a los campesinos.
Por eso la relación con Ariza no era tan buena. El día que llegaron a la oficina del Incora, un funcionario de apellido Martínez, con acento costeño marcado y a quien Elva recuerda muy bien, entonces le diría a Ariza: “Hiciste bien en no contestar, porque él estaba armado y te provocó diciéndote guerrillero para que le contestaras y así poder matarte aquí en las oficinas”.
La pelea la ganaron. Las tierras las compró el Incora y a cada uno de los 62 campesinos que resistieron les adjudicaron 14 hectáreas de tierra. A un vecino de Elva, a José de los Santos Arias, por ejemplo, el 26 de abril de 1993, el Incora le entregó la resolución de adjudicación de la parcela número 40, "la cual forma parte del inmueble conocido como El Cucal, en la vereda Arroyo Grande, en María la Baja", se lee en el documento 0720 del extinto instituto.
Así los campesinos se hicieron a sus parcelas. En 1995 recibieron los predios, cercaron con alambre de púas, luego Ariza legalizó la tierra en instrumentos públicos y al final logró proyectos productivos para que sus coterráneos empezaran a pagar la tierra y a vivir dignamente.
Llegó el 30 de diciembre de 1997 y con él una historia que Barrera nunca quisiera repetir, por la que sigue en pie de lucha y por la que no vende su tierra “así me saquen de aquí con los pies para adelante, pero de este terruño nunca me iré”, dice mientras su voz se atraganta al recordar a Máximo, “al líder”, como lo llama aún.
A las 8:00 de la mañana, mientras preparaba el desayuno, llegaron los desconocidos buscando a Máximo. Lo encontraron donde ella lo escondía. “Lo sacaron de mi habitación, le esposaron las manos y le pusieron un lazo en la cintura para arrastrarlo por la carretera”. A ella le pusieron cadenas en los pies y en las manos.
“Después decidieron soltarme para que les avisara a todos los demás parceleros que tenían que salir de esta finca, que porque esta tierra era de Don Rafa”, le respondió un paramilitar al que le llamaban “Tas Tas”, cuando ella preguntó que por qué no soltaban a Máximo si no le habían encontrado nada. “No. Por este cochinito nos dieron un billete grande”, le respondió, dice Barrera. “Por eso hoy tengo la plena convicción de que la muerte de Máximo fue paga. ¿Quién? Aún no lo sé. Ojalá el fin del conflicto permita conocer quién lo hizo”, concluye.
En la refriega y en la lucha se conocieron y se amaron. Y aunque Máximo tenía una esposa con quien había engendrado dos hijos y de la que se separó, con Elva tenía otros sueños que la guerra desmoronó. El día que lo encontraron muerto, después de tanta espera, la exesposa le avisó a Elva para que lo fuera a recoger. Lo hicieron sufrir. Tenía úlceras en la piel. Le apagaron cigarrillos encendidos en su cuerpo y lo arrastraron como a un “perro” por la carretera. El 31 de diciembre a las 7:00 p.m., a un lado de la Troncal del Caribe, en un pedazo de tierra amarilla que conduce al Playón, finalmente Elva lo recogió para enterrarlo en silencio y con el dolor de haber perdido al líder, “a mi líder”, dice y se apoya en el cerco de la parcela que consiguieron juntos y que arrendó años después cuando huyó de la muerte.
Tierras de mala fe
En 2000 intentaron regresar, pero los paramilitares de “Juancho Dique” lo impidieron. En 2004, Elva se fue para Venezuela tras otra estampida paramilitar que los amenazó con quemarlos vivos con todo y sus ranchos; y ya en 2006 se dio un retorno lento de campesinos. Hastiados de tanto miedo y de estar lejos de sus tierras, emprendieron otra lucha, esta vez, contra los palmeros que llegaron a pescar en el río revuelto del terror sembrado por los paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María.
