Buenaventura: el drama de víctimas de paramilitares que mueren esperando justicia
Aunque los reflectores están puestos en las disputas entre bandas urbanas, en la zona rural del municipio hay miles de víctimas de las AUC y las guerrillas, cuyos casos se mantienen en la impunidad. En Sabaletas fallecieron dos lideresas que impulsaban la reclamación por masacres ocurridas hace más de 20 años.
Julián Ríos Monroy
Cuando su hermana le dijo que fueran a la fiesta, Sara* recordó el viejo temor que se había hecho célebre en el caserío: “Como ya nos habíamos enfrentado a las masacres, siempre que armábamos una rumba pensábamos que se iban a meter”. Sacudió ese pensamiento de la cabeza, puso su destino “a las manos de Dios”, convidó a su esposo y arrancó para la celebración.
Puede leer: La masacre de Sabaletas: una barbarie que se refundió en la memoria
Era una noche calurosa de sábado. Allá, en la vereda Sabaletas -a 20 kilómetros de la Buenaventura urbana- el bosque espeso y las aguas de los afluentes del río Anchicayá hacen que la humedad sea una constante. Bajo el azote de los 25 ° centígrados, la rumba comenzaba a encenderse en la comunidad ese 14 de junio del 2003. Algunos vecinos estaban en un cumpleaños; otros, celebrando el día del padre en una caseta cerca de un puente.
Eran cerca de las 10:30 p.m. cuando comenzó la incursión. El horror llegó con el sonido de los motores de los camperos que transportaban a integrantes del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
En su arremetida de esa noche, los paramilitares comandados por Hebert Veloza (‘HH’) hirieron a una docena de habitantes de Sabaletas y asesinaron a seis. Uno de ellos era el esposo de Sara, un campesino de 36 años, padre de dos niños, de 12 y 4 años.
Lea además: Las alianzas de la Fuerza Pública con el Bloque Calima de las AUC
La zozobra y el temor por un nuevo ataque llevó a casi toda la población a desplazarse, como ya había ocurrido apenas tres años antes.
La madrugada del 11 de mayo del 2000 -después de pasar por retenes del Ejército y la Infantería de Marina-, entre 80 y 100 paramilitares del Bloque Calima entraron a Sabaletas, obligaron a 60 personas a salir de sus casas y formar una fila, las interrogaron con torturas y seleccionaron a sus víctimas. Diez personas fueron asesinadas y otras tres, desaparecidas.
Después de los hechos, más de 3.200 habitantes de la zona se vieron forzados a desplazarse al casco urbano de Buenaventura, la ciudad más importante del Pacífico colombiano, que durante años ha recibido a víctimas de la región y hoy es una de las sedes de la apuesta de paz urbana del presidente Gustavo Petro.
Puede leer: ¿Cómo se cocinó la mesa de paz urbana en Buenaventura y qué desafíos enfrentará?
“Tuvimos que dejar nuestro campo y salir a la ciudad sin nada, a pasar hambre. Nos sentíamos pidiendo limosna”, dice una habitante de Sabaletas que prefiere no dar su nombre.
Ya pasaron más de 20 años de ambas masacres, pero las comunidades de Sabaletas aún no saben de reparación, justicia, y mucho menos de no repetición del conflicto en esta zona que sigue bajo el control de grupos armados ilegales. Varios testimonios de los paramilitares salpicaron a miembros de las Fuerzas Militares, pero aún no han sido vinculados a las investigaciones.
La muerte llegó antes que la justicia
En medio de esa larga espera han muerto algunos de los sobrevivientes, lideres y lideresas que han impulsado las reclamaciones ante la justicia -a nivel nacional y en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos-.
“El año pasado falleció Carlina Hinestroza, una lideresa que estaba luchando desde hace años por este caso. Ella estaba atenta, apoyaba, tenía experiencia y conocimientos, nos guiaban a nosotros. Y hace tres meses también murió María del Carmen Rentería, que siempre nos impulsó a seguir luchando, nos daba esperanzas cuando veíamos que el tiempo pasaba y pasaba sin tener resultados. En cada reunión se siente el vacío de esas muertes”, dice Alicia.
Lea: ¿Quiénes son y cómo operan las bandas que siembran el terror en Buenaventura?
