Un “paseo” por la trocha: el relato de una niña que migró de Venezuela a Colombia
En diciembre de 2020, Maira, una niña de 6 años, se ilusionó cuando su mamá le propuso hacer un paseo a Colombia, pero atravesaron la frontera colombo-venezolana y se desdibujó la alegría. Crónica del temor, el hambre y los vacíos en la atención psicosocial que padecen los más de 400 mil niños y niñas venezolanos en el país.
Constanza Bruno
Luego de respirar profundo, Viviana* invitó a su hija Maira* a un paseo a Bello (Antioquia), en Colombia, para pasar la Navidad donde la tía. La dicha embargó a la niña. Al contarle a sus amigas anidó en su corazón la idea de que por fin conocería un lugar diferente a Mérida, su pueblo, ubicado a orillas del Lago Maracaibo al norte de Venezuela, en donde a sus seis años acostumbraba a jugar descalza con sus vecinos.
Llegó el día del anhelado viaje. El 2 de diciembre del 2020 Viviana salió con Maira y su hermanito Carlos*, de un año. Al hombro llevaba una mochila con pañales y tres mudas de ropa para el bebé. Abordaron un bus que los llevó a Tucaní, Mérida. Durmieron en casa de una amiga y salieron hacia la vía Panamericana a las 3:30 de la madrugada donde los recogió el carro que los llevó a un sitio antes de cruzar de forma ilegal la frontera y evitar ser detenidos por agentes de seguridad del gobierno de Nicolás Maduro. Por esos días fue decretado el cierre de la frontera en todo el territorio nacional, ya que se acercaban las elecciones parlamentarias.
El carro los dejó en un pueblo de San Cristóbal. Viviana se dio la bendición, cargó a Carlitos, agarró a Maira de la mano y emprendió la travesía durante dos horas por la trocha hasta llegar a Cúcuta (Norte de Santander), en Colombia.
— Por qué tenemos que caminar por aquí para llegar a Colombia, este paseo no me está gustando. Mamá, por qué esos hombres tienen esas armas y esos machetes, por qué se tapan la cara, yo había visto eso en una película donde había gente así. — Una pregunta tras otra le hizo Maira a su mamá, según ella recuerda.
—Cállate por favor, no hables ni preguntes, camina. — le rogó su madre, al tiempo que le tapó la boca, relata.
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Acostumbrada a ir a piscina, parques, al centro de Mérida, a las plazas y a caminar por el muelle, a Maira se le empezó a desdibujar muy pronto el bello paisaje del Lago de Maracaibo. Tras su paso por la frontera sintió miedo, le dio mareo, perdió la respiración, tuvo vómitos. Pero debía soportarlo porque la travesía no había terminado. Subieron a una lancha que compartieron junto a otros migrantes desconocidos. Para Carlitos, era una aventura, saltaba de la dicha durante el cruce del río.
“Cuando mi mamá me dijo que íbamos de paseo a Colombia yo me imaginé que iba a encontrar piscina, charquitos, un lugar donde me podía bañar tranquilamente. También pensé que iba pa’ un parque, un cine, un circo. Nunca imaginé que iba a pasar una trocha. Sentí mucho miedo, pensé que no iba a llegar nunca, fue algo muy horrible, peligroso y temeroso”, cuenta Maira, mientras la madre agacha su mirada.
“No sé cómo pude exponer la vida de mis hijos, quizás fueron las ganas, los deseos de salir de la situación económica en la que estaba. Los expuse mucho, sobre todo a la niña que interpretó enseguida que esos no eran los caminos de un paseo normal”, se arrepiente Viviana.
A las 7:30 a.m. llegaron a Cúcuta sin plata en los bolsillos. Pasaron cuatro noches mendigando, buscando que le regalaran un pasaje o un minuto de celular para contactar a sus familiares.
Los niños durmieron en la cama y yo en el suelo. Al día siguiente, Maira y Kevin lloraban de hambre, fue horrible.
“Una señora que vendía minutos me regaló uno para llamar a mi hermana en Venezuela, quien me regañó, me dijo que no siguiera exponiendo más la vida de mis hijos, que me regresara, estuve a punto de hacerlo, pero volver no era una opción. Ella llamó a mi hermana, la que me esperaba en Medellín, quien me consignó 20 mil pesos, pero no nos alcanzó, así que tuvimos que caminar mucho pidiendo para completar el pasaje. Un señor venezolano nos dijo que nos quedáramos a dormir en una casa donde nos cobraron diez mil pesos. Los niños durmieron en la cama y yo en el suelo. Al día siguiente, Maira y Kevin lloraban de hambre, fue horrible. Salimos otra vez a la calle, la gente nos daba juguitos y comida”, recuerda Viviana.