Ni Elva Barrera ni Graciela Lobo, esta última es la representante de la asociación que reclama las tierras (Asocucal), quisieron vender sus parcelas. Hoy, 20 años después del destierro, aún van a trabajar la parcela por ratos, pues para regresar a vivir todavía les temen a los armados. Ahí cultivan el ñame y el maíz para acompañar la cena con bagre. Desde 2007 las llaman las oficinas de cobro para que paguen la tierra y los créditos para proyectos productivos que les hicieron en 1995 y los cuales les tocó abandonar en 1997.
Así, después de la desmovilización de los paramilitares, llegaron en desbandada “los negociadores de la palma”, como les llaman los campesinos a los hombres que compraron varios predios en El Cucal. A la puerta de Graciela Lobo tocaron en 2008: “Véndanos la parcela, porque usted tiene un cobro judicial y pueda que se la quite el Estado, porque no ha pagado ni la tierra ni el crédito”, eso me dijeron y luego llamaron a cobrar otra vez. Por eso, muchos se pusieron a pensar que antes de quedar sin tierra y sin nada era mejor venderles a los inversionistas y aprovechar algo. Y así hicieron: les dieron 20 millones de pesos dizque por venta, cuenta Lobo.
A lo que Graciela se refiere cuando advierte con un “dizque”, es al engaño que habrían vivido campesinos como José de los Santos Arias y su esposa Carmen Lucía Cueva Ruiz para quitarles sus tierras. En 2008, cansados de los paramilitares que se habían tomado la finca como su vivienda, la pareja decidió “vender” la parcela a un palmero.
“Le vendimos a Álvaro, que trabaja en la oficina de Asopalma, por $3.350.000 cada hectárea. Teníamos 14 hectáreas. De ese dinero debía pagar la deuda de la tierra a las entidades que compraron la cartera. Ahora el predio está sembrado de palma”, explica Cueva Ruiz en la exposición de motivos en donde le reclama al Estado que le devuelva su pedazo de tierra.
“¿Pero cuál Asopalma?”, se pregunta Carlos José Murgas, gerente agroindustrial del grupo empresarial Oleoflores, quien reconoce que solo tiene cuatro fincas sembradas de palma en María La Baja. “Porque hay 17 Asopalmas y cada una tiene 250 agricultores. O sea, pueden haber 80 Álvaros”, dijo el empresario, que compra la mayoría del corozo de la región para alimentar su planta extractora de aceite y de biocombustible.
Conscientes de lo que estaba pasando con los paramilitares, un año antes, el 3 de septiembre de 2007, la pareja de campesinos asistió a la oficina de extinto Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), en Cartagena, con el fin de registrar su predio rural como abandonado por causa de la violencia. Según la resolución 2412 que entonces emitió esa entidad el 23 de noviembre de 2007, se concedió la protección del inmueble y le solicitó a la Oficina de Instrumentos Públicos “abstenerse de inscribir actos de enajenación o transferencia, a cualquier título, del predio anteriormente descrito”, escribió Pablo Emilio Agámez, para ese momento jefe de la oficina del Incoder en Bolívar.
No obstante, en 2008, a De los Santos le dijeron que le compraban la finca y la vendió. Firmó un documento, del que no dejaron copia, y luego se supo que lo que había firmado era un contrato de arrendamiento por 40 años. Curiosamente, aunque el predio ya no está físicamente en manos de la viuda Cueva Ruiz, la última anotación en el certificado de tradición afirma que nunca fue vendido: “prohibido enajenar sin autorización”, se lee. Y seguidamente hace referencia a la resolución que emitió el Incoder de Montería el 23 de noviembre de 2007, justo cuando la pareja vio a los paramilitares viviendo en su casa y denunció el despojo.
En diciembre de 2013, un mes después de que se acercara a las oficinas de la para solicitar que le devolvieran su parcela, De los Santos fue asesinado por Los Rastrojos (residuos paramilitares) “sin justa causa”, dice hoy la viuda.
Cuando la semilla crezca
La generación de campesinos que supera los 60 años padeció todos los cataclismos de la guerra. Fueron perseguidos con la mentalidad de la guerra fría, calificándolos de comunistas e insurgentes cuando se levantaron por un pedazo de tierra. Son los que hoy reclaman El Cucal. Los que, con la nostalgia del pasado, ahora piensan en sus descendientes. “Es que la gallina escarba y escarba es para sus hijos, eso yo lo aprendí de mamá”, dice Barrera.
