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La cita se concreta en la tarde de un sábado de mayo en el centro de Medellín. Ha costado una semana de espera y mensajes cruzados, con razones que van y vuelven a través de intermediarios desconocidos. Antes hubo consultas en barrios, también en alguna cárcel de la ciudad.
Al final, un hombre me recoge en un automóvil noventero en los alrededores de una estación del Metro al norte del Valle de Aburrá. Conduce con habilidad contando que nació y creció aquí, en las barriadas de esta ladera, que fue a la universidad, que cayó preso hace años por un delito menor relacionado con un robo, que con sus compañeros esperan montar unas empresas comunitarias para ofrecer alternativas a los jóvenes, cuenta que ese es el camino para salir de la violencia. “Ya los señores que conocen más la historia le van a explicar bien”, dice.
En la cuadra vibra un ambiente de feria, pasan mujeres relajadas con la compra bajo el brazo y los viejos se agolpan ante un batallón de cervezas adivinando cómo terminará el partido del Atlético Nacional contra el Deportivo Pasto. La última callejuela nos introduce a una casa en donde aguardan sentados cinco hombres, todos entre los cuarenta y cincuenta años, algunos con varias temporadas en prisión.
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Ninguno pronuncia su nombre, así que hago una pregunta obligada: “¿Cómo debo decir en el artículo? ¿Hablé con quién?”. Responden en voz baja que con Los Pachelly. Otro apunta: “Diga que se metió a la profundidad de los Pachelly”.
No mienten. Lo sé por una de las personas que facilitó los contactos. Además, reconozco dos de los rostros que tengo al frente de noticias judiciales que leí en periódicos de hace una década.
Esta es una de las bandas criminales más antiguas del Valle de Aburrá, siempre ha mantenido su independencia frente a la temida Oficina de Envigado. La componen miembros de una misma familia asentados desde los ochenta en la comuna 6 de Bello, donde hay otro barrio del que tomaron su nombre.
Es la primera vez que aceptan hablar con la prensa y ellos también graban la entrevista. Explican que lo hacen porque desean “transmitir al país ese sentir de nosotros como organización, ese sentir de nuestros líderes sociales, de nuestras comunidades, que somos los que vivimos el día a día del conflicto”.
Admiten que han hecho parte de las guerras urbanas y las dinámicas de la criminalidad en el Valle de Aburrá, aunque reclaman que no se ha indagado en las razones que los llevaron a tomar las armas, cuando eran apenas unos niños y se turnaban para amanecer prestando guardia, fusil en mano, vigilando su cuadra por las noches. De eso ya pasaron cuatro décadas.
“Nuestros jóvenes nacieron en medio de eso y a nosotros los viejos nos tocaron diferentes fases del conflicto del país con la urbanización de la guerra”, explica uno que toma la vocería, recordando como en los años ochenta los barrios de Medellín se llenaron de armas después que las guerrillas del M-19 y el EPL instalaran los denominados “campamentos de paz”, en el marco de los diálogos con Belisario Betancur.
Aquellos diálogos fracasaron y los guerrilleros regresaron al monte o a la clandestinidad, pero sus arsenales quedaron en los barrios. “Ahí se forman unas primeras organizaciones criminales, eso lleva a que se conformen, por primera vez, grupos de ciudadanos que se arman y se organizan para defenderse de esos grupos criminales, que se armaron con esas armas que llegaron de la guerra del país […] después llegó el Cartel de Medellín a buscarnos”.
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Defienden una idea que ya he escuchado antes: nadie se atreve a reconocer que hay otra faceta de las bandas, que durante varios periodos de la historia de Medellín han actuado regulando y conteniendo una violencia que, según ellos, sería desmedida sin su presencia. Son el poder real que dirime conflictos y establece normas de convivencia, porque hasta el crimen tiene códigos, leyes que se cumplen del mismo modo como se respeta en la calle la palabra empeñada.
“Se habla de pactos, se satanizan, pero en realidad son la expresión de la voluntad de los hijos de estos barrios, aquí nacimos, nos criamos, queremos vivir en paz”. Una voluntad que aseguran “se ha intensificado en los últimos años, pero desde los noventa hay pactos de no agresión, liderados desde la cárcel de Bellavista”.