Para Yury Flórez, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas que lleva el caso de Sabaletas ante la justicia nacional, la falta de garantías de acceso a la justicia, la verdad y la reparación rompe la confianza y da un mensaje de impunidad.
“Es una falla y un resquebrajamiento social muy grande que no haya habido justicia. Estamos tratando de que los liderazgos puedan caer en términos generacionales, en los hijos o familiares, pero cuando hablas con quienes siguen vivas tienen nulas expectativas de la justicia. Cuando uno piensa que no se puede romper más la confianza, esto termina de borrar las pocas semillas de esperanza”, dice Flórez.
De hecho, ante la ausencia de respuestas efectivas de la Fiscalía y los tribunales en Colombia, en marzo de 2019 la CCJ elevó una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), debido a la falta de investigación y juzgamientos sobre estas masacres a nivel nacional.
“A pesar de que miembros del Bloque Calima de las AUC han declarado que para cometer estas dos masacres hubo una coordinación con integrantes de la Fuerza Pública, no solo para el paso sino también para la salida, proveer inteligencia e incluso armamentos, y a pesar de hallazgos en los procesos penales, hasta el momento no todos los responsables han sido condenados y particularmente quienes pertenecen a Fuerza Publica”, asegura Moisés David Meza, coordinador de litigio internacional la CCJ.
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Aunque ya pasaron cuatro años desde que la petición se radicó en la Comisión Interamericana, apenas en mayo pasado llegó la primera notificación del organismo internacional, un paso meramente procesal de un largo camino que aún falta para lograr un informe de fondo que esclarezca la responsabilidad del Estado colombiano en las masacres.
En el país, en la investigación sobre la segunda masacre perpetrada en Sabaletas, en el año 2003, fueron vinculados como coautores a Hebert Veloza García (’HH’), Elkin Casarrubia Posada (’El Cura’), Yesid Enrique Pacheco (’El Cabo’) y Juan Mauricio Aristizábal.
Según la CCJ, “los tres primeros victimarios se acogieron al beneficio de sentencia anticipada, sin haber aportado información acerca de los detalles de los hechos de cara a satisfacer los derechos de las víctimas a la verdad”.
“Es una humillación que esto pase. El Estado sabe el error que cometió y nos da la espalda. Acá eso de la no repetición nunca se ha cumplido, seguimos a las manos de Dios en un puerto con más de cuatro grupos armados y con carencias. Si al menos pudiéramos acceder a casas dignas, a proyectos productivos para que podamos trabajar, sentiríamos una forma de reparación, de tener nuevas oportunidades para iniciar de nuevo después de tanta violencia”, sentencia Alicia.
*Nombres modificados a petición de los entrevistados.
Cuando su hermana le dijo que fueran a la fiesta, Sara* recordó el viejo temor que se había hecho célebre en el caserío: “Como ya nos habíamos enfrentado a las masacres, siempre que armábamos una rumba pensábamos que se iban a meter”. Sacudió ese pensamiento de la cabeza, puso su destino “a las manos de Dios”, convidó a su esposo y arrancó para la celebración.
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Era una noche calurosa de sábado. Allá, en la vereda Sabaletas -a 20 kilómetros de la Buenaventura urbana- el bosque espeso y las aguas de los afluentes del río Anchicayá hacen que la humedad sea una constante. Bajo el azote de los 25 ° centígrados, la rumba comenzaba a encenderse en la comunidad ese 14 de junio del 2003. Algunos vecinos estaban en un cumpleaños; otros, celebrando el día del padre en una caseta cerca de un puente.
Eran cerca de las 10:30 p.m. cuando comenzó la incursión. El horror llegó con el sonido de los motores de los camperos que transportaban a integrantes del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
En su arremetida de esa noche, los paramilitares comandados por Hebert Veloza (‘HH’) hirieron a una docena de habitantes de Sabaletas y asesinaron a seis. Uno de ellos era el esposo de Sara, un campesino de 36 años, padre de dos niños, de 12 y 4 años.
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La zozobra y el temor por un nuevo ataque llevó a casi toda la población a desplazarse, como ya había ocurrido apenas tres años antes.
La madrugada del 11 de mayo del 2000 -después de pasar por retenes del Ejército y la Infantería de Marina-, entre 80 y 100 paramilitares del Bloque Calima entraron a Sabaletas, obligaron a 60 personas a salir de sus casas y formar una fila, las interrogaron con torturas y seleccionaron a sus víctimas. Diez personas fueron asesinadas y otras tres, desaparecidas.