De los 62 que vivían en 1997 en El Cucal, solo 14 han presentado solicitud de restitución. De ellos, siete dicen que vendieron a particulares identificados apenas por el primer nombre: Álvaro o Fabián. Nombres recurrentes entre los relatos de los campesinos y a quienes relacionan como socios de la empresa de Carlos Murgas y su planta extractora.
“La gente nuestra son 1.200 agricultores, todos dueños de sus predios, todos con posesión legítima y escritura, porque si no, no fueran sujetos de créditos. Lo otro es que son dos o tres casos específicos que han tenido procesos de restitución, pero, han salido airosos en lo administrativo. Más de ahí no conozco otro proceso de restitución en la zona”, dice Murgas para defenderse de quienes lo acusan de utilizar intermediarios para comprar la tierra de los campesinos desplazados y destinarla al monocultivo de la palma.
Lo cierto es que en seis de los 14 casos que solicitaron restitución de tierras hay palma sembrada. Y hay nueve predios más que no han solicitado restitución y que también están sembrados de palma. Eso sumaría un total aproximado de 278,2 hectáreas sembradas con ese cultivo en la finca El Cucal, dice un informe del Observatorio de territorios étnicos y campesinos (Otec), de la Universidad Javeriana, que acompaña a estas comunidades. Al final, seguir insistiendo después de tanta sangre derramada tiene una sola explicación: ellos no quieren quedar en medio de otra guerra fría entre capitalistas y comunistas. Quieren sus tierras para recuperar la semilla que Máximo Ariza dejó hace 20 años y, ahora sí, verla florecer en memoria de su líder.
*Con apoyo del proyecto “Restitución de tierras y construcción de paz con comunidades étnicas y campesinas”, ejecutado por la Universidad Javeriana y el Cinep, y financiado por la Unión Europea.
Cuando se empezó a implementar la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo en 1968, los campesinos de María la Baja (Bolívar) se escondían en el monte para huir de los funcionarios que repartían la tierra. Por las emisoras Radio Libertad de Barranquilla y Radio Fuentes de Cartagena, únicos medios a los que tenían acceso los pobladores, anunciaban que quienes tocaban a la puerta eran comunistas que iban a marcar con hierro caliente a los hijos de esas tierras.
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“Más de uno se fue a la montaña creyéndose el cuento, otros se fueron para Venezuela y otros nos quedamos y aquí tenemos el pedazo de tierra”, recuerda Elva Barrera, la viuda de Máximo Ariza, un líder agrario que perdió la vida defendiendo los predios que les había adjudicado el gobierno y enfrentando sin armas a los paramilitares de “Juancho Dique”, en la finca El Cucal, cerca de donde quedó regada su sangre el 27 de diciembre de 1997, en el corregimiento San José del Playón.
Diagonal a la planta extractora de aceite de palma, que está ubicada en la Troncal del Caribe, a 10 minutos de María La Baja e inaugurada en 2007, hay una carretera destapada que conduce al cruce del corregimiento de San José del Playón y otras veredas. Ahí nos esperaban Elva Barrera, Graciela Lobo y un puñado de negros que se consideran campesinos desde los tiempos en que Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc) fue su sombrilla para pelear por un pedazo de tierra; tierra que años más tarde unos abandonaron, otros vendieron, otros alquilaron y, los que aún la tienen, está rodeada de palma o empeñada en los bancos.
El Cucal es una finca que tiene 904 hectáreas, todas adjudicadas a 62 campesinos tras la conquista agraria de Ariza en 1993. Hoy, ninguno ha retornado al predio que abandonaron por la presión paramilitar desde 1997 hasta nuestros días, y solo 14 han solicitado la restitución de sus parcelas sin que hasta la fecha tengan una respuesta esperanzadora.
En las próximas semanas, la Asociación del Comité de Desplazados de El Cucal (Asocucal), radicará en la Unidad de Restitución de Tierras (Urt) 15 solicitudes más que sumarían 355 hectáreas pedidas en restitución. Quieren demostrarle al país que se fueron cuando la sangre corrió por los surcos de lo que hoy son los cultivos de palma y que antes que palma aceitera para alimentar la planta del empresario Carlos Murgas, en la finca El Cucal sembraban comida, tanta como para abastecer a su propio pueblo.
