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Jhordan y Jovinson cumplieron ambos doce años, pero parecen menores, tal vez de diez, tal vez de nueve. Son las manos grandes, manchadas de verde y callosas como las de cualquier arriero de estas montañas, las que delatan por qué ninguno asiste a clases: ambos están dedicados a la “raspa” de la hoja de coca, que les deja cien mil pesos en dos o tres días, a veces más. “¿No están estudiando?”, pregunta mi compañero; ellos permanecen silenciosos, analizándonos con curiosidad. Es otro niño el que dice que no. De cualquier modo, la escuela está cerrada.
“De ahí a que se vayan con un grupo armado hay un paso”, dice el hombre que nos acompaña, un nativo de Juntas del Tamaná, que cuenta cómo ha visto niños de doce y trece años pagando botellas de aguardiente en las tabernas de estos caseríos después de la cosecha de coca.
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A Jhovinson la raspa le ha provocado una alergia que deja su piel negra como un paño lleno de arena. Los niños corretean afuera de la escuela de Piedra Grande, que es un rancho de madera podrida y lleno de goteras, sin baño, sin electricidad, sin cocina con que implementar el programa de alimentación escolar, sin útiles para los 15 alumnos que bajan caminando por horas desde las casas y veredas cercanas.
Piedra Grande, cerca de Urábara, es apenas un caso puntual que refleja el profundo abandono del Alto Tamaná, una región comprendida entre los corregimientos de La Italia, en San José del Palmar; Juntas del Tamaná, Carmen del Surama y Santa María de Urábara, en Nóvita, una zona montañosa y aislada al sur del Chocó, que además ha sido epicentro cocalero de ese departamento desde la primera década del nuevo milenio, cuando llegaron oleadas sucesivas de colonos del sur del país huyéndoles a las fumigaciones en Nariño y Putumayo.
La paz llega por carretera
“Uno ve que cada día todo es más difícil, más caro, nosotros estamos muy alejados”, se queja una mujer que ejerce su liderazgo comunitario en una vereda de Nóvita con un nombre contradictorio: Sin Olvido. Acá es al revés, pareciera que el Estado se olvidara de la existencia de estas comunidades: “no tenemos un colegio, los muchachos salen de la primaria y todos tienen que correr a ver cómo se van para el pueblo, para la ciudad”.
El aislamiento es el principal problema de la región, donde los trayectos pueden durar días por trochas de herradura entre la selva para llegar a la maltrecha carretera Cartago-Nóvita, que nunca terminó de construirse y está inconclusa a cincuenta kilómetros de su destino final. La vía es destapada en su mayor parte y el paso suele quedar suspendido con frecuencia por las lluvias y derrumbes, como las que interrumpieron el tránsito poco después de La Italia durante casi un mes en agosto pasado. Así se incrementan los costos de fletes y transportes.
Los pobladores creen que si un ramal de la carretera penetrara desde Curundó hasta Santa María de Urábara y Juntas del Tamaná, el costo de sacar una carga de la zona bajaría diez veces, según sus cálculos. La carga de un bulto en jeep cuesta entre cinco y siete mil pesos, mientras que sacarla a lomo de mula para ponerla en la carretera y después llevarla a Cartago puede costar hasta setenta mil pesos.
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“La paz acá sería que nos pudieran hacer un ramal de esa carretera”, insiste la lideresa: “de lo contrario ¿uno acá que va a sembrar? ¿cómo va a sacarlo al mercado para poderlo vender?”. Esta fue una petición unánime de las comunidades de Nóvita en la formulación de los Planes de Desarrollo con Enfoque Étnico y Territorial (PDET), creados por el Acuerdo de Paz, y en general ha sido una exigencia histórica de los chocoanos de la subregión del San Juan, quienes son conscientes de que la carretera Cartago-Nóvita los dejaría a cinco o seis horas del Valle del Cauca y el centro del país. “Se hicieron algunos estudios pero no avanzó más”, asegura Darío Luna, oriundo de Juntas del Tamaná y delegado al Espacio Nacional de Consulta Previa: “la idea es que esa propuesta quede en el nuevo plan de desarrollo, abrigamos la esperanza de que con este gobierno se vean resultados”.
El aislamiento, además, favorece la economía cocalera, pues es el único producto competitivo con el enorme costo de los fletes en la región. “Todos nos implicamos directa o indirectamente –dice un poblador–, el que la cultiva, el que vende el insumo, el que vende la libra de arroz o un medicamento. Antes de pensar en erradicar la coca, el Gobierno tiene que pensar primero en solucionar el problema para las comunidades”.
Las pocas obras de infraestructura que existen en la región han sido gestionadas y pagadas por los mismos habitantes. Por ejemplo, fue la comunidad de Juntas del Tamaná la que logró llevar electrificación hasta su caserío, con conexiones ilegales, colocando cables y postes de su bolsillo. La comunidad de Urábara construyó un puente colgante para conectarse con un caserío vecino llamado Cocotea. La obra costó casi doscientos millones de pesos y toda la plata salió de colectas entre los campesinos.
