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Mientras apartaba la maleza, Hámilton Guaitotó aún era capaz de señalar las zanjas y los sitios exactos en donde quedaron tirados los cuerpos de Jimmilson, Julio y Mono, sus vecinos y amigos de infancia, a los que él recogió temprano el domingo 26 de marzo de 2017, en la mañana que siguió a la masacre.
Los hechos, atroces y breves, tuvieron lugar el día 25 mientras caía la noche en Carrá, un caserío de 60 campesinos junto al río San Juan, a pocos kilómetros del Litoral del San Juan, en el departamento de Chocó. Desde el primer momento aquella masacre se atribuyó al Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Antes del atardecer de ese sábado, Hámilton escuchó un alboroto que no comprendió al comienzo, cuando asomó de la casa de su hermana, donde andaba afeitándose para asistir con las mujeres del pueblo a una fiesta en Docordó, la cabecera municipal del Litoral.
“Quieto, no te movás, que si te movés te estallo”, oyó que gritaban. Tres hombres habían atrapado a Julio César Pozo, lo tenían con las manos hacia arriba y uno le apuntaba con el arma. “Yo no sé nada, yo no sé nada”, fue lo único que consiguió balbucear Pozo. Al día siguiente los médicos sugerirían que Julio César habría vivido si lo hubieran sacado a tiempo del lugar, pues se desangró tendido en solitario en la mitad de la noche y del aguacero. Todos los disparos le habían pegado en las piernas.
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Hámilton no vio más, tan solo atinó a escapar de una balacera que en 2020, cuando lo entrevistamos y acompañamos a las ruinas de lo que había sido su pueblo, él describía reiterando las palabras: “Fueron muchos, muchos, muchos tiros”.
Una de esas balas le mordió la piel, sin causarle mayor daño, “yo me brinqué al monte y me persiguieron, no sé qué pasó”. Más tarde Hámilton encontraría a un anciano, que lo recogió en una canoa pequeñita. “Hámilton, dicen que usted está muerto”, le contó el viejo, y él sólo pudo contestar la más obvia de las frases: “No tío, yo estoy vivo”. Juntos remaron río abajo, hacia Docordó, donde llegaron pasadas las nueve de la noche.
Quien sí pudo ver más fue un niño al que un tiro de fusil le destrozó el brazo para siempre, aunque logró arrojarse al San Juan, que atravesó herido y nadando con una sola mano hasta la otra orilla. Allí lo encontraron a salvo muchas horas después, pero ya lisiado de por vida.
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Los hombres llevaban brazaletes rojinegros y uno había guindado una bandera del ELN sobre un palo. “Estos son los elenos”, pensó otro sobreviviente a quien llamaremos Hersindo, al que unas botas aprisionaron contra el suelo, la boca de una pistola le apuntaba cerca. Hersindo escuchó decir a uno que debía ser el jefe: “Revisen las casas”.
En las casas no había nadie, casi todos se habían marchado a las cinco para la fiesta de las mujeres en Docordó. “Vámonos antes de que esto se llene de Pirañas”, fue lo último que se oyó cuando los hombres se embarcaban en un bote: “Síganles colaborando a los paracos, para que vean”.
Quince minutos que se dilatan
Con el periodista Juan Miguel Álvarez recorrí el río San Juan en enero de 2020. Nos acompañaban varios líderes del Consejo Comunitario General del San Juan (Acadesan), la organización afrocolombiana que agrupa las comunidades dueñas de aquel inmenso territorio.
El 11 de enero desembarcamos en Carrá, que ya era una aldea desvencijada, con sus casas en las fauces de la selva, a punto de que la maleza se las tragara por completo, invadiendo cada hueco de las tablas y cuartones que los pobladores habían ido sacando de a poco para venderlas.
Junto a los sobrevivientes nos internamos en aquella maleza escuchando sus testimonios. “Éramos como hermanos, hacíamos todo juntos, salíamos a cazar, a bailar, a pescar”, nos dijo entonces Hamilton Guaitotó refiriéndose a los muertos: “todo lo hacíamos juntos”.
“No se lo deseo a ningún ser humano: salir de su comunidad, de su casa, desnudos, en chanclas, sin camisa, descalzos, como nos tocó a nosotros, no trajimos nada de allá”.