El legado de Máximo Ariza
Elva Barrera tiene 66 años, las piernas gruesas de tanto caminar por los Montes de María y un machete de mango largo, propio para cortar el corozo aceitero que brota de la palma espinosa, pero el de ella es para cultivar maíz y tumbar la maleza. Hay que hablarle fuerte, porque un tiro que le rozó un oído el día que iban a matar a Máximo la dejó sorda.
Cada palabra, cada lágrima, cada paso que da lo hace en honor a Ariza. Se conocieron el 14 de febrero de 1991, cuando el líder dio la orden de invadir la finca El Cucal, de Rafael Vergara Támara, un terrateniente de Sincelejo que para ese momento ya había sido Gobernador de Bolívar y senador por el partido Liberal. Entonces los campesinos vivían hacinados con sus familias y querían tierra para trabajarla.
Se tomaron El Cucal, pero se instalaron en el sitio conocido como Los Delicios, donde sembraron mango, ajonjolí y coco. El Ejército pronto llegaría a disparar, como si se estuviera enfrentando con la guerrilla, afirma Barrera. Las peleas fueron constantes, pero finalmente en la oficina del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incora), en Cartagena (Bolívar), Máximo Ariza y Rafael Vergara se vieron las caras.
Los campesinos, entonces bajo el liderazgo de la Anuc de Sincelejo (pues esa asociación se dividió entre líderes agrarios que estaban con el Gobierno, y líderes de la capital de Sucre que impulsaban la reforma agraria por vías de hecho), presionaron para que Vergara Támara vendiera al Incora El Cucal, una de las seis fincas que tenía en los departamentos de Bolívar y Sucre. En ese momento, la reforma agraria que impulsó Lleras Restrepo desde 1968 se había caído por obra de los terratenientes del país, tras el pacto de Chicoral, en Chaparral (Tolima), aun cuando Vergara Támara, siendo terrateniente y parlamentario, la había apoyado con su voto para que les repartieran tierra a los campesinos.
Por eso la relación con Ariza no era tan buena. El día que llegaron a la oficina del Incora, un funcionario de apellido Martínez, con acento costeño marcado y a quien Elva recuerda muy bien, entonces le diría a Ariza: “Hiciste bien en no contestar, porque él estaba armado y te provocó diciéndote guerrillero para que le contestaras y así poder matarte aquí en las oficinas”.
La pelea la ganaron. Las tierras las compró el Incora y a cada uno de los 62 campesinos que resistieron les adjudicaron 14 hectáreas de tierra. A un vecino de Elva, a José de los Santos Arias, por ejemplo, el 26 de abril de 1993, el Incora le entregó la resolución de adjudicación de la parcela número 40, "la cual forma parte del inmueble conocido como El Cucal, en la vereda Arroyo Grande, en María la Baja", se lee en el documento 0720 del extinto instituto.
Así los campesinos se hicieron a sus parcelas. En 1995 recibieron los predios, cercaron con alambre de púas, luego Ariza legalizó la tierra en instrumentos públicos y al final logró proyectos productivos para que sus coterráneos empezaran a pagar la tierra y a vivir dignamente.
Llegó el 30 de diciembre de 1997 y con él una historia que Barrera nunca quisiera repetir, por la que sigue en pie de lucha y por la que no vende su tierra “así me saquen de aquí con los pies para adelante, pero de este terruño nunca me iré”, dice mientras su voz se atraganta al recordar a Máximo, “al líder”, como lo llama aún.
A las 8:00 de la mañana, mientras preparaba el desayuno, llegaron los desconocidos buscando a Máximo. Lo encontraron donde ella lo escondía. “Lo sacaron de mi habitación, le esposaron las manos y le pusieron un lazo en la cintura para arrastrarlo por la carretera”. A ella le pusieron cadenas en los pies y en las manos.