Luego de completar el valor de un tiquete, en la terminal de Cúcuta no se lo quisieron vender por su condición de migrante ilegal, pero finalmente el conductor aceptó llevarlos. “Recuerdo que eran las 9 de la noche de un 6 de diciembre. No teníamos agua, ni pañales ni comida. Compré una galleta para calmarle el hambre a Maira”. Viviana deseaba tanto el pescado con yuca que se comían en casa a orillas del lago, comida que llegó a fastidiarla porque la repetían todos los días.
Doce horas después llegaron a la terminal de transportes de Medellín. Era 7 de diciembre de 2020, día de velitas. Primera vez que pasaban una Navidad fuera de Venezuela. Algunas personas les regalaron ropa y pañales para el niño. Ese primer año en Colombia, Maira, su hermano y su madre, vistieron con ropa prestada y vivieron una nochebuena tan diferente, que era imposible ocultar la tristeza. Viviana y sus hijos no sabían que en Niquía Camacol, comuna del municipio de Bello, donde vivía su hermana y donde por el momento podían pagar un arriendo barato, es controlada por grupos dedicados al crimen organizado. Allí nadie entra ni sale sin el permiso de la estructura ilegal.
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Maira no tardó en notar la diferencia entre las fiestas de Navidad de su tierra y las celebraciones de la ciudad que recién la acogía. La primera nochebuena fuera de casa les resultó deprimente. En su tierra de origen las fiestas son colectivas, los vecinos participan en las procesiones del Santo Negro San Benito y salen a bailar a las calles. “A mi casa va el pueblo entero a compartir, acá es muy frustrante y desde temprano hay que guardarse. Allá son siete días de jolgorio, acá, de aburrimiento. No hay lugares para jugar, ni patio, el único espacio es el balcón”, dice Viviana. La madre no tenía ánimo para dárselo a su hija, pero debía esforzarse. Le había prometido un paseo.
Viviana tenía motivos para huir de su país en busca de un mejor porvenir. Esta licenciada en Educación Integral, con un posgrado en Educación Planificativa y un magíster en Producción Agropecuaria, se desempeñaba como directora de la Escuela Técnica Agropecuaria Rural, en Sucre, estado de Zulia. Su salario era de 20 dólares mensuales, menos de cien mil pesos colombianos, que no le alcanzaban para cubrir sus deudas y necesidades. No quería que ella y sus hijos solamente comieran pescado y yuca. Deseaba también darles carne y pollo. “Mis hijos no tenían porqué saber de crisis económica, Maira solo sabía de juegos”.
“Los niños, al final de cuentas, no saben por qué sus padres los están migrando a otro país, los cambian de cultura, de amigos, de espacio físico, de ambiente. Simplemente pensamos que tenemos que llevarlos con nosotros porque son nuestra carga, pero resulta que después de que pasamos esa frontera, entendemos que no es así porque ellos se encuentran con una realidad impactante que emocionalmente los marca para siempre”, confiesa Viviana.
Recién llegados a Bello, Viviana salió a rebuscarse en la calle durante todo el día, mientras Maira y Carlos se quedaban al cuidado de la tía. En vista de que Maira siempre lloraba cuando su madre salía, Viviana decidió un día llevársela con ella. Pasó de ser una niña que jugaba en su casa en Venezuela, a vender confites en una estación del metro de Bello. Allí se ubicaban desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde de domingo a domingo.
Pero un día fueron sorprendidas por personal del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Maira no pudo salir corriendo como la había entrenado su madre. “Yo corrí pensando que ella también iba a hacer lo mismo, pero se quedó sentada, entonces la funcionaria le preguntó dónde estaba su mamá, se puso a llorar y yo super asustada viendo lo que pasaba desde lejos, me acerqué y expliqué mi situación. Desde ese día Maira quedó más traumada porque cree que la voy a abandonar. Cuando salimos no me suelta la mano por miedo a que se la lleven”.
Atendiendo la advertencia del ICBF, Viviana matriculó a Maira en un colegio de Niquía. Los primeros días fueron muy duros, no levantaba la cabeza, mantenía la mirada agachada y lloraba a diario. La maestra le enviaba notas a la madre y finalmente la remitieron al psicopedagogo. Viviana, por su parte, participó en un taller sobre duelo migratorio, espacio en el que recibió atención psicológica con profesionales de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur).
La atención psicopedagógica no iba acorde con la realidad de Maira, quien, junto con su madre, han padecido muchos momentos de discriminación. Durante una reunión en el colegio a la que fueron invitados los migrantes, otra madre de familia levantó la voz para decir que los colombianos también tienen derechos y deben ser atendidos con la misma urgencia que los venezolanos. La secretaria decidió hacer esperar a Maira y a otros migrantes.