En uno de estos acuerdos, suscrito en el barrio París, en límites entre Bello y Medellín, participaron Los Pachelly a mediados de los noventa, con la tutela de monseñor Darío Monsalve.
Investigadores del conflicto urbano llaman a esto la “gobernanza criminal”, un modelo donde las bandas cogobiernan y suplantan funciones del Estado, convirtiéndose incluso en fuente de empleo que genera ingresos para buena parte de la población.
Los Pachelly tienen otra opinión. Consideran que, al menos en los barrios donde tienen presencia desde hace cuatro décadas, son ellos quienes han cubierto algunas de las necesidades básicas como garantizar la seguridad y convivencia: “No se nos acercan y no nos escuchan y no nos estudian, puede que si lo hicieran encontrarían que nuestros modelos de autogestión para el desarrollo económico no son tan descabellados”.
Una larga trayectoria de confrontación y treguas
“Tenemos pruebas, documentadas por las organizaciones sociales de nuestras comunidades, de acuerdos que hicimos con los gobiernos de turno en 1997, tenemos pruebas de la Misión de Apoyo de la OEA que estuvo en Pachelly en 2004 y 2005, cuando la desmovilización [de los paramilitares], hemos participado no solo en todas las fases del conflicto, sino también en los hechos de paz que se han realizado”, asegura el primer hombre que habló, insistiendo en que “ahora con el gobierno de Gustavo Petro, tanto la comunidad como los líderes y toda la organización y las organizaciones del Valle de Aburrá sentimos que por fin ha llegado un gobierno con una idea de atender el conflicto armado urbano, eso nos tiene con mucha más esperanza, entusiasmo y voluntad de paz”.
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Una docena de bandas similares a Los Pachelly controlan hasta un 40% del área metropolitana del Valle de Aburrá y están divididas en varias facciones, con por lo menos una veintena de antiguos jefes que hoy fungen como voceros de paz, ¿podría el país confiar en la voluntad de todos y en su unidad al momento de lograr acuerdos con el Gobierno? Según ellos, sí.
“Lo podemos decir con absoluta certeza, que así sean los muchachos de Belén, o los de Castilla, o los de Enciso, o los del barrio París, así no nos conozcamos, solamente por estar en la vuelta ya estamos en la misma unidad, si pasa algo nos estremece a todos”, y agregan que “esa es una decisión que se ha tomado por todos los señores que están conformando esta mesa [de diálogos de la cárcel de] Itagüí”, una mesa que ellos han “recibido como un espacio de reconciliación para la paz urbana, gracias a estos señores, pero no sólo al liderazgo de ellos, sino también de los que estamos afuera y las organizaciones sociales y las comunidades”.
Advierten que la decisión de frenar la violencia, reducir la extorsión y evitar a toda costa los homicidios en la ciudad se está cumpliendo a rajatabla porque hay un acuerdo de todos los grupos y bandas que actúan en el área metropolitana.
“Es una decisión que sale de los barrios, pero es producto del llamado de un liderazgo que sale de las cárceles, todos caminamos en esa misma función”, y añaden algo cierto cuando indican que las cifras de homicidios les dan la razón: “Puede irse a fuentes estadísticas legítimas para que no diga lo que nosotros le decimos, hay una total disminución, si ha habido hechos de violencia son aislados, no son producto del conflicto”.
La Alcaldía de Medellín informó a Colombia+20 que en efecto ha habido una reducción de hasta el 40% en los homicidios en la ciudad, una disminución sostenida que se ha profundizado en los primeros meses de este año.
Pregunto si hay una unidad de mando entre los ex jefes presos y las estructuras en las comunas, y en ese sentido, qué garantías habría de que lo que se pacte con el Gobierno en la cárcel de Itagüí vaya a cumplirse luego en la calle. Desarman la pregunta con un argumento inesperado, que demuestra que aquellas decisiones se acatan: “A usted le dijeron que se iba a reunir con nosotros y acá estamos”.
Son conscientes de que existen adversarios de este proceso en muchos sectores, por eso creen que la sociedad colombiana debe rodearlo. Se remiten incluso a la doctrina del enemigo interno, aplicada antes como fórmula inequívoca contra las guerrillas: “A las clases dirigentes les conviene que existamos, para ellos tener con quién meterle miedo al pueblo y después vender la solución”, aseguran, “es un reto que tiene el país”.