Después de los hechos, más de 3.200 habitantes de la zona se vieron forzados a desplazarse al casco urbano de Buenaventura, la ciudad más importante del Pacífico colombiano, que durante años ha recibido a víctimas de la región y hoy es una de las sedes de la apuesta de paz urbana del presidente Gustavo Petro.
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“Tuvimos que dejar nuestro campo y salir a la ciudad sin nada, a pasar hambre. Nos sentíamos pidiendo limosna”, dice una habitante de Sabaletas que prefiere no dar su nombre.
Ya pasaron más de 20 años de ambas masacres, pero las comunidades de Sabaletas aún no saben de reparación, justicia, y mucho menos de no repetición del conflicto en esta zona que sigue bajo el control de grupos armados ilegales. Varios testimonios de los paramilitares salpicaron a miembros de las Fuerzas Militares, pero aún no han sido vinculados a las investigaciones.
La muerte llegó antes que la justicia
En medio de esa larga espera han muerto algunos de los sobrevivientes, lideres y lideresas que han impulsado las reclamaciones ante la justicia -a nivel nacional y en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos-.
“El año pasado falleció Carlina Hinestroza, una lideresa que estaba luchando desde hace años por este caso. Ella estaba atenta, apoyaba, tenía experiencia y conocimientos, nos guiaban a nosotros. Y hace tres meses también murió María del Carmen Rentería, que siempre nos impulsó a seguir luchando, nos daba esperanzas cuando veíamos que el tiempo pasaba y pasaba sin tener resultados. En cada reunión se siente el vacío de esas muertes”, dice Alicia.
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Para Yury Flórez, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas que lleva el caso de Sabaletas ante la justicia nacional, la falta de garantías de acceso a la justicia, la verdad y la reparación rompe la confianza y da un mensaje de impunidad.
“Es una falla y un resquebrajamiento social muy grande que no haya habido justicia. Estamos tratando de que los liderazgos puedan caer en términos generacionales, en los hijos o familiares, pero cuando hablas con quienes siguen vivas tienen nulas expectativas de la justicia. Cuando uno piensa que no se puede romper más la confianza, esto termina de borrar las pocas semillas de esperanza”, dice Flórez.
De hecho, ante la ausencia de respuestas efectivas de la Fiscalía y los tribunales en Colombia, en marzo de 2019 la CCJ elevó una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), debido a la falta de investigación y juzgamientos sobre estas masacres a nivel nacional.
“A pesar de que miembros del Bloque Calima de las AUC han declarado que para cometer estas dos masacres hubo una coordinación con integrantes de la Fuerza Pública, no solo para el paso sino también para la salida, proveer inteligencia e incluso armamentos, y a pesar de hallazgos en los procesos penales, hasta el momento no todos los responsables han sido condenados y particularmente quienes pertenecen a Fuerza Publica”, asegura Moisés David Meza, coordinador de litigio internacional la CCJ.
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Aunque ya pasaron cuatro años desde que la petición se radicó en la Comisión Interamericana, apenas en mayo pasado llegó la primera notificación del organismo internacional, un paso meramente procesal de un largo camino que aún falta para lograr un informe de fondo que esclarezca la responsabilidad del Estado colombiano en las masacres.
En el país, en la investigación sobre la segunda masacre perpetrada en Sabaletas, en el año 2003, fueron vinculados como coautores a Hebert Veloza García (’HH’), Elkin Casarrubia Posada (’El Cura’), Yesid Enrique Pacheco (’El Cabo’) y Juan Mauricio Aristizábal.
Según la CCJ, “los tres primeros victimarios se acogieron al beneficio de sentencia anticipada, sin haber aportado información acerca de los detalles de los hechos de cara a satisfacer los derechos de las víctimas a la verdad”.
“Es una humillación que esto pase. El Estado sabe el error que cometió y nos da la espalda. Acá eso de la no repetición nunca se ha cumplido, seguimos a las manos de Dios en un puerto con más de cuatro grupos armados y con carencias. Si al menos pudiéramos acceder a casas dignas, a proyectos productivos para que podamos trabajar, sentiríamos una forma de reparación, de tener nuevas oportunidades para iniciar de nuevo después de tanta violencia”, sentencia Alicia.
*Nombres modificados a petición de los entrevistados.