“En el colegio nos advirtieron que si quedaban cupos para el ingreso a clases, se los darían a nuestros hijos. Eso fue bastante fuerte, la sangre me ardía cuando esa señora nos mandó a una fila aparte”, recuerda Viviana. Afortunadamente allí estaban unos señores que recordaron la época en que muchos colombianos migraron hacia Venezuela y fueron atendidos por el gobierno en ese país. La xenofobia no se notaba tanto como aquí. Pero la discriminación también es causada por algunas maestras, quienes durante una reunión de padres de familia dijeron que los niños venezolanos no escuchan y que deben aprender a escuchar”, cuenta Viviana.
Eso me partía el alma, decía que yo la engañé, que esto no era ningún paseo.
Maira veía que su madre no podía librarla de la discriminación, le decía entre llantos que se quería ir a Venezuela con su padre porque no era feliz. “Eso me partía el alma, decía que yo la engañé, que esto no era ningún paseo. Cuando habla con su papá por teléfono, él le dice que con él sí dará esos paseos que ella sueña y eso me duele. Ella tiene razón, ya que nunca le consulté que viajaríamos aquí para quedarnos hasta que Dios quiera”, se reprocha Viviana.
Maira se queja de las burlas de sus compañeras por ser de piel negra y por su acento venezolano. “Me preguntan por qué hablo así. Dicen que así no se habla”, cuenta la niña.
Pero a Viviana le atormenta más que su hija no se acepte como es. “Una compañerita le preguntó por qué su pelo es así, mi hija le respondió que su cabello era largo, pero que se lo cortaron y se le dañó. Ella está diciendo mentiras para que la acepten sus amiguitas de salón, y eso no debe ser así porque su pelo es crespo. Por eso hay que preparar a nuestros hijos antes de salir del país y explicarles que se encontrarán con gente físicamente diferente a ellos, con cultura diferente. Le ha costado hacer amigos, la maestra dice que no la forcemos para que se integre”, narra.
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Hoy Maira tiene 8 años y aún no logra adaptarse a la cultura paisa. No ha vuelto a ser la niña extrovertida que era, es muy temerosa, no habla en el salón, la frustración la acompaña a donde va. “Ella en casa es diferente, muy alegre y espontánea. Temo que a medida que vaya creciendo me siga reprochando lo del bendito paseo por el resto de mi vida. Yo continuaré buscando apoyo psicológico para que ambas podamos terminar este duelo migratorio”, dice la madre.
A sus amigas de Venezuela que quieren migrar a Colombia o a otro lugar, Viviana les insiste en que antes de salir primero deben consultarles a sus hijos si sueñan con vivir en otro país, explicarles las razones del por qué van a migrar y lo que se van a encontrar al otro lado. “Migrar no es fácil, y menos de forma ilegal. Una vez lleguen al país que escogieron, deben buscar la manera de que los niños se integren, se sientan cómodos y crearles un ambiente de inclusión, de tal manera que se involucren de forma participativa en el lugar que los acogerá”.
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Paradójicamente el sueño de Viviana es volver a emigrar, esta vez a los Estados Unidos, pero por ahora no se cumplirá, pues ni siquiera le ha sido aprobado el permiso de permanencia en Colombia. Lleva 16 meses esperándolo. Lo único que tiene claro es que no forzará a sus hijos a desplazarse nuevamente de manera ilegal y sin preparación psicoemocional.
Una psicóloga venezolana que apoya a los suyos
Iraida Salazar es una psicóloga venezolana que emigró a Rionegro (Antioquia) hace tres años y desde entonces no ha podido alcanzar la acreditación como profesional que le permita ejercer en una empresa. A pesar de ello creó la fundación Nakama’s, que orienta a sus compatriotas para acceder a los servicios de salud, educación y bienestar social. En algunas oportunidades su organización ha estado en Bello, acompañando a los venezolanos.
Ella asegura que uno de los principales retos de Colombia es adquirir normas vinculantes que protejan a la niñez migrante. Son varias las razones por las que aún no se logra aplicar articuladamente el marco normativo creado para la protección de menores, es decir el Estatuto Temporal de Protección. Una de ellas es que las instituciones que tienen a cargo esta tarea siguen sin trabajar de manera coordinada el enfoque migratorio y de niñez con los centros de acogida, ya que no están capacitados para gestionar la implementación.
En otros casos, aquellas entidades como el ICBF, que implementa el enfoque de niñez, no involucran el migratorio. Sin este, niñas, niños y adolescentes no podrán ver resueltas sus necesidades de manera específica y especialmente la atención en salud mental.
La salud mental de los colombianos no es un tema prioritario para el Estado, mucho menos es la de los migrantes. El informe del Ministerio de la Protección Social sobre el seguimiento a la situación de la población procedente de Venezuela, para el período comprendido entre el 1 de marzo de 2017 y el 31 de octubre de 2021, da cuenta del análisis de las atenciones de consulta externa, urgencias, hospitalización, procedimientos quirúrgicos y no quirúrgicos, pero lo relacionado con la salud mental está ausente.