Esos 15 minutos de tiroteo se han dilatado todos estos años en un martirio constante para los 68 sobrevivientes que huyeron desplazados a Docordó y Buenaventura, donde aún permanecen amontonados en cuartos de alquiler o ranchos improvisados al filo del hambre.
La masacre dejó cinco víctimas fatales: Alcides Arboleda, Didier Arboleda, Jimmy Pinzón, Julio César Pozo y Willington Hurtado, un menor de edad que se ahogó en el río cuando huía de las balas y por eso mismo su caso no fue registrado por la Unidad de Víctimas, según documentó este diario en 2018.
De acuerdo con la Defensoría, 14 familias y un total de 52 pobladores fueron desplazadas. La comunidad reporta 68 personas. La gente de Carrá jamás regresó a su pueblo y desde el comienzo solicitaron al Gobierno una reubicación, propuesta que no llegó a concretarse. La Unidad de Víctimas y la Alcaldía del Litoral del San Juan apoyaron algunos meses con mercados y ayudas económicas que no resolvieron su situación.
El martirio los acompañará siempre. “¿A qué horas fue esto?”, se preguntaba Hámilton, “es algo que no se lo deseo a ningún ser humano: salir de su comunidad, de su casa, desnudos, en chanclas, sin camisa, descalzos, como nos tocó a nosotros, no trajimos nada de allá”.
Su caso, tan mediático, muy pronto cayó en el olvido. Ocurrió apenas mes y medio después de que el gobierno de Juan Manuel Santos instalara formalmente una mesa de negociaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional en Quito, Ecuador, en febrero de 2017.
Los audios de “Uriel”
La guerrilla se apresuró a negar su responsabilidad cuando la Fiscalía señaló que un comando del Frente Occidental, integrado por siete hombres, había cometido el crimen.
Un comunicado de la dirección nacional del ELN, que circuló la semana siguiente a la masacre a través de una cuenta de Twitter que ya no existe, aseguró que no tenían ninguna relación con los hechos, achacándolos a las AGC, también llamadas Clan del Golfo. Varios medios replicaron esta versión, entre ellos Telesur durante su emisión del 27 de marzo de 2017.
Las hipótesis señalaron primero a las AGC, que coparon los territorios recién abandonados por las FARC con el Acuerdo de Paz. Otra versión llegó a insinuar que el crimen era responsabilidad de la Armada Nacional, pues 20 días antes un pelotón había llegado al caserío por la misma trocha que usaron los atacantes para cometer la masacre.
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Contrario a las insinuaciones frecuentes de supuesta connivencia entre paramilitares y Fuerza Pública, Colombia+20 confirmó que aquella incursión de la Armada buscaba golpear precisamente a los miembros de los grupos paramilitares que solían hacer presencia en Carrá, algo que ratificaron varios de los pobladores.
El 23 de enero de 2020, tres años después, cuando aún persistían dudas sobre los responsables incluso para los parientes de las víctimas, que evitaban señalar directamente al ELN por el crimen, envié un cuestionario por Whatsapp a un número que solía difundir comunicados del comandante “Uriel”, uno de los jefes del Frente Occidental del ELN. “Las versiones son confusas, se atribuye ese hecho al ELN, quería saber cuál es la postura del ELN al respecto de lo que pasó en Carrá en 2017”, les pregunté. Aquella comunicación quedó sin respuesta.
El 9 de mayo de ese mismo año insistí de nuevo: “Queríamos preguntarles por lo ocurrido en 2017 en la comunidad de Carrá. ¿Qué información tienen ustedes sobre eso? ¿Qué ocurrió realmente allí?”. Diez días más tarde Un escueto mensaje apareció en el chat: “Lamentamos la demora en responder. Aquí va la información que nos pidió”.
Seguían cinco audios con la voz del propio “Uriel” haciendo un recuento detallado de lo sucedido, según su versión, en la que reconocía que “se arriesgó mucho a la población civil”.
Seis meses más tarde “Uriel”, al que en el Chocó conocían como “Pedro” y cuyo nombre verdadero era Andrés Felipe Vanegas, moriría por un único tiro en el pecho del francotirador que ubicó su vivienda en la mitad de la selva chocoana, durante un un operativo del Ejército el 25 de octubre de 2020. Su baja significó la primera entre una serie de golpes y reveses militares que marcaron el actual declive de esa guerrilla en Chocó.