“Después decidieron soltarme para que les avisara a todos los demás parceleros que tenían que salir de esta finca, que porque esta tierra era de Don Rafa”, le respondió un paramilitar al que le llamaban “Tas Tas”, cuando ella preguntó que por qué no soltaban a Máximo si no le habían encontrado nada. “No. Por este cochinito nos dieron un billete grande”, le respondió, dice Barrera. “Por eso hoy tengo la plena convicción de que la muerte de Máximo fue paga. ¿Quién? Aún no lo sé. Ojalá el fin del conflicto permita conocer quién lo hizo”, concluye.
En la refriega y en la lucha se conocieron y se amaron. Y aunque Máximo tenía una esposa con quien había engendrado dos hijos y de la que se separó, con Elva tenía otros sueños que la guerra desmoronó. El día que lo encontraron muerto, después de tanta espera, la exesposa le avisó a Elva para que lo fuera a recoger. Lo hicieron sufrir. Tenía úlceras en la piel. Le apagaron cigarrillos encendidos en su cuerpo y lo arrastraron como a un “perro” por la carretera. El 31 de diciembre a las 7:00 p.m., a un lado de la Troncal del Caribe, en un pedazo de tierra amarilla que conduce al Playón, finalmente Elva lo recogió para enterrarlo en silencio y con el dolor de haber perdido al líder, “a mi líder”, dice y se apoya en el cerco de la parcela que consiguieron juntos y que arrendó años después cuando huyó de la muerte.
Tierras de mala fe
En 2000 intentaron regresar, pero los paramilitares de “Juancho Dique” lo impidieron. En 2004, Elva se fue para Venezuela tras otra estampida paramilitar que los amenazó con quemarlos vivos con todo y sus ranchos; y ya en 2006 se dio un retorno lento de campesinos. Hastiados de tanto miedo y de estar lejos de sus tierras, emprendieron otra lucha, esta vez, contra los palmeros que llegaron a pescar en el río revuelto del terror sembrado por los paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María.
Ni Elva Barrera ni Graciela Lobo, esta última es la representante de la asociación que reclama las tierras (Asocucal), quisieron vender sus parcelas. Hoy, 20 años después del destierro, aún van a trabajar la parcela por ratos, pues para regresar a vivir todavía les temen a los armados. Ahí cultivan el ñame y el maíz para acompañar la cena con bagre. Desde 2007 las llaman las oficinas de cobro para que paguen la tierra y los créditos para proyectos productivos que les hicieron en 1995 y los cuales les tocó abandonar en 1997.
Así, después de la desmovilización de los paramilitares, llegaron en desbandada “los negociadores de la palma”, como les llaman los campesinos a los hombres que compraron varios predios en El Cucal. A la puerta de Graciela Lobo tocaron en 2008: “Véndanos la parcela, porque usted tiene un cobro judicial y pueda que se la quite el Estado, porque no ha pagado ni la tierra ni el crédito”, eso me dijeron y luego llamaron a cobrar otra vez. Por eso, muchos se pusieron a pensar que antes de quedar sin tierra y sin nada era mejor venderles a los inversionistas y aprovechar algo. Y así hicieron: les dieron 20 millones de pesos dizque por venta, cuenta Lobo.
A lo que Graciela se refiere cuando advierte con un “dizque”, es al engaño que habrían vivido campesinos como José de los Santos Arias y su esposa Carmen Lucía Cueva Ruiz para quitarles sus tierras. En 2008, cansados de los paramilitares que se habían tomado la finca como su vivienda, la pareja decidió “vender” la parcela a un palmero.
“Le vendimos a Álvaro, que trabaja en la oficina de Asopalma, por $3.350.000 cada hectárea. Teníamos 14 hectáreas. De ese dinero debía pagar la deuda de la tierra a las entidades que compraron la cartera. Ahora el predio está sembrado de palma”, explica Cueva Ruiz en la exposición de motivos en donde le reclama al Estado que le devuelva su pedazo de tierra.