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Salazar explica que salir de un país tiene unas implicaciones emocionales muy fuertes. Empezar a adaptarse a una nueva cultura les genera estrés crónico a niñas, niños y adolescentes, cuya gestión emocional se precariza porque la atención humanitaria que reciben cuando llegan a Colombia, en vez de empezar por la salud mental, se inicia por lo sanitario, la provisión de techo, comida y albergue.
Las emociones y el reconocimiento de lo que están sintiendo y de las experiencias, es un asunto trivial tanto para los estados como para los padres. La psicóloga Salazar dice que los padres y cuidadores pocas veces les explican a los niños que las cosas no están funcionando en su país, sino que asumen que lo que decidan es bueno para la familia y migran sin consultarle al menor. “Va a ser más difícil adaptarse porque él no decidió salir. La construcción del mundo que tiene se empieza a derrumbar y sufre una despersonalización”, señala.
Considera que no se puede hablar de la salud mental de esta población en Colombia si no se analiza la del país vecino. Explica que Venezuela tiene un retraso cultural de 20 años, tomando en cuenta las privaciones que se manejan allí. “Tenemos una censura de la información, carecemos de las orientaciones vigentes, nacionales e internacionales en materia de salud mental, lo que hace que normalicemos conductas y situaciones que de manera colectiva nos van afectando. Yo también viví el proceso y afrontamos dificultades para la sobrevivencia y adquisición de alimentos, medicinas y seguridad. Al migrar aumentaron los niveles de ansiedad, se instaló una sintomatología, que se mantuvo en el tiempo, comenzó un deterioro físico por causa mental”, precisa Salazar.
“O compro la comida o la medicina, pero como tengo que comer, dejo de comprar la medicina”
La Fundación Nakama’s tiene evidencias de la población con trastornos de ansiedad, depresivos, con altos índices de suicidios, que, al no estar asistida en salud mental llega a un nivel de deterioro que amerita intervención psiquiátrica, pero no puede acceder por los costos de especialistas y de medicina. “O compro la comida o la medicina, pero como tengo que comer, dejo de comprar la medicina”, dice.
Para la profesional venezolana, el personal de psicólogos colombianos que atiende a los migrantes no está preparado para atender a esta población, mucho menos a su niñez y adolescencia. Según Migración Colombia, más del 24 % del total de la población migrante venezolana que se encuentra en Colombia son niñas, niños y adolescentes, equivalente a 415.000 personas aproximadamente. “La estructura colombiana y de cooperación internacional no dan para atender a la cantidad que llega. Me he dado cuenta que el personal de este país puede estar preparado para el componente de prevención y atención en salud mental ajustadas a sus realidades, pero no a la nuestra, no se está haciendo el estudio diagnóstico que permite visualizar la causa principal”.
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Por su parte, la psicóloga colombiana, Elisa Cera, especialista en migración infantil, considera que Colombia necesita poner la salud mental en primer lugar, brindar los primeros auxilios psicológicos cuando un migrante llega y trabajar para reducir el estigma y la discriminación. “Es necesario que los centros de acogida tengan un esquema de atención de gestión de emociones y la preocupación es que los sepan identificar, porque ni siquiera saben cómo se sienten los migrantes. Por eso es necesario el enfoque diferencial para cambiar el estigma”.
Recomienda que se encaucen estrategias de intervención psicosocial en lo individual, familiar y comunitario, cuyos aspectos son los más indicados para que los migrantes puedan desenvolverse en sus redes de acogida.
Estas estrategias se empezaron a aplicar en el Oriente Antioqueño, donde se creó la Mesa Interinstitucional para Refugiados y Migrantes, en la que hacen presencia organizaciones como Nakama’s, el Grupo Intergeneracional sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM), Acnur, la Alcaldía de Guarne, la Personería de Rionegro, la fundación Mahuampi (que lucha por los derechos de los migrantes), Comfenalco, el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena), la Defensoría del Pueblo, Psicólogos Sin Fronteras y la Universidad Católica de Oriente, y a través de ellos se estudian casos que se están atendiendo y que han sido remitidos.
“Estamos en miras de un proyecto de salud mental porque entendemos que es un flagelo que no se atiende, hay mucha demanda y poca oferta sobre todo en la población que está de manera irregular, no hay respuesta institucional mientras no tengan un documento. El ICBF no asiste a la mesa de Oriente a pesar de que se trata de la protección para la población de niñas, niños y adolescentes migrantes víctimas de la mendicidad, desescolarización, trata de personas y menores trabajadores”, señaló la psicóloga venezolana.
Estas falencias, detectadas por las psicólogas venezolana y colombiana las confirman Viviana y Maira, quienes tan solo recibieron en una oportunidad atención psicológica. Ellas, por estar en forma irregular, no logran acceder a la oferta institucional en materia de salud mental y mientras ello ocurre les toca sortear los problemas en una comuna donde las estructuras criminales le ponen precio a la libertad. Para acceder a esta entrevista, la madre y la hija tuvieron que salir de la comuna y atendernos detrás de unos bares y establecimientos comerciales, ubicados al lado de un polideportivo.
