08 de agosto de 2016 - 12:07 a. m.
Policarpa, Nariño: el silencio de un cañón
En este municipio del sur del país, el río Patía rompe la cordillera occidental. Los campesinos lucen camisetas con mensajes de apoyo al proceso de paz, sin olvidar las atrocidades cometidas por paramilitares, Ejército y guerrilla. Durante tres años hubo toque de queda y hoy se preparan para la concentración de los insurgentes que dejarán las armas.
Edinson Arley Bolaños @eabolanos
Los campesinos del corregimiento de Madrigales (Nariño) lucen camisetas con consignas de apoyo al acuerdo entre Gobierno y Farc, en Cuba. / Sonia Cifuentes - Asociación Minga
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En el polideportivo del corregimiento, Adolfo, con la camiseta puesta, les insiste a los campesinos en que le llegó la hora a la paz. Mientras, el subintendente Martínez camina por los alrededores del parque, sin arma y con la chaqueta del uniforme arremangada hasta el antebrazo. “Actividades como un partido de voleibol entre nosotros y la comunidad buscan que la percepción de los pobladores hacia los uniformados cambie. Es uno de los esquemas del posconflicto, que haya un mayor acercamiento a la gente”, dice Martínez.
Adolfo, desde adentro de la plaza, recuerda a todo pulmón su historia y llora. “Mucha gente aquí en el pueblo, cuando estalló la bomba, jugó con la carne de mi hijo porque pensaban que era un marrano. Después se confirmó que era un ser humano. Mi niño, mi David. Eso fue hace cinco años, a las 6:40 de la mañana. Yo no estaba, porque los paramilitares me iban a matar y me tocó desplazarme hacia el Huila. Cuando me informaron regresé a Madrigales. Regresé a recoger sus restos y cuatro kilos sólo enterré. Desde ese día me quedé en el pueblo porque la única forma de que tengamos paz en Colombia es perdonando de corazón a nuestros victimarios”.
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Los campesinos del corregimiento de Madrigales (Nariño) lucen camisetas con consignas de apoyo al acuerdo entre Gobierno y Farc, en Cuba. / Sonia Cifuentes - Asociación Minga
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En el polideportivo del corregimiento, Adolfo, con la camiseta puesta, les insiste a los campesinos en que le llegó la hora a la paz. Mientras, el subintendente Martínez camina por los alrededores del parque, sin arma y con la chaqueta del uniforme arremangada hasta el antebrazo. “Actividades como un partido de voleibol entre nosotros y la comunidad buscan que la percepción de los pobladores hacia los uniformados cambie. Es uno de los esquemas del posconflicto, que haya un mayor acercamiento a la gente”, dice Martínez.
Adolfo, desde adentro de la plaza, recuerda a todo pulmón su historia y llora. “Mucha gente aquí en el pueblo, cuando estalló la bomba, jugó con la carne de mi hijo porque pensaban que era un marrano. Después se confirmó que era un ser humano. Mi niño, mi David. Eso fue hace cinco años, a las 6:40 de la mañana. Yo no estaba, porque los paramilitares me iban a matar y me tocó desplazarme hacia el Huila. Cuando me informaron regresé a Madrigales. Regresé a recoger sus restos y cuatro kilos sólo enterré. Desde ese día me quedé en el pueblo porque la única forma de que tengamos paz en Colombia es perdonando de corazón a nuestros victimarios”.
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