“¿Pero cuál Asopalma?”, se pregunta Carlos José Murgas, gerente agroindustrial del grupo empresarial Oleoflores, quien reconoce que solo tiene cuatro fincas sembradas de palma en María La Baja. “Porque hay 17 Asopalmas y cada una tiene 250 agricultores. O sea, pueden haber 80 Álvaros”, dijo el empresario, que compra la mayoría del corozo de la región para alimentar su planta extractora de aceite y de biocombustible.
Conscientes de lo que estaba pasando con los paramilitares, un año antes, el 3 de septiembre de 2007, la pareja de campesinos asistió a la oficina de extinto Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), en Cartagena, con el fin de registrar su predio rural como abandonado por causa de la violencia. Según la resolución 2412 que entonces emitió esa entidad el 23 de noviembre de 2007, se concedió la protección del inmueble y le solicitó a la Oficina de Instrumentos Públicos “abstenerse de inscribir actos de enajenación o transferencia, a cualquier título, del predio anteriormente descrito”, escribió Pablo Emilio Agámez, para ese momento jefe de la oficina del Incoder en Bolívar.
No obstante, en 2008, a De los Santos le dijeron que le compraban la finca y la vendió. Firmó un documento, del que no dejaron copia, y luego se supo que lo que había firmado era un contrato de arrendamiento por 40 años. Curiosamente, aunque el predio ya no está físicamente en manos de la viuda Cueva Ruiz, la última anotación en el certificado de tradición afirma que nunca fue vendido: “prohibido enajenar sin autorización”, se lee. Y seguidamente hace referencia a la resolución que emitió el Incoder de Montería el 23 de noviembre de 2007, justo cuando la pareja vio a los paramilitares viviendo en su casa y denunció el despojo.
En diciembre de 2013, un mes después de que se acercara a las oficinas de la para solicitar que le devolvieran su parcela, De los Santos fue asesinado por Los Rastrojos (residuos paramilitares) “sin justa causa”, dice hoy la viuda.
Cuando la semilla crezca
La generación de campesinos que supera los 60 años padeció todos los cataclismos de la guerra. Fueron perseguidos con la mentalidad de la guerra fría, calificándolos de comunistas e insurgentes cuando se levantaron por un pedazo de tierra. Son los que hoy reclaman El Cucal. Los que, con la nostalgia del pasado, ahora piensan en sus descendientes. “Es que la gallina escarba y escarba es para sus hijos, eso yo lo aprendí de mamá”, dice Barrera.
De los 62 que vivían en 1997 en El Cucal, solo 14 han presentado solicitud de restitución. De ellos, siete dicen que vendieron a particulares identificados apenas por el primer nombre: Álvaro o Fabián. Nombres recurrentes entre los relatos de los campesinos y a quienes relacionan como socios de la empresa de Carlos Murgas y su planta extractora.
“La gente nuestra son 1.200 agricultores, todos dueños de sus predios, todos con posesión legítima y escritura, porque si no, no fueran sujetos de créditos. Lo otro es que son dos o tres casos específicos que han tenido procesos de restitución, pero, han salido airosos en lo administrativo. Más de ahí no conozco otro proceso de restitución en la zona”, dice Murgas para defenderse de quienes lo acusan de utilizar intermediarios para comprar la tierra de los campesinos desplazados y destinarla al monocultivo de la palma.
Lo cierto es que en seis de los 14 casos que solicitaron restitución de tierras hay palma sembrada. Y hay nueve predios más que no han solicitado restitución y que también están sembrados de palma. Eso sumaría un total aproximado de 278,2 hectáreas sembradas con ese cultivo en la finca El Cucal, dice un informe del Observatorio de territorios étnicos y campesinos (Otec), de la Universidad Javeriana, que acompaña a estas comunidades. Al final, seguir insistiendo después de tanta sangre derramada tiene una sola explicación: ellos no quieren quedar en medio de otra guerra fría entre capitalistas y comunistas. Quieren sus tierras para recuperar la semilla que Máximo Ariza dejó hace 20 años y, ahora sí, verla florecer en memoria de su líder.
*Con apoyo del proyecto “Restitución de tierras y construcción de paz con comunidades étnicas y campesinas”, ejecutado por la Universidad Javeriana y el Cinep, y financiado por la Unión Europea.