“El río es bien grande, toca subirse en una barca, eso sí es duro, así fue como empezaron a sembrar coca”, cuenta un anciano tartamudo que explica cómo han hecho durante casi cien años para sacar sus productos hacia Nóvita por el río: los hombres arman barcazas improvisadas de troncos atados con bejucos, en donde acomodan desde raciones de plátano y bultos de chontaduro hasta marranos y reses vivas, que bajan flotando por el caudaloso Tamaná con los bogas encima, a riesgo de morir ahogados en el trayecto.
Wilson, un pastor cristiano oriundo de la zona, cuenta que hace poco hizo la cuenta de bogas que murieron tragados por el Tamaná cuando bajaban en esas barcazas. La cifra, según él, supera las 150 víctimas.
Tres décadas atrás, antes del apogeo cocalero, el Tamaná era la despensa agrícola de Nóvita y San José del Palmar. La vocación agrícola de sus gentes y la fertilidad de los suelos favorecían crías de cerdos y grandes cultivos de plátano y chontaduro que, aunque todavía existen, no resultan competitivos frente a la economía ilegal.
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Por eso todos los habitantes coinciden en que, incluso con los anuncios de paz de los grupos armados, que han visto con buenos ojos las propuestas de diálogos del nuevo gobierno, si no se resuelve el problema del narcotráfico y las economías ilícitas, el Tamaná no va a conocer la paz.
“Salieron las Farc y quedó operando el Eln, sale un grupo y va a querer incursionar otro –se lamenta un líder–. En ocasiones es peor, porque ya no queda operando uno solo, sino que varios se disputan el terreno”.
“Nuestras puertas están abiertas al presidente”
En el corregimiento de Santa María de Urábara muchos vieron los discursos de Gustavo Petro en campaña y recuerdan que el nuevo presidente pidió que los colombianos le abrieran las puertas de sus casas y comunidades. Acá la mayoría votaron por él y celebran algunas de sus decisiones tempranas, como ordenar que no se bombardee campamentos guerrilleros cuando haya niños, o desechar el uso del glifosato en la estrategia antinarcóticos.
Pero los habitantes del Alto Tamaná reclaman una presencia real de la institucionalidad, que llegue más allá de los operativos militares, la única cara del Estado que han conocido por décadas. Y lo reclaman con nombre propio: dicen que así como el presidente Gustavo Petro fue a Quibdó y otros lugares para dormir en las casas de la gente más necesitada, también debería llegar al Alto Tamaná, donde están dispuestos a abrirle las puertas de sus casas.
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“Las puertas del corregimiento de Santa María de Urábara están abiertas para que venga y dialogue con la comunidad, para que se siente a interactuar con las comunidades”, dice Rogelio Asprilla, un líder local que lleva años denunciando el abandono de estas comunidades: “Que mire a esta región”.
Jhorman Rivas, líder juvenil de Santa María de Urábara, insiste en una vieja convicción de los chocoanos: la educación y la cultura, inaccesibles en estas montañas, son la única manera de sacar a su pueblo de la postración: “Si no hay educación, no hay tampoco oportunidad de futuro”.
Por eso Rivas declama de memoria una frase célebre de Diego Luis Córdoba, el recordado congresista negro artífice de la creación de la universidad pública en su departamento: “Por la ignorancia se desciende a la servidumbre –solía decir Córdoba–, por la educación se asciende a la libertad”.
Pero en Urábara sólo hay un colegio con dos profesores que dictan hasta quinto grado, la única opción para los jóvenes de media docena de pueblos desperdigados en las montañas, quienes por fuerza deben frenar sus estudios y dedicarse a la coca o terminar dentro de alguno de los grupos armados.
“Sabemos que el Gobierno ha sido débil en cuanto a la inclusión social de nuestras comunidades”, se queja Jhorman Rivas, “somos jóvenes que tenemos capacidades y deseos de superación, el talento ha salido de donde el Estado no cree que hay oportunidad”, dice recordando cuántos músicos, profesionales, futbolistas o artistas chocoanos han nacido en caseríos abandonados como estos. “Lo que le pedimos a la nueva administración de Petro es que no se quede en palabras”, prosigue Rivas. “Es muy bueno que quiera trabajar con nosotros y con las comunidades, pero esperamos que sea una realidad”, concluye.
Wilson, el pastor cristiano de Urábara, cree que es hora de que estas comunidades paren de sufrir: “Hemos aportado mucho a la guerra, a cada rato uno escucha una mamá llorando porque le mataron un hijo en un combate –dice–, de aquí nadie se quiere ir, muchos de los que están afuera quieren volver, pero no hay oportunidades”.