*Los nombres de los personajes fueron cambiados por seguridad.
**Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
Luego de respirar profundo, Viviana* invitó a su hija Maira* a un paseo a Bello (Antioquia), en Colombia, para pasar la Navidad donde la tía. La dicha embargó a la niña. Al contarle a sus amigas anidó en su corazón la idea de que por fin conocería un lugar diferente a Mérida, su pueblo, ubicado a orillas del Lago Maracaibo al norte de Venezuela, en donde a sus seis años acostumbraba a jugar descalza con sus vecinos.
Llegó el día del anhelado viaje. El 2 de diciembre del 2020 Viviana salió con Maira y su hermanito Carlos*, de un año. Al hombro llevaba una mochila con pañales y tres mudas de ropa para el bebé. Abordaron un bus que los llevó a Tucaní, Mérida. Durmieron en casa de una amiga y salieron hacia la vía Panamericana a las 3:30 de la madrugada donde los recogió el carro que los llevó a un sitio antes de cruzar de forma ilegal la frontera y evitar ser detenidos por agentes de seguridad del gobierno de Nicolás Maduro. Por esos días fue decretado el cierre de la frontera en todo el territorio nacional, ya que se acercaban las elecciones parlamentarias.
El carro los dejó en un pueblo de San Cristóbal. Viviana se dio la bendición, cargó a Carlitos, agarró a Maira de la mano y emprendió la travesía durante dos horas por la trocha hasta llegar a Cúcuta (Norte de Santander), en Colombia.
— Por qué tenemos que caminar por aquí para llegar a Colombia, este paseo no me está gustando. Mamá, por qué esos hombres tienen esas armas y esos machetes, por qué se tapan la cara, yo había visto eso en una película donde había gente así. — Una pregunta tras otra le hizo Maira a su mamá, según ella recuerda.
—Cállate por favor, no hables ni preguntes, camina. — le rogó su madre, al tiempo que le tapó la boca, relata.
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Acostumbrada a ir a piscina, parques, al centro de Mérida, a las plazas y a caminar por el muelle, a Maira se le empezó a desdibujar muy pronto el bello paisaje del Lago de Maracaibo. Tras su paso por la frontera sintió miedo, le dio mareo, perdió la respiración, tuvo vómitos. Pero debía soportarlo porque la travesía no había terminado. Subieron a una lancha que compartieron junto a otros migrantes desconocidos. Para Carlitos, era una aventura, saltaba de la dicha durante el cruce del río.
“Cuando mi mamá me dijo que íbamos de paseo a Colombia yo me imaginé que iba a encontrar piscina, charquitos, un lugar donde me podía bañar tranquilamente. También pensé que iba pa’ un parque, un cine, un circo. Nunca imaginé que iba a pasar una trocha. Sentí mucho miedo, pensé que no iba a llegar nunca, fue algo muy horrible, peligroso y temeroso”, cuenta Maira, mientras la madre agacha su mirada.
“No sé cómo pude exponer la vida de mis hijos, quizás fueron las ganas, los deseos de salir de la situación económica en la que estaba. Los expuse mucho, sobre todo a la niña que interpretó enseguida que esos no eran los caminos de un paseo normal”, se arrepiente Viviana.
A las 7:30 a.m. llegaron a Cúcuta sin plata en los bolsillos. Pasaron cuatro noches mendigando, buscando que le regalaran un pasaje o un minuto de celular para contactar a sus familiares.
Los niños durmieron en la cama y yo en el suelo. Al día siguiente, Maira y Kevin lloraban de hambre, fue horrible.
“Una señora que vendía minutos me regaló uno para llamar a mi hermana en Venezuela, quien me regañó, me dijo que no siguiera exponiendo más la vida de mis hijos, que me regresara, estuve a punto de hacerlo, pero volver no era una opción. Ella llamó a mi hermana, la que me esperaba en Medellín, quien me consignó 20 mil pesos, pero no nos alcanzó, así que tuvimos que caminar mucho pidiendo para completar el pasaje. Un señor venezolano nos dijo que nos quedáramos a dormir en una casa donde nos cobraron diez mil pesos. Los niños durmieron en la cama y yo en el suelo. Al día siguiente, Maira y Kevin lloraban de hambre, fue horrible. Salimos otra vez a la calle, la gente nos daba juguitos y comida”, recuerda Viviana.
Luego de completar el valor de un tiquete, en la terminal de Cúcuta no se lo quisieron vender por su condición de migrante ilegal, pero finalmente el conductor aceptó llevarlos. “Recuerdo que eran las 9 de la noche de un 6 de diciembre. No teníamos agua, ni pañales ni comida. Compré una galleta para calmarle el hambre a Maira”. Viviana deseaba tanto el pescado con yuca que se comían en casa a orillas del lago, comida que llegó a fastidiarla porque la repetían todos los días.