“Nosotros somos humanos, nosotros sentimos, vemos la realidad de las cosas”, dice otro de los integrantes: “¿tenemos enemigos? Claro, hacen las cosas amarillistas para tener eco, eso buscan los enemigos de los procesos, que fracasen”.
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De un momento a otro empiezan a pedir que no se repita la historia, que los jóvenes de estas calles, sus propios hijos, hermanos o sobrinos, no pasen por lo mismo que ellos tuvieron que pasar. Dicen que nunca han estado de acuerdo con la venta de drogas como la heroína, el fentanilo o el tusi, porque arruinan a los muchachos y destruyen el entorno del barrio, y se preguntan qué va a ser de los niños si no se pone freno a estas sustancias, mientras insisten una y otra vez en que es imprescindible acabar con el ciclo de la confrontación para que las generaciones que vienen no vuelvan a empezarla.
Lo contrario, señalan, significaría que la ciudad retroceda veinte o treinta años descendiendo al abismo de aquella violencia desatada e irracional que Medellín ya conoció muy bien, y vuelven a decir, con insistencia, que su principal propósito es que los niños y jóvenes no sigan su trayectoria, que no tengan que cargar un fusil en los brazos, o ver morir a tiros al cuñado en la sala de la casa, o morirse ellos en una cárcel lejos de amigos y familiares, o matar a cualquiera por venganzas nimias.
Sin embargo, aclaran que es urgente que el Estado cumpla su papel, impulsando apuestas productivas y sociales en los barrios, que haya alternativas de trabajo, educación y cultura para sacar a los jóvenes de la guerra.
“Somos bandidos, pero somos seres humanos”, dice uno sosteniendo la mirada, “estamos buscando que la juventud no viva lo que vivimos nosotros. Cuando uno tiene un hijo no quiere que viva lo que uno vivió, lo que nos tocó a nosotros cuando pelados. Esas son las raíces a las que vamos. La comunidad nos quiere, pero nosotros también queremos que los hijos de la comunidad sean doctores, sean policías, ingenieros, no que sigan el camino que nos tocó vivir”.
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“Contamos con todo ese acumulado de experiencias, usted está sentado aquí es con seres humanos que venimos a entregar el corazón, sin fierros, ni nada de eso”, me dice el más viejo de todos: “Lo importante para nosotros no es entregar una pistola, vamos a entregar nuestro liderazgo, nuestro conocimiento, queremos crear nuevos referentes para nuestra comunidad. Nosotros hemos ofrecido la vida, la ofrecemos todos los días”.
Han dicho que son bandidos y yo les creo con absoluta certeza. Han dicho, además, que quieren contribuir con su larga experiencia a desactivar esta guerra y muestran gestos, hechos y pruebas que, por ahora, respaldan tal afirmación. Han dicho que antes nadie quiso atender sus motivos, ni curar sus cicatrices, ni ahondar en su versión de la historia. Puede que tengan razón.
Y de repente, por un instante, me extravío de la charla porque siento que ya no estoy hablando con los miembros de una banda que completa un prontuario criminal de cuatro décadas, sino que al frente imagino a mis viejos amigos de los barrios San Juan y San Jorge, veinte años atrás, en una comuna junto al río Otún, en Pereira. ¿Qué fue de ellos?
A Bam Bam lo mataron en la guerrilla; su hermano Pablito terminó Psicología a distancia; El Gato envejece en una prisión purgando un asesinato que cometió con sus propias manos en un barrio de Medellín a pocas calles de aquí; Osquitar, en cambio, salió de la cárcel y ya no roba apartamentos; Beto vendía manillas por el centro de Pereira, nunca paró de fumar marihuana; Caye dejó el licor y la cocaína, hoy trabaja como guarda de tránsito; La Negra era funcionaria, o profesora, sigue en el río; Motato se graduó de la universidad, tuvo una hija, hasta hizo una maestría. ¿Había otro pasado posible sin violencia y marginalidad? ¿Habrá un futuro diferente?
Abandono la comuna rodeada de una tranquilidad inesperada, la penumbra ya se apoderó de las esquinas sin que el Nacional consiga desempatar el marcador. Me estremece todavía la dolorosa belleza involuntaria que se oculta en una de las voces que escuché hace unos minutos: “Queremos que el árbol florezca sin la vivencia de nosotros”.