En su respuesta sostuvo que el reacomodo de los grupos paramilitares después del Acuerdo de Paz intentaba desalojar al ELN del río San Juan y por ello definieron “continuar el asedio sobre esas bandas paramilitares y la inteligencia nos arroja que el caserío de Carrá sigue siendo su base (…). Se define poder hacer una acción sobre el mando que estaba radicado allí”.
Pero él mismo terminó aceptando en su narración de los hechos que no mataron a ningún paramilitar y en cambio afectaron a la población civil: “El día que se va a hacer la incursión resulta que había una fiesta en la comunidad, eso trastocó los planes (…) cuando notan la presencia guerrillera hay un desorden muy grande, algunos empiezan a correr, a tirarse al agua para evadirse. Hay un intercambio de disparos ahí, una situación muy confusa y muy delicada por la forma como se da, era un escenario diferente al que habíamos encontrado en la inteligencia previa”.
Insinuó, aunque no lo dijo expresamente, que supuestos paramilitares respondieron con fuego a los guerrilleros, sin embargo, la narración de todos los testigos lo contradice. Además, no parece probable que haya existido un enfrentamiento, si se toma en cuenta que los guerrilleros maniobraron durante 15 minutos en el caserío con la tranquilidad suficiente para entrar a las casas, colgar una bandera, ejecutar a cuatro personas y llevarse uno de los botes, saliendo todos sus hombres ilesos.
“Uriel” agregó que hubo represalias dentro de sus filas por aquel crimen: “Se realizó el proceso interno de investigación, por irregularidades que hubo se tomaron medidas, hay compañeros que lideraron esa operación que ya no están en nuestras filas, que se tomaron medidas drásticas, se les abrió juicio”.
Esto último suele ser sinónimo de fusilamiento en el argot guerrillero. Sin embargo, al menos uno de los perpetradores, Eduardo Jesús Becerra Rodríguez, seguía vivo un año más tarde de la masacre, pues fue capturado por la Fiscalía y sindicado por el crimen.
La responsabilidad del Eln pude confirmarla en marzo de 2021 en Buenaventura, con una persona cercana a las organizaciones sociales que asistió a un encuentro con mandos de esa guerrilla en el Chocó, poco después de la masacre, en una labor de mediación pidiendo garantías para los sobrevivientes y que no hubiera represalias contra ellos.
Sin permitir que grabara la conversación y con la condición tajante de que su nombre no sería publicado, esta persona contó que Uriel le había explicado que la “acción” del Carrá era inevitable y “había que hacerla”, aunque ofreció garantías para que la comunidad retornara a su pueblo. “¿A quién le servía que el Carrá o Cabecera [otro pueblo cercano] se quedarán vacíos y sin gente después de la masacre?”, se preguntaba esta persona, relacionando el hecho con la disputa por una ruta del narcotráfico.
Una gota que no deja de caer
En enero de este año, cuando la caravana humanitaria del Gobierno y el ELN visitó la región para escuchar los reclamos de estas poblaciones agobiadas por la guerra, las víctimas de Carrá prefirieron no pronunciarse: “La gente no habló de ese tema, todavía hay un temor”, dijo uno de los organizadores, apuntando que ninguno quiere volver al pueblo: “No hay interés en retornar”.
Lo que sí exigieron a la guerrilla miembros de las comunidades y uno de los personeros que asistió a la caravana es que se reconozca de manera formal su responsabilidad en los crímenes cometidos en Carrá y que cuenten toda la verdad de lo sucedido. Aquello quedó incluido como una de las 300 peticiones que fueron llevadas por la caravana a la mesa de diálogos que se reanudó en México.
“Ellos no quieren retornar, quieren reubicación en un espacio donde puedan estar como comunidad y ejercer su dinámica comunitaria”, explicó Elizabeth Moreno “Chava”, la cabeza del Consejo Comunitario que ha acompañado durante años a las víctimas de Carrá.
“Es algo muy fuerte lo que hemos sufrido como comunidad”, se lamentaba Hámilton Guaitotó, que en las últimas reuniones con entes gubernamentales siempre se mostró arisco y decepcionado ante tantos incumplimientos, con una desconfianza total hacia la institucionalidad, “a uno lo ven caminando, pero nadie sabe gotera ajena por dónde cae”.