Doce horas después llegaron a la terminal de transportes de Medellín. Era 7 de diciembre de 2020, día de velitas. Primera vez que pasaban una Navidad fuera de Venezuela. Algunas personas les regalaron ropa y pañales para el niño. Ese primer año en Colombia, Maira, su hermano y su madre, vistieron con ropa prestada y vivieron una nochebuena tan diferente, que era imposible ocultar la tristeza. Viviana y sus hijos no sabían que en Niquía Camacol, comuna del municipio de Bello, donde vivía su hermana y donde por el momento podían pagar un arriendo barato, es controlada por grupos dedicados al crimen organizado. Allí nadie entra ni sale sin el permiso de la estructura ilegal.
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Maira no tardó en notar la diferencia entre las fiestas de Navidad de su tierra y las celebraciones de la ciudad que recién la acogía. La primera nochebuena fuera de casa les resultó deprimente. En su tierra de origen las fiestas son colectivas, los vecinos participan en las procesiones del Santo Negro San Benito y salen a bailar a las calles. “A mi casa va el pueblo entero a compartir, acá es muy frustrante y desde temprano hay que guardarse. Allá son siete días de jolgorio, acá, de aburrimiento. No hay lugares para jugar, ni patio, el único espacio es el balcón”, dice Viviana. La madre no tenía ánimo para dárselo a su hija, pero debía esforzarse. Le había prometido un paseo.
Viviana tenía motivos para huir de su país en busca de un mejor porvenir. Esta licenciada en Educación Integral, con un posgrado en Educación Planificativa y un magíster en Producción Agropecuaria, se desempeñaba como directora de la Escuela Técnica Agropecuaria Rural, en Sucre, estado de Zulia. Su salario era de 20 dólares mensuales, menos de cien mil pesos colombianos, que no le alcanzaban para cubrir sus deudas y necesidades. No quería que ella y sus hijos solamente comieran pescado y yuca. Deseaba también darles carne y pollo. “Mis hijos no tenían porqué saber de crisis económica, Maira solo sabía de juegos”.
“Los niños, al final de cuentas, no saben por qué sus padres los están migrando a otro país, los cambian de cultura, de amigos, de espacio físico, de ambiente. Simplemente pensamos que tenemos que llevarlos con nosotros porque son nuestra carga, pero resulta que después de que pasamos esa frontera, entendemos que no es así porque ellos se encuentran con una realidad impactante que emocionalmente los marca para siempre”, confiesa Viviana.
Recién llegados a Bello, Viviana salió a rebuscarse en la calle durante todo el día, mientras Maira y Carlos se quedaban al cuidado de la tía. En vista de que Maira siempre lloraba cuando su madre salía, Viviana decidió un día llevársela con ella. Pasó de ser una niña que jugaba en su casa en Venezuela, a vender confites en una estación del metro de Bello. Allí se ubicaban desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde de domingo a domingo.
Pero un día fueron sorprendidas por personal del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Maira no pudo salir corriendo como la había entrenado su madre. “Yo corrí pensando que ella también iba a hacer lo mismo, pero se quedó sentada, entonces la funcionaria le preguntó dónde estaba su mamá, se puso a llorar y yo super asustada viendo lo que pasaba desde lejos, me acerqué y expliqué mi situación. Desde ese día Maira quedó más traumada porque cree que la voy a abandonar. Cuando salimos no me suelta la mano por miedo a que se la lleven”.
Atendiendo la advertencia del ICBF, Viviana matriculó a Maira en un colegio de Niquía. Los primeros días fueron muy duros, no levantaba la cabeza, mantenía la mirada agachada y lloraba a diario. La maestra le enviaba notas a la madre y finalmente la remitieron al psicopedagogo. Viviana, por su parte, participó en un taller sobre duelo migratorio, espacio en el que recibió atención psicológica con profesionales de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur).
La atención psicopedagógica no iba acorde con la realidad de Maira, quien, junto con su madre, han padecido muchos momentos de discriminación. Durante una reunión en el colegio a la que fueron invitados los migrantes, otra madre de familia levantó la voz para decir que los colombianos también tienen derechos y deben ser atendidos con la misma urgencia que los venezolanos. La secretaria decidió hacer esperar a Maira y a otros migrantes.
“En el colegio nos advirtieron que si quedaban cupos para el ingreso a clases, se los darían a nuestros hijos. Eso fue bastante fuerte, la sangre me ardía cuando esa señora nos mandó a una fila aparte”, recuerda Viviana. Afortunadamente allí estaban unos señores que recordaron la época en que muchos colombianos migraron hacia Venezuela y fueron atendidos por el gobierno en ese país. La xenofobia no se notaba tanto como aquí. Pero la discriminación también es causada por algunas maestras, quienes durante una reunión de padres de familia dijeron que los niños venezolanos no escuchan y que deben aprender a escuchar”, cuenta Viviana.
Eso me partía el alma, decía que yo la engañé, que esto no era ningún paseo.
Maira veía que su madre no podía librarla de la discriminación, le decía entre llantos que se quería ir a Venezuela con su padre porque no era feliz. “Eso me partía el alma, decía que yo la engañé, que esto no era ningún paseo. Cuando habla con su papá por teléfono, él le dice que con él sí dará esos paseos que ella sueña y eso me duele. Ella tiene razón, ya que nunca le consulté que viajaríamos aquí para quedarnos hasta que Dios quiera”, se reprocha Viviana.
Maira se queja de las burlas de sus compañeras por ser de piel negra y por su acento venezolano. “Me preguntan por qué hablo así. Dicen que así no se habla”, cuenta la niña.
Pero a Viviana le atormenta más que su hija no se acepte como es. “Una compañerita le preguntó por qué su pelo es así, mi hija le respondió que su cabello era largo, pero que se lo cortaron y se le dañó. Ella está diciendo mentiras para que la acepten sus amiguitas de salón, y eso no debe ser así porque su pelo es crespo. Por eso hay que preparar a nuestros hijos antes de salir del país y explicarles que se encontrarán con gente físicamente diferente a ellos, con cultura diferente. Le ha costado hacer amigos, la maestra dice que no la forcemos para que se integre”, narra.
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Hoy Maira tiene 8 años y aún no logra adaptarse a la cultura paisa. No ha vuelto a ser la niña extrovertida que era, es muy temerosa, no habla en el salón, la frustración la acompaña a donde va. “Ella en casa es diferente, muy alegre y espontánea. Temo que a medida que vaya creciendo me siga reprochando lo del bendito paseo por el resto de mi vida. Yo continuaré buscando apoyo psicológico para que ambas podamos terminar este duelo migratorio”, dice la madre.
A sus amigas de Venezuela que quieren migrar a Colombia o a otro lugar, Viviana les insiste en que antes de salir primero deben consultarles a sus hijos si sueñan con vivir en otro país, explicarles las razones del por qué van a migrar y lo que se van a encontrar al otro lado. “Migrar no es fácil, y menos de forma ilegal. Una vez lleguen al país que escogieron, deben buscar la manera de que los niños se integren, se sientan cómodos y crearles un ambiente de inclusión, de tal manera que se involucren de forma participativa en el lugar que los acogerá”.
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Paradójicamente el sueño de Viviana es volver a emigrar, esta vez a los Estados Unidos, pero por ahora no se cumplirá, pues ni siquiera le ha sido aprobado el permiso de permanencia en Colombia. Lleva 16 meses esperándolo. Lo único que tiene claro es que no forzará a sus hijos a desplazarse nuevamente de manera ilegal y sin preparación psicoemocional.
Una psicóloga venezolana que apoya a los suyos
Iraida Salazar es una psicóloga venezolana que emigró a Rionegro (Antioquia) hace tres años y desde entonces no ha podido alcanzar la acreditación como profesional que le permita ejercer en una empresa. A pesar de ello creó la fundación Nakama’s, que orienta a sus compatriotas para acceder a los servicios de salud, educación y bienestar social. En algunas oportunidades su organización ha estado en Bello, acompañando a los venezolanos.
Ella asegura que uno de los principales retos de Colombia es adquirir normas vinculantes que protejan a la niñez migrante. Son varias las razones por las que aún no se logra aplicar articuladamente el marco normativo creado para la protección de menores, es decir el Estatuto Temporal de Protección. Una de ellas es que las instituciones que tienen a cargo esta tarea siguen sin trabajar de manera coordinada el enfoque migratorio y de niñez con los centros de acogida, ya que no están capacitados para gestionar la implementación.
En otros casos, aquellas entidades como el ICBF, que implementa el enfoque de niñez, no involucran el migratorio. Sin este, niñas, niños y adolescentes no podrán ver resueltas sus necesidades de manera específica y especialmente la atención en salud mental.
La salud mental de los colombianos no es un tema prioritario para el Estado, mucho menos es la de los migrantes. El informe del Ministerio de la Protección Social sobre el seguimiento a la situación de la población procedente de Venezuela, para el período comprendido entre el 1 de marzo de 2017 y el 31 de octubre de 2021, da cuenta del análisis de las atenciones de consulta externa, urgencias, hospitalización, procedimientos quirúrgicos y no quirúrgicos, pero lo relacionado con la salud mental está ausente.
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Salazar explica que salir de un país tiene unas implicaciones emocionales muy fuertes. Empezar a adaptarse a una nueva cultura les genera estrés crónico a niñas, niños y adolescentes, cuya gestión emocional se precariza porque la atención humanitaria que reciben cuando llegan a Colombia, en vez de empezar por la salud mental, se inicia por lo sanitario, la provisión de techo, comida y albergue.
Las emociones y el reconocimiento de lo que están sintiendo y de las experiencias, es un asunto trivial tanto para los estados como para los padres. La psicóloga Salazar dice que los padres y cuidadores pocas veces les explican a los niños que las cosas no están funcionando en su país, sino que asumen que lo que decidan es bueno para la familia y migran sin consultarle al menor. “Va a ser más difícil adaptarse porque él no decidió salir. La construcción del mundo que tiene se empieza a derrumbar y sufre una despersonalización”, señala.
Considera que no se puede hablar de la salud mental de esta población en Colombia si no se analiza la del país vecino. Explica que Venezuela tiene un retraso cultural de 20 años, tomando en cuenta las privaciones que se manejan allí. “Tenemos una censura de la información, carecemos de las orientaciones vigentes, nacionales e internacionales en materia de salud mental, lo que hace que normalicemos conductas y situaciones que de manera colectiva nos van afectando. Yo también viví el proceso y afrontamos dificultades para la sobrevivencia y adquisición de alimentos, medicinas y seguridad. Al migrar aumentaron los niveles de ansiedad, se instaló una sintomatología, que se mantuvo en el tiempo, comenzó un deterioro físico por causa mental”, precisa Salazar.
“O compro la comida o la medicina, pero como tengo que comer, dejo de comprar la medicina”
La Fundación Nakama’s tiene evidencias de la población con trastornos de ansiedad, depresivos, con altos índices de suicidios, que, al no estar asistida en salud mental llega a un nivel de deterioro que amerita intervención psiquiátrica, pero no puede acceder por los costos de especialistas y de medicina. “O compro la comida o la medicina, pero como tengo que comer, dejo de comprar la medicina”, dice.
Para la profesional venezolana, el personal de psicólogos colombianos que atiende a los migrantes no está preparado para atender a esta población, mucho menos a su niñez y adolescencia. Según Migración Colombia, más del 24 % del total de la población migrante venezolana que se encuentra en Colombia son niñas, niños y adolescentes, equivalente a 415.000 personas aproximadamente. “La estructura colombiana y de cooperación internacional no dan para atender a la cantidad que llega. Me he dado cuenta que el personal de este país puede estar preparado para el componente de prevención y atención en salud mental ajustadas a sus realidades, pero no a la nuestra, no se está haciendo el estudio diagnóstico que permite visualizar la causa principal”.
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Por su parte, la psicóloga colombiana, Elisa Cera, especialista en migración infantil, considera que Colombia necesita poner la salud mental en primer lugar, brindar los primeros auxilios psicológicos cuando un migrante llega y trabajar para reducir el estigma y la discriminación. “Es necesario que los centros de acogida tengan un esquema de atención de gestión de emociones y la preocupación es que los sepan identificar, porque ni siquiera saben cómo se sienten los migrantes. Por eso es necesario el enfoque diferencial para cambiar el estigma”.
Recomienda que se encaucen estrategias de intervención psicosocial en lo individual, familiar y comunitario, cuyos aspectos son los más indicados para que los migrantes puedan desenvolverse en sus redes de acogida.
Estas estrategias se empezaron a aplicar en el Oriente Antioqueño, donde se creó la Mesa Interinstitucional para Refugiados y Migrantes, en la que hacen presencia organizaciones como Nakama’s, el Grupo Intergeneracional sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM), Acnur, la Alcaldía de Guarne, la Personería de Rionegro, la fundación Mahuampi (que lucha por los derechos de los migrantes), Comfenalco, el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena), la Defensoría del Pueblo, Psicólogos Sin Fronteras y la Universidad Católica de Oriente, y a través de ellos se estudian casos que se están atendiendo y que han sido remitidos.
“Estamos en miras de un proyecto de salud mental porque entendemos que es un flagelo que no se atiende, hay mucha demanda y poca oferta sobre todo en la población que está de manera irregular, no hay respuesta institucional mientras no tengan un documento. El ICBF no asiste a la mesa de Oriente a pesar de que se trata de la protección para la población de niñas, niños y adolescentes migrantes víctimas de la mendicidad, desescolarización, trata de personas y menores trabajadores”, señaló la psicóloga venezolana.
Estas falencias, detectadas por las psicólogas venezolana y colombiana las confirman Viviana y Maira, quienes tan solo recibieron en una oportunidad atención psicológica. Ellas, por estar en forma irregular, no logran acceder a la oferta institucional en materia de salud mental y mientras ello ocurre les toca sortear los problemas en una comuna donde las estructuras criminales le ponen precio a la libertad. Para acceder a esta entrevista, la madre y la hija tuvieron que salir de la comuna y atendernos detrás de unos bares y establecimientos comerciales, ubicados al lado de un polideportivo.
*Los nombres de los personajes fueron cambiados por seguridad